Texto de Edgar Álzate Díaz
Para mis amigos antropólogos, los señores Diego Herrera Gómez y Cesar Zuluaga Osorio.
Si alguien me pregunta, ¿de todos los más hermosos paisajes colombianos, cual lo ha deslumbrado más? Sin pensar, digo que las desembocaduras en el mar de los grandes ríos tributarios al Océano Pacífico: Los ríos Domingodó, Docampadó, Siguirizúa, que caen al mar que los recibe abriendo sus fauces, explayándose en su libertad en el océano Pacífico, de manera inmensa, porque al final, en la desembocadura, miras ese océano impetuoso, inmenso, mientras la pequeña canoa se desliza por encima del agua, atravesando la corriente y las olas que forman el agua dulce del río y el agua salada del mar. Pero no podrías pasar por entre estas aguas turbulentas sino tienes a los marineros indicados que conocen como timonear esa canoa pequeña, que saben en cual momento impulsar o mermar el motor que nos impulsa, y estos son dos indígenas Ebera Dobida, que con su sabio conocimiento del río y del mar, nos sacan de estas aguas y nos llevan hasta la orilla en las playas del Pacífico.
Esto era en una época cuando se podía navegar por los ríos del Pacífico, y todavía la violencia no golpeaba a una hermosa y amable región. Cuando el dinero no era importante. Recuerdo una vez que navegábamos por un arroyo pequeño, pero la comida estaba escasa y no conseguíamos nada para comer. De repente vimos una vivienda, como todas las viviendas de esta geografía con sus pisos elevados para evitar las aguas que suben hasta las viviendas, por las lluvias eternas y fuertes del Pacifico, sus paredes elaboradas en tabla y su techo de hojas de palma. Un viejo negro sale de esta vivienda y nos permite descender y descansar, para tomarnos un tinto. Nos pregunta, que llevamos que le pueda servir, ¿pilas para su linterna?, ¿cigarrillos?, ¿arroz? Él tiene carne de venado. Entonces le entregamos las pilas, los cigarrillos, arroz y él nos da una pierna de venado. En medio de esta selva, de grandes árboles, tupida, húmeda, en la lluvia eterna del Pacífico, como un milagro para nosotros y para el anciano negro, tuvimos comida para varios días mientras salimos de allí cogiendo el río Pepé, encontrando el otro rio grande como es el río Calima hasta llegar a Buenaventura.
En otra ocasión navegamos por el río Baudó, también tributario del Océano Pacífico. Era temporada de verano y este río estaba seco, apenas se podía navegar. Solo gente experta como lo son los pobladores negros que habitan en los hermosos pueblos que se encuentran en las lomas que miran al río, como un enamorado mira a su amada, solo ellos y los indios, pueden en el verano navegar el Baudó. Ascendemos con nuestra canoa timoneada por los dos indígenas que acompañaron este viaje, Onofre y Herminio, estos eran sus nombres. Indígenas Ebera Dobida, o la gente del río. Indios orgullosos y estéticos, que, en las horas de la mañana, antes de iniciar los recorridos, se acicalaban, pintándose su cara, colocando una flor en sus orejas, pintándose los labios. En este viaje, llegamos a un caserío denominado Píe de Pató, que en la actualidad sufre los embates de esta guerra loca de Colombia. Cuando arribamos al caserío, llega la policía y requisa todas nuestras pertenencias, y ya entrados en confianza, al ver que no llevamos nada raro y explicarles nuestra misión por estos lugares remotos, el agente de policía nos dice: Mire, es que hace un mes, subieron en un barco platanero (En este río se produce en las fincas mucho plátano y es frecuente que en barcos que transportan plátano, viajen los comerciantes comprando el plátano para venderlo en Cali y Buenaventura), unos jóvenes que dijeron iban en excursión de la Universidad, llegaron e hicieron una fiesta, invitaron a toda la población, trago, comida, y demás, y después siguieron subiendo por el río, y a los días regresaron, pero en el barco traían armas, eran los del M19 cuando iniciaron su intervención en la selva Chocoana. Entonces el policía nos dijo, por esto los requisamos ahora. En ese momento comenzó la guerra en esta apartada región, en la que todo era paz y tranquilidad. Las únicas armas que los campesinos tenían eran las escopetas de fisto para la cacería, de resto, solo amabilidad de una población inmersa en esta selva con sus árboles gigantes, las hojas inmensas, su lluvia y su humedad. Esto era en el año 1.984.
Los pobladores de los grandes ríos del Pacífico se ubican en dos hábitats diferentes: La población Afro, que está ubicada tradicionalmente cerca de las orillas de estos ríos, dedicada a la agricultura, la pesca y la minería artesanal. Viven en caseríos con viviendas grandes elaboradas en madera y convive allí toda la parentela o lo que en antropología denominamos familia extensa. Este sistema de parentesco entrelazado entre los abuelos, los padres, hermanos, tíos, primos, hijos, es lo que les permite sobrevivir en medio de las afujías del olvido y la miseria en la que los ha mantenido el sistema colombiano. Y los indígenas Ebera Dobida que habitan en las cabeceras de los pequeños ríos tributarios de los ríos Baudó, Domingodó, Docampadó y otros afluentes, y que para llegar a estas comunidades indígenas hay que remontar subiendo durante horas por la cordillera del Baudó.
La selva del Pacífico es un mundo donde la religión, las concepciones sagradas y espirituales, los espíritus del monte y del agua, tienen un papel preponderante en la vida de cualquier persona. Con mi compañero de trabajo, el sociólogo Jairán Sánchez y nuestros dos marineros indígenas, llegamos a un caserío cercano al río San Juan. Al atardecer, llega un grupo de indígenas preguntando por mí. Una vez me vieron, de inmediato me solicitaron que los acompañara a una vivienda y en esta se encontraba una niña de meses de nacida a punto de fallecer. La comunidad me solicita que le dé a la bebé la extremaunción. Les dije que yo no era sacerdote, sino un antropólogo de paso y un poco descreído de las cosas de Dios. Pero no fue suficiente, un joven Emberá que dirigía el grupo me dijo que la iglesia autorizaba estos santos oficios a una persona mayor, pero como yo era un extranjero, podía hacerlo y que le rezara a la niña el Ave María. Ho problema, no me sabía el Ave María. Pero menos mal, entre todos lo rezamos, le di a la bebé la bendición y con pesar en mi alma, me retiré pensando que esta nena moría simplemente por falta de una enfermera que le diera los primeros auxilios.
Por la misma época, me buscó una anciana Afro o negra, pidiéndome que fuera con ella a rezarle un cultivo de caña de azúcar al que los gusanos estaban destruyendo. Igualmente le manifesté que no era sacerdote y que era inútil mi bendición contra los gusanos. Pero no, la vieja insistió que yo podía ayudarle con este rito. Me monté en su canoa, recorrimos un trecho y llegamos al cultivo. No tuve más que hacer sino darle la bendición al cultivo, con algunas menciones religiosas que satisfacieran las expectativas de la anciana campesina. Nunca supe si mi oración y plegarias pudieron contra los gusanos de la caña, pero por lo menos hice parte del ritual sagrado y mágico de ese poderoso mundo de espíritus que rodean la sabiduría de la gente de la selva del Pacífico. Una tierra donde las comunidades nativas se tienen que enfrentar a punta de espíritus con la naturaleza y sobrevivir en medio de la dura vida que es este territorio hermoso, sagrado, y olvidado de la mano de Dios y del Estado Colombiano.
Indígenas Ebera Dobida (Gente de río). Río Baudó, departamento del Chocó. Año 1.984
Con este artículo quiero iniciar algunas crónicas y recuerdos de mi vida en las apartadas regiones periféricas de Colombia. Tal vez no son crónicas teóricas profundas desde la antropología, sino recuerdos que permitan al lector hacerse una idea de cómo es la verdadera Colombia y sus gentes tan olvidadas.