El que se va de Sevilla…

9 de agosto de 20150 COMENTARIOS AQUÍ

Para mi primo Carlos Alberto “El Negro” González De Greiff.
A propósito de Bandola.
Los antiguos Griegos y los romanos, denominaron barbaros a los habitantes de las tribus o países enemigos a los que ellos conquistaban. Los celtas, britanos, egipcios y otros pueblos, fueron considerados como barbaros. Igual como los españoles conquistadores de América, denominaron bárbaras a las tribus indígenas que encontraron  en su demoledor paso por el nuevo continente. 
Nuestras tribus precolombinas, también denominaron como caníbales o gente come carne humana, a las tribus vecinas, con las cuales mantuvieron guerras tribales. Era Kawirri, o come humano, todo extranjero o extraño que llegaba a sus  territorios.

El deseo por viajar, salir, colonizar y construir  nuevas tierras, otros paisajes y ver otros soles, es tan viejo como la humanidad misma. Sabemos que antiguamente salían en barcos las expediciones para colonizar otras tierras, cada cultura inventaba lejanos dioses, seres mitológicos, extraños personajes que aterrorizaron la mente de sus paisanos. Hay culturas, a las que les encanta salir a conquistar nuevas geografías,  como la antioqueña de la que descendemos, otras no gustan de salir y prefieren quedarse viendo la puesta del sol, desde su  patio, sin moverse, como los costeños. Algunos como los boyacenses son colonos clandestinos. 

Se puede decir que de Sevilla salió una generación completa, unos para Estados Unidos, otros primeros que todos, para Londres; otros después para España. Internamente, en Colombia también hay sevillanos regados en toda la geografía nacional. En Puerto Gaitán, Meta, conocí un sevillano al que le decían “foto foto”. Fue el fotógrafo de este pueblo y después comerciante de peces de colores. No le gustaba  hablar de su pueblo, sus razones tendría. En otra época, algunas familias emigraron para Acacias y Granada Meta. Recuerdo ver en la casa de los Jaramillo, la construcción durante meses, de una canoa en fibra de vidrio, que nos llevó a elucubrar y a soñar en los paisajes y ríos por los que iba a navegar esta canoa. Casi nunca salimos solos, nos movemos por familias y por sitios específicos. También hubo una migración hacia Medellín, varias estirpes salieron a recuperar sus ancestros y se ubicaron en la capital de la montaña. Como dice el refrán popular. “Nos movemos más que un perdido”. 

Llevamos nuestros jotos y vituallas con nuestras familias, por medio mundo y el país entero. Pero seguimos pegados a nuestro suelo, tenemos el ombligo enterrado en nuestros solares y añoramos las caídas del atardecer desde los altos de Monserrate y Tres Esquinas. Suspiramos por el olor  de la tierra y la lluvia que revientan el vaho de nuestros cafetales y platanares, siempre queremos volver. Somos de nuestra cultura paisa, los más abrazadores, nos gusta abrazarnos y todavía tomamos del brazo a los amigos y amigas. 

Somos un pueblo nostálgico, nos gustan los remolinos de los recuerdos y a la manera de los enfermos de Alzheimer, nuestros recuerdos retroceden a la infancia. Los paseos  al charco del Volga, el olor del cagagón del ganado, los bosques de bambú, que el viento del plan de “La Astelia” movía como un ritmo tropical. La casa de La Astelia, destruida por los mafiosos, esa casa de ladrillos, señorial, imponente, ubicada, asentada, en este plan geográfico que le daba a nuestra sevillanidad un orgullo de genealogía y patrimonio cultural. Las aguas adonde aprendimos a nadar, los rincones que la violencia nos arrebató. Los amigos caminando por estos caminos ganaderos, las comidas que nuestras madres nos elaboraron y que llegaban frías en el paseo juvenil, para devorarlas al mediodía, con el sol y el frio que nos daban las aguas de esos ríos que nos dejaron nadar y jugar en medio de sus charcos y sus corrientes de aguas  cálidas y espumosas.

No sé si los niños corren ahora por entre los cafetales, o si suben a los guamos y miran las loras encaramadas en los árboles de zapote. Tampoco sé si los niños pueden oír las aguas de la quebrada pasando en medio de los guaduales, o cruzan el puente que nos lleva al nacedero. No sé si los jóvenes se tiran desde el barranco, al charco o cogen las guayabas en el potrero o salen a comer moras por las tardes. ¿Seguirá el olor del despulpadero, pegado en nuestro olfato, o el agua del peladero mojando las manos o ya no tiene el cafeto ese olor a traviesa que nos dejaba en el corazón un aroma de vida y de tierra?

Tal vez sean las viejas Araucarias, perdidas y abandonadas, las que por el parque nos llevan cogidos de la mano, con la novia adolescente, corriendo bajo sus ramas puntiagudas, sus troncos elevados como lápices de colegiales, que nos dejaron ocultar los primeros besos en las tardes de estudio, en las madrugadas de exámenes, en el frio de viernes por la noche. Tal vez sea todo esto unido con las amplias casonas, los muebles antiguos, el Sagrado Corazón de Jesús, la anciana madre en la ventana, los gritos de los trabajadores entrando temprano a la casa el sábado en la mañana, con los bultos de plátanos, de frutas, con las gallinas para la patrona, el café humeante en la cocina, todo preparándose para el día del mercado. Tal vez sea todo esto y mucho más, lo que nos hace querer a nuestro pueblo, montado en esa meseta, protegido por su iglesia, solo y tirado como un zorro en su cueva, no sé si sea por esto que nos gusta reírnos en Sevilla.

Ahora, nos quedan las remembranzas, los pasos lentos por el pueblo, las músicas que alegran el espíritu. Ahora doy gracias, por permitirme todas estas visiones, alegrías, amistades, olores y colores, la saludable risa que la vida reparte en nuestro pueblo. 

Por| Edgar Álzate Díaz
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