Para mi primo Carlos Alberto “El Negro” González
De Greiff.
A propósito de Bandola.
Los
antiguos Griegos y los romanos, denominaron barbaros a los habitantes de las
tribus o países enemigos a los que ellos conquistaban. Los celtas, britanos, egipcios
y otros pueblos, fueron considerados como barbaros. Igual como los españoles
conquistadores de América, denominaron bárbaras a las tribus indígenas que
encontraron en su demoledor paso por el
nuevo continente.
Nuestras tribus precolombinas, también denominaron como caníbales o gente come carne humana, a las tribus vecinas, con las cuales mantuvieron guerras tribales. Era Kawirri, o come humano, todo extranjero o extraño que llegaba a sus territorios.
Nuestras tribus precolombinas, también denominaron como caníbales o gente come carne humana, a las tribus vecinas, con las cuales mantuvieron guerras tribales. Era Kawirri, o come humano, todo extranjero o extraño que llegaba a sus territorios.
El
deseo por viajar, salir, colonizar y construir
nuevas tierras, otros paisajes y ver otros soles, es tan viejo como la
humanidad misma. Sabemos que antiguamente salían en barcos las expediciones
para colonizar otras tierras, cada cultura inventaba lejanos dioses, seres
mitológicos, extraños personajes que aterrorizaron la mente de sus paisanos.
Hay culturas, a las que les encanta salir a conquistar nuevas geografías, como la antioqueña de la que descendemos,
otras no gustan de salir y prefieren quedarse viendo la puesta del sol, desde
su patio, sin moverse, como los
costeños. Algunos como los boyacenses son colonos clandestinos.
Se
puede decir que de Sevilla salió una generación completa, unos para Estados
Unidos, otros primeros que todos, para Londres; otros después para España.
Internamente, en Colombia también hay sevillanos regados en toda la geografía
nacional. En Puerto Gaitán, Meta, conocí un sevillano al que le decían “foto foto”. Fue el fotógrafo de este
pueblo y después comerciante de peces de colores. No le gustaba hablar de su pueblo, sus razones tendría. En
otra época, algunas familias emigraron para Acacias y Granada Meta. Recuerdo
ver en la casa de los Jaramillo, la construcción durante meses, de una canoa en
fibra de vidrio, que nos llevó a elucubrar y a soñar en los paisajes y ríos por
los que iba a navegar esta canoa. Casi nunca salimos solos, nos movemos por
familias y por sitios específicos. También hubo una migración hacia Medellín,
varias estirpes salieron a recuperar sus ancestros y se ubicaron en la capital
de la montaña. Como dice el refrán popular. “Nos movemos más que un perdido”.
Llevamos
nuestros jotos y vituallas con nuestras familias, por medio mundo y el país
entero. Pero seguimos pegados a nuestro suelo, tenemos el ombligo enterrado en
nuestros solares y añoramos las caídas del atardecer desde los altos de
Monserrate y Tres Esquinas. Suspiramos por el olor de la tierra y la lluvia que revientan el
vaho de nuestros cafetales y platanares, siempre queremos volver. Somos de
nuestra cultura paisa, los más abrazadores, nos gusta abrazarnos y todavía
tomamos del brazo a los amigos y amigas.
Somos
un pueblo nostálgico, nos gustan los remolinos de los recuerdos y a la manera
de los enfermos de Alzheimer, nuestros recuerdos retroceden a la infancia. Los
paseos al charco del Volga, el olor del
cagagón del ganado, los bosques de bambú, que el viento del plan de “La Astelia”
movía como un ritmo tropical. La casa de La Astelia, destruida por los
mafiosos, esa casa de ladrillos, señorial, imponente, ubicada, asentada, en
este plan geográfico que le daba a nuestra sevillanidad un orgullo de
genealogía y patrimonio cultural. Las aguas adonde aprendimos a nadar, los
rincones que la violencia nos arrebató. Los amigos caminando por estos caminos
ganaderos, las comidas que nuestras madres nos elaboraron y que llegaban frías en
el paseo juvenil, para devorarlas al mediodía, con el sol y el frio que nos
daban las aguas de esos ríos que nos dejaron nadar y jugar en medio de sus
charcos y sus corrientes de aguas cálidas
y espumosas.
No
sé si los niños corren ahora por entre los cafetales, o si suben a los guamos y
miran las loras encaramadas en los árboles de zapote. Tampoco sé si los niños
pueden oír las aguas de la quebrada pasando en medio de los guaduales, o cruzan
el puente que nos lleva al nacedero. No sé si los jóvenes se tiran desde el
barranco, al charco o cogen las guayabas en el potrero o salen a comer moras
por las tardes. ¿Seguirá el olor del despulpadero, pegado en nuestro olfato, o
el agua del peladero mojando las manos o ya no tiene el cafeto ese olor a
traviesa que nos dejaba en el corazón un aroma de vida y de tierra?
Tal
vez sean las viejas Araucarias, perdidas y abandonadas, las que por el parque nos
llevan cogidos de la mano, con la novia adolescente, corriendo bajo sus ramas
puntiagudas, sus troncos elevados como lápices de colegiales, que nos dejaron
ocultar los primeros besos en las tardes de estudio, en las madrugadas de
exámenes, en el frio de viernes por la noche. Tal vez sea todo esto unido con
las amplias casonas, los muebles antiguos, el Sagrado Corazón de Jesús, la
anciana madre en la ventana, los gritos de los trabajadores entrando temprano a
la casa el sábado en la mañana, con los bultos de plátanos, de frutas, con las
gallinas para la patrona, el café humeante en la cocina, todo preparándose para
el día del mercado. Tal vez sea todo esto y mucho más, lo que nos hace querer a
nuestro pueblo, montado en esa meseta, protegido por su iglesia, solo y tirado
como un zorro en su cueva, no sé si sea por esto que nos gusta reírnos en
Sevilla.
Ahora,
nos quedan las remembranzas, los pasos lentos por el pueblo, las músicas que
alegran el espíritu. Ahora doy gracias, por permitirme todas estas visiones,
alegrías, amistades, olores y colores, la saludable risa que la vida reparte en
nuestro pueblo.
Por| Edgar Álzate Díaz