Texto de Edgar Alzate Díaz
Para: Mis hermanos Oscar y Mario Alberto y hermanas María Constanza y Claudia Liliana Alzate Díaz.
Hoy en mi edad cuando son tantos años vividos recuerdo el día cuando mi madre me acompañó hasta la puerta de mi casa, de color amarillo esa casa, con un amplio salón en el que mi mamá recibía las visitas, esa casa vieja con ventanas cafeteras, las chambranas y mi mamá dándome su bendición mientras yo me iba a estudiar cargando una maleta grande de aquellas que se usaron en esas épocas, fabricadas con cartón madera, salí de Sevilla un día en la mañana para no volver, siempre con el olor a tierra fresca, a café y a la cereza del cafeto prendida en mi corazón, las noches con mis amigos, los aprendizajes en medio de la barahúnda nocturna de mi pueblo que no se han perdido a pesar de tantos años recorridos.
Llegué a Popayán, una ciudad que a las seis de la mañana tenía olor a azufre del viejo volcán Puracé con sus calles que amanecían entapetadas de ollín del volcán. En sus montañas el sol salía en medio y una luz azul con amarillos llenaba el firmamento. Un frío tenue inundaba nuestro cuerpo joven que a esa hora se dirigía a recibir las clases que temprano teníamos, una vida tranquila en la que todavía esa ciudad cobijaba a muchos que llegamos a estudiar y a disfrutar de sus bonitos paisajes.
La vieja ciudad en la que los indios paseaban por sus calles vestidos con los pantalones blancos, su ruana de lana, el sombrero de paja ladeado y las mujeres indias en la plaza del mercado también con sus vistosos trajes de lana, el chumbe y el hijito emchumbado colgado en sus espaldas mientras la madre camina o trabaja.
Eran los tiempos cuando se podía ir por los senderos en la cordillera Occidental, caminando en sus vertientes, por los filos desde donde aparecía el Valle del Cauca, el cañón del río Suárez, bajando hasta el río, ver los negros trabajar el oro, llegar a sus casas y continuar buscando a esos indígenas que nadie conocía que estaban en los filos de la cordillera, mientras caminamos con mi amigo Diego a pesar del sol y la lluvia que ahora no sé cómo dormíamos, que comidas degustamos en estas travesías de estudiantes, largas caminadas conversando mientras ascendíamos por la cordillera verde, tupida.
Una tarde, solo, caminaba por una pequeña trocha en medio de algunos árboles viendo las matas de papachina y los helechos que son las plantas que se pegan en estos suelos duros, las gotas de los árboles cayendo sobre mí, mientras estaba en estas vi una casa de un indígena al lado del camino, pido permiso para entrar, era una vivienda oscura, baja, tapada con hojas de palma, una cama, un fogón en tierra, y allí un hombre tirado en la cama, su mujer al lado, cuando el indio me dice: “Me mordió una culebra y no tengo como curarme”. Vi su pierna hinchada, y lo único que se me ocurre en esta situación fue sacar una cuchilla nueva que cargaba para afeitarme y le dije: “Pues lo que puedo hacer es abrirle esa herida y tratar de sacarle el veneno” y así fue, le corté la herida en cruz, con mis dedos le saqué un poco de sangre, coloqué algo para su herida y esperé unas horas mientras llegaba el Te Eú o rezandero que con sus plantas medicinales le pudiera curar esa mortal mordida. Y así seguí mi camino rogando que este hombre se salvara y aún hoy día me pregunto que habrá sido de él, si se salvó o no.
Esos caminos de la cordillera Occidental del Cauca me enseñaron muchas cosas, como cuando después de un día de caminata llegamos a la orilla de la vertiente de la cordillera, cerca de un río, otra vivienda, con sus paredes de barro y su techo en tejas de barro, y allí una anciana que con resquemor nos dio permiso para dormir y cocinar arroz con enlatado. Una vez la anciana nos tomó confianza detallé su fisonomía indígena, su vestido amplio y largo, un chal que colgaba de sus hombros, sus trenzas bonitas encanecidas amarradas al uso de los indígenas Nasa. Entonces ya animado con la charla y la confianza con la anciana, le pregunto: “Usted es indígena?” y aquí fue Troya como se dice, inmediatamente cambió su cara y mirándonos con rabia nos dice: “No, yo soy Castellana”. Aquel día aprendí que cada uno es cada quien y no es la fisonomía la que piensa a la persona, sino la persona la que lleva su fisonomía. Después de este impase me tocó nuevamente adular a la señora y gracias a Guillermo que con sus artes de mago encantador con la palabra ella accede a dejarnos dormir en el piso de su casa.
Después de un recorrido de varias horas llegamos al pueblecito llamado El Recuerdo, un caserío viejo con casas destartaladas, sus calles en barro rojo, mientras los indígenas nos observaban, indios de ruana y mochila de fique terciada en el hombro, pies descalzos, y casi todos con una cicatriz en la cara, en su nariz o sin una mano. De pronto de una casa sale un viejo, pero vestido con traje de paño completo y camisa blanca, ya con canas, nos invita a seguir a su oficina para conversar con Diego, con Guillermo y conmigo. Muy amable cuenta que fue secretario del mítico líder indígena Manuel Quintín Lame y que se dedica al oficio de tinterillo en ese pueblo de calles de barro rojo, seco, cono sacado de un cuento de Juan Rulfo. Dice que los indígenas después de sus borracheras fenomenales se dedican a pelear con machete resultando por esto esas caras con cicatrices que tanto nos llamaron la atención. Esa cordillera imponente, nos invitaba a recorrerla, a subir por sus empinadas laderas, caminar por sus caminos trasegados por las mulas de los indios, en medio de la selva y de los árboles, caminando en su filo viendo como las nubes la rozan y que nos enseñó por primera vez esa Colombia en la que se viven otras horas, otros mitos, otras bellezas, así poco a poco caminamos por días una tierra perdida hasta ese entonces habitada por gentes sabias, bravías, con otras leyes, aprendiendo siempre, dejando que este viaje nos llevara como en los sueños de unas civilizaciones viejas y nuevas, otros tiempos, otros peligros y alegrías, en mi vida que comenzaba a aprender.
Popayán en un día cualquiera de una ciudad que, a pesar de sus aguaceros, del frío de páramo que cae en los meses de invierno y que se compensa con los soles del verano, en sus amaneceres de todos los colores, rosas, amarillos, violetas y en las tardes del verano cuando corren las nubes como pintadas por los paisajistas más avezados. Aquel día salí de la Universidad de una clase que dictaban en la facultad afuera de la entonces pequeña ciudad y como nunca lo hacía, tomé un bus. Todo el recorrido sentí que alguien me miraba y al rato volteé mi mirada y era una joven que venía del colegio y me saludó, de casualidad nos bajamos en el mismo lugar. Con esta situación acordamos que la acompañaría hasta su casa, esos son los minutos en los que se detiene el tiempo, los pasos se acortan, las palabras fluyen y el corazón se abre como una flor en la mañana. Todo fue preguntas, conversación con alguien a quien consideras en este breve espacio que te comprende, que se unen las palabras y entre mil aparecía de pronto. Esto fue un fragmento de tantas cosas, de una sucesión de eventos en esta vida rápida que he vivido, pero que quedó en mi memoria, en un destello de recuerdos y la mirada que solo puede dar alguien que siente igual que tú, que en ese instante, en ese parque, en esas calles de aquella ciudad suceden cosas que se impregnaron en la piel, en los lejanos recuerdos de juventud haciendo que se corran unas lágrimas al pensar en esos momentos cuando las pequeñas flores de las plantas en el parque nos traen la sensación de que estas empezando a vivir, a amar, a disfrutar esta vida que recorremos en muchos lugares que como dicen son una y muchas vidas. Fue este momento en el cual comprendí que el amor es un instante, un segundo en tu memoria, una imagen que nunca volví a ver, una nube dando sombra, una hermosa figura en las calles en un verano de Popayán.