La
historia de cómo Antonio Noreña Giraldo se convirtió en arriero
“Si no sabe pa' dónde va ni salga”. Del refranero popular
Texto de
Gustavo Noreña Jiménez, 6 de octubre 2025
“Mijo,
cuando vaya a viajar, madrugue mucho”
Mi padre nació
en Pácora, Caldas, en 1919, y siendo muy joven, en 1935, con la fuerza que
traía en la sangre, heredada de sus mayores que procedían de tierras
antioqueñas, se lanzó en la búsqueda de un porvenir para su vida, y se vino
para las tierras del Quindío, siguiendo la ruta colonizadora; y en Pijao,
alguien lo contrató para que fuera a trabajar en la finca Las Azules, ubicada
en el páramo de Chilí.
Desde muy
temprano en los albores del amanecer, inició el viaje, porque una viejita
parienta suya, acostumbrada a viajar a pie desde Rionegro hasta Pácora, le dijo
alguna vez: “Mijo, cuando vaya a viajar, madrugue mucho, porque así usted
tiene la esperanza de que salga el sol; pues, si no madruga, la única esperanza
que tiene es de que lo coja la noche”.
“Sigue
adelante, ¡nunca rendirse jamás!”
El camino hasta
su destino era muy largo, ascendiendo por rastrojales, mirando abismos tan
negros como la noche y laderas tan empinadas que, si algo se caía, se iba de
tumbo en tumbo hasta lo más profundo del cañón. Todos los sentidos de Toño
estaban alertas, enviando mensajes al cerebro, reflexionando, y un miedo
pavoroso invadió su ser: “Si uno se enferma, o se muere, ¿cómo hacen para
enviar un aviso a la casa?” ―pensó.
Muchas veces
pensó en echar pie atrás, regresarse a su tierra, pero una voz interna le
decía: “Sigue adelante, ¡nunca rendirse jamás!”, hasta que después de
una larga jornada y apenas iniciando la noche, llegó a la casa que lo esperaba
como morada, lo cual era un decir, pues lo que allí había en medio de la niebla
y el frío era algo así como un refugio provisional. “Era un rancho de vara
en tierra, de frailejón parado. El frailejón echa unas varas largas, las secan,
las paran en unos palitos más gruesos y hacen un corral como de gallinas”
―dijo Toño.
“La
comida era horrible”
Y esa fue la
primera noche. El viento del páramo, cargado de mucho frío, silbaba por entre
esos huecos y se estrellaba contra el cuerpo como buscando compañía en esas
soledades. “Yo no me pude calentar en toda la noche”, dijo Toño. Al
otro día, tuvo un premio. Le sirvieron una comida que seguro no se la comen ni
los reyes de un imperio. “La comida era horrible, unas carnes así de grandes,
leche, mazamorra, queso. Eso era una bendición de ese hombre allá”. Clarita
Gómez de Melo, en su artículo Lo feo de
ser paisa, dijo:
Y la
exageración tiene por allá cierto dejo trágico: la forma mayor de exagerar es
decir que algo es horrible: «horrible de bueno». Aquí, si quieren elogiar al
doctor Nicanor (Restrepo), seguro que dicen que «tiene una cultura general
horrible». Pero he oído decir que aquí tienen hasta un edificio que es
«horrible de inteligente».
El sején
Después de
llegar a la mencionada finca, el lugar de trabajo todavía quedaba más allá de
lo que la vista alcanza, y se debía seguir caminando hasta llegar a una montaña
grande, sin ninguna compañía, y a trabajar totalmente solo; lo que sí abundaba
en esos lugares era el sején, un animalito volador más pequeño que los
mosquitos. Es un insecto no más grande que la cabeza de un alfiler, conocido
como jején o mosca negra; se alimentan de sangre, son atraídos por el
calor del cuerpo humano y, fuera de causar con sus picaduras fuertes
irritaciones, puede transmitir el virus del Oropouche, el cual produce fiebres
similares al dengue.
“Trabajar
así era una cosa muy verraca. Yo me ponía pañuelos en la cara y eso no valía.
Por encima de ese pañuelo me picaban” ―dijo Toño.
Bajo esas
condiciones laboró por mucho tiempo; unos días lo picaba el Sején, otros, era
la brisa paramuna que con su frío todo lo dejaba yerto, y al final de esos
tiempos, estaba encalambrado y ya no sabía si trabajaba o levitaba, si estaba
vivo o muerto o congelado. “Yo no sé qué tanto haría. Sí haría mucho o no
haría nada, en todo caso, yo creo que no hacía nada”, dijo Toño.
No hay
cama para tanta gente.
Tanto va el
cántaro al agua que al final se rompe; dice un adagio popular, y un día
cuando el sol se asomaba por entre algún resquicio de la montaña, con toda la
fuerza de sus pulmones, lanzó un grito tan fuerte que el eco bajó por los ríos
diciendo que ya no trabajaba más en esas montañas, y se vino caminando
hasta Pijao a buscar refugio donde una prima, en cuya casa esperaba
encontrar la solidaridad de la familia, pero esta le dijo que no había cama
para tanta gente. “Yo no tengo dónde acomodarlo a usted”, y después, con
el rabo entre las piernas, se fue a dormir en un hotel, y al otro
día se encaminó para Córdoba, donde un amigo salamineño.
A Toño
le tocó abrir hoyos para sembrar café.
Su amigo tenía
una finca en donde ya habían tumbado la montaña virgen, hecho las quemas
necesarias y vendido el carbón; y el maíz ya florecía como un regalo de la
naturaleza.
Después de
desyerbar esas sementeras de maíz, a Toño le tocó abrir hoyos para sembrar
café, y diez años más adelante le correspondió cosecharlo en los mismos palos.
Hacía rato que el cultivo del café había llegado a Colombia y se diseminó en el
territorio del Quindío bajo la influencia del Estado Soberano del Cauca, el
cual exhortaba a sus habitantes a sembrar café y a cambio sería retribuido con
dineros del tesoro del estado. Por aquellas calendas, el Estado Soberano
del Cauca llegaba hasta el río Chinchiná; esos eran los límites con Antioquia.
“Casémonos
y nos vamos para el Quindío”
A finales de
1935, se regresa a Pacora, y por allí estuvo un buen tiempo, hasta que un día,
se ganó un buen capital. “Casémonos y nos vamos para el Quindío”, le
dijo Toño a su novia. Y así fue. Se casaron, la plata alcanzó para una buena
ceremonia católica y sobró dinero para el viaje al Quindío, en el año de 1946.
Vestido
de arriero
El que toma
agua de los ríos del Quindío y por alguna razón se va de sus lares, por estos
territorios regresa buscando sus aguas, sus aromas, sus montañas. Toño regresó
a Córdoba, y estando en un hotel se encontró con un amigo pacoreño. “Eh, Ave
María, ¿ustedes qué hacen por aquí? Se van para mi casa ya mismo”. Y se
fueron para una finca cafetera de tres mil arrobas, con mucha gente trabajando;
allí sí había mucha compañía, no como en el páramo. Y a coger café como un
endemoniado, pero le cogía un dolor entre los dedos, un dolor horrible, el cual
lo mortificaba bastante, hasta el punto que lo hizo pensar que debía buscarse
otra labor, y como por arte de magia un día se puso a ayudar a cargar un café
en unas mulas y el administrador de la finca le dijo: “Ve, hombre, usted
sabe cargar; yo le consigo una arriería ya”. Y le consiguió la arriería,
pues Toño ya conocía los fundamentos de la arriería, ya sabía cómo preparar la
carga, alzar los bultos, cuidar y arriar las mulas, hacer curaciones y herrar.
También sabía balonar, que es recortar y arreglar la crin para realzar la
belleza de las bestias, además de que ya conocía muchos dichos de los arrieros.
Plata y carta ajena, no se tocan ni por pena; arrieros somos y en el camino
andamos; las cargas se acomodan en el camino; despacio para que lleguemos
rápido.
Desde ese día,
Toño se colocó el vestido de arriero: Sombrero aguadeño, pantalón de dril,
camisa de manga larga, poncho, delantal de cuero, alpargatas, carriel y
machete.
―Ese
café es para don Julio Estrada; ese otro para don Manuel Quevedo y ese para don
Jair Londoño ―dijo el dueño de la finca.
―Pero…
¿Con tres mulas?
―Sí, es
que al paso que vaya resultando más café, usted coge una mula allá abajo hasta
que complete diez.
Y Toño cogió
nueve mulas y a trabajar se dijo; no había camino malo que parara esa recua,
pues las mulas eran muy fuertes, muy hermosas, de gran tamaño, y toda la carga
llegaba a su destino sin ningún tropiezo, y se fue haciendo una fama de buen
arriero; solo o acompañado, cargaba las mulas. “Me tocaba cargarlas a mí
solo, muchas veces. Tocaba alzar bultos de diez arrobas. Porque ese café que
quedaba en las entradas de café, llovía esa noche y eso no lo movía nadie, pero
como yo estaba acostumbrado a eso, alzaba el bulto de cinco arrobas o seis
arrobas muy fácil. Y esas mulas las cargaba uno como nada. Ocho o diez mulas y
salían por esos cafetales” ―dijo Toño.
“Maciste”
Alzar bultos de
diez arrobas significa un peso de ciento veinticinco kilos, lo cual se supone
que quien los alza es una persona muy musculosa, y la imagen que se viene a la
cabeza es la de “Maciste”, un gladiador romano, personaje del cine
italiano, tipo Hércules, cuyas películas fueron presentadas en el Teatro Real
de Sevilla, Valle, siendo Maciste el gladiador más fuerte del mundo, una de las
películas más queridas por el público.
El
negocio de la arriería
El negocio de
la arriería fue muy bueno por un tiempo, hasta que empezó a mermar el café para
transportar, entonces se redujo el número de mulas lentamente hasta llegar a
una, es decir, el negocio ya estaba muy mal, y un día el dueño de la finca le
dijo a Toño: “Ve, Toño, mañana te pasas para la casa y te consigues cuatro
trabajadores en Córdoba para que limpies la sementera de café”. Esa
era una cafetera muy bien administrada. “Había que deschamizar el árbol de
café, quitarle el musgo, destrabarle todo ese copo, oiga, para que le entrara
el sol verracamente y la sombra era de puro guamo santafereño grande”, dijo
Toño.
“Garitiar”
Pero todo en la
vida no permanece igual; las cosas cambian y hay que estar atentos para seguir
adelante. Allí en esa cafetera se cogieron dos cosechas, pero la brega con el
personal era muy dura, hacer de comer a treinta hombres; “garitiar”, que
significa llevar la comida a los trabajadores hasta el sitio del trabajo;
darles de comer por la noche; y de ñapa Toño y su esposa contrajeron las
fiebres palúdicas, y fueron hospitalizados en Calarcá, lo cual les hizo pensar
que debían buscar una tierra más saludable, y el mismo propietario de la finca,
le consiguió el trabajo en la Hacienda Bremen, ubicada en el territorio de
Tuluá, cerca de Barragán, donde cabían mil cabezas de ganado y en la región la
tierra brotaba toda semilla que se le sembrar, el comercio era abundante, había
arrierías no solo de mulas sino también de bueyes que salían a vender en
Sevilla, hasta que un día llegó Smurfit Carton Colombia con el monocultivo de
pino, y acabó con la diversidad económica y social, pero ese es otro
cuento.
Ahí sí
llegó el hijueputa camión.
Toño, antes de
irse de esa región, debía sacar un café de la bodega y cargar unas mulas con
ciento veinte bultos de café. “Como yo estaba tan enseñado para cargar
bultos de 10 arrobas, entonces cogía esos bulticos de cinco arrobas y cogía el
otro en la mano aquí, de a dos, sí, señor, así era. Y es que el cinturón ancho
ayuda mucho, sostiene aquí como nada” ―dijo Toño.
El café debía
transportarse hasta un sitio donde llegaría un camión que venía de Armenia,
pero siendo ya muy entrada la noche, la carga de café fue devuelta a la bodega
porque el vehículo no llegó oportunamente, pero justo cuando el café ya estaba
guardado, llegó el camión. ¡Vaya contratiempo! “Y cuando ya estaba adentro,
ahí sí llegó, el hijueputa camión. Y eran las diez de la noche. No, qué cosa
tan horrible. Eso fue muy horrible" ―dijo Toño.
Desmóntese,
que la mula es mía.
Toño conoció
tanto de mulas que aprendió más de lo que le enseñaron. Muchos años después,
tenía un ojo de lince para determinar, en un hatajo de mulas, cuál era la
mejor, y en cierta oportunidad compró una mula sillonera por mil pesos de la
época, y un buen día la ensilló con su mejor montura y salió a exhibirla en
Sevilla y, al pasar por el Café Vesubio, alguien salió de su interior.
―
¿Cuánto vale la mula?
―Vale
cuatro mil pesos ―dijo Toño, exagerando el precio para que no se la compraran,
pues aún no quería venderla.
―Desmóntese,
que la mula es mía.
Ese día Toño
quedó en la calle con su silla, zamarros y sus espuelas platinadas.
Nota: Esta
crónica está basada en la entrevista “Rescate de la memoria cultural paterna de
Pedro Antonio Noreña Giraldo” Por Álvaro Noreña Jiménez. 26 de junio 2018.