Texto de Edgar Alzate
Díaz
Para Carlos Humberto López Carmona, Q.E.P.D.
“Como fuerza de monte
En un rincón oscuro
La infancia nos acecha” (Raúl Gómez Jattin)
A Rafael
Muñoz Hincapié, lo vi muchas veces cuando descendía por la calle Miranda,
ataviado con un viejo quepis militar revolcado por el uso, una cara en la que
sobresalían unos ojos pequeños negros, un bigote campesino antioqueño, y una
suave sonrisa que dejaba ver que Rafael no estaba en este planeta, sino en las
nubes etéreas del amor. Ya los años marcaban las arrugas propias de la tercera
edad, pero sus pasos firmes y su tradicional vestido militar, en el que
alumbraron las medallas de lata, ganadas en sus guerras mentales, le daban un
aspecto circunspecto en el que sobresalía su voz grave, gruesa y amable.
Para Rafael, la vida solo tenía una razón de ser: El amor. Innumerables y hermosas mujeres lo persiguieron rogándole que las mirara y les diera un poco de amor. Las más bellas actrices del cine internacional escribían largas y románticas cartas en las que sus lágrimas por el desprecio de Rafael, se marcaron en esas páginas y la tinta regada por esas lágrimas señalaron su triste condición por el desamor de Rafael.
Cuando
pasaba en algunas ocasiones por la funeraria de los Gallego, observé como los
hermanos Gallego le leían las cartas de amor (escritas por ellos), en las que
La Cacique Gaitana, o Sofía Loren, o Jacqueline Onassis le escribían encendidas
y apasionadas letras, declarándole su amor por él. Rafael, entornaba una
sonrisa y se presentaban aquellas arrugas que la felicidad y el orgullo del
enamorado muestran y atinaba a decir que era cierto, que ellas lo amaban, y que
pronto estarían en Sevilla acompañándolo. Rafael, tenía la serena tranquilidad
del hombre que se sabe amado y que en su mente solo guarda las memorias de
charlas románticas, eternas voces de mujeres que lo acompañaron en los días
luminosos y en las noches frescas de este pueblo sereno.
Lo
vi en algunas ocasiones en la calle dialogando con personas que lo llevaban a
comentar de sus sentimientos y con su tranquilidad a toda prueba, contestaba
sereno, serio y dando lección de saberes acerca del amor que ninguno de esos
parroquianos le entendía, pues era un saber demasiado abstracto y sabio para
esas mentes que únicamente querían reírse de Rafael por considerarlo un loco.
No comprendieron que tenían ante ellos al mayor conocedor de esa pasión que nos
enloquece, que nos mueve desde la niñez, la que todos queremos que nos arrope y
por la cual consideramos desgraciado al que no la posee.
En
su mente la mujer que más lo amó fue la Cacica “La Gaitana”, indómita guerrera
de la tribu de los Pijao que se enfrentó a los conquistadores españoles y los
derrotó con su sagaz estrategia militar. Para Rafael, ella, como él, eran
guerreros que recorrían las agrestes montañas de las cordilleras y de los
páramos, defendiendo la libertad. En ocasiones La Gaitana en alguna de tantas
conversaciones le decía: “Rafael, hoy en medio de la batalla en el páramo de
las Hermosas, te recuerdo y tu amor me impulsa a continuar luchando por mi
gente. Somos indios indómitos y por ti Rafael, vengaré a mi hijo y a mis tribus
destruidas por el invasor”. Él tenía la sonrisa pacífica y sentimental del
amor cuando conversaba con esta, su bien amada.
Los
hermanos Gallego, aprovechaban la pasión desmedida de Rafael por la Gaitana y
pintaron piedras en color oro, y cuando él llegaba como era su costumbre, a la
funeraria Gallego para tomarse un tinto con pan, los Gallego le entregaban
estas piedras diciéndole que eran enormes rocas de oro enviadas por la Gaitana.
Las metía en un viejo costal y feliz se dirigía a píe hasta su vivienda cerca
del caserío de Tres Esquinas, llevando el oro en sus espaldas en un largo recorrido,
con la ilusión de este regalo de oro que su Gaitana le enviaba. Para él, las
piedras pintadas de amarillo, eran el color del amor, pues el oro desde
comienzos del mundo es el metal de los dioses, con él se festejan las glorias
de las batallas ganadas, es ofrenda a los dioses para calmar su ira, se pagan
conciencias y se atesoran capitales, el oro es el color del amor y del poder.
Para Rafael eran los detalles que la Gaitana le enviaba y las piedras no le
pesaban, pues para el amor ningún peso es demasiado, más bien eran plumas de
aves sagradas que le llenaban su viejo corazón.
No conocí en mi existencia a nadie que encarnara tan bien el prototipo del amor. Grandes poetas lo describen con bellas palabras, sonetos y frases, los místicos y las religiones del mundo, lo definen, encarnan en las figuras religiosas su contenido, pero ninguno muestra en su anatomía y en su candidez, lo que es este sentimiento. Tal vez Rafael Muñoz Hincapié, fue la imagen más cercana de este sentimiento, pasión y erotismo, pues se enamoró de las mujeres más bellas, y estas lo recibieron en sus noches de estrellas y también de nubarrones oceánicos desde su morada en el antiguo barrio de Tres Esquinas. Vivió alejado del pueblo, como ermitaño solitario, hombre bueno, con su paz y su locura tal vez se rió de nosotros dejando que sigamos buscando el significado de eso, que él tan bien conocía, ya que era un enamorado del amor.