Pradera también tiene páramo

28 de julio de 20200 COMENTARIOS AQUÍ


Un texto de Álvaro Pineda Tabares

Todo estaba listo, mi padre había sacado unos días para ir a pescar en la parte alta de Pradera, ya que nuestros primos residentes en ese municipio, conocían del lugar y hacía meses se estaba planeando el viaje.

Yo estaba feliz de poder conocer. Nos iríamos un día antes para madrugar desde Pradera, allá, abordaríamos un jeep que nos llevaría a las montañas, donde después a pie, cruzaríamos hasta el otro lado de La Línea, perteneciente al departamento del Tolima. Ese diciembre iba a ser diferente, los primos en Pradera, habían organizado todo:
Primero iríamos a pescar truchas cerca de una casa abandonada por el sector de Bolo Azul, corregimiento de Pradera y después, seguiríamos el camino hasta una casa campesina a unas cuantas horas más, en la finca de La Virgen, donde don Carlos Bautista, quien en la última razón que había enviado a mis primos en Pradera, expresaba con esa buena disposición de un anfitrión campesino, que allá nos esperaba para que disfrutáramos de esos tres días en el páramo.

El viernes 22 de diciembre de 1989, a las 5 de la tarde salimos rumbo a Pradera, llegamos antes de las 8 de la noche; donde los primos, mi padre, Iván y Aníbal, ambos, amigos de papá y yo.

La familia Pineda y López, tal vez desde comienzos del siglo pasado, se asentaron en la Cordillera Central; por esta razón a los abuelos siempre se les escuchaba mencionar nombres de lugares y pueblos aledaños a esta cadena montañosa: Desde San José de Isnos, en el sur del Huila, hasta la vereda San Marcos en Roncesvalles, Tolima; pasando por Chaparral, Herrera, Pradera, Barragán, Santa Lucía, Sevilla, Rioblanco, Planadas. Todos estos lugares estuvieron en los recuerdos de los viejos de las familias y los citaban cuando llegaba a su memoria alguna anécdota por comentar.

Por alguna razón, en la mitad del siglo pasado, parte de la familia que estuvo concentrada en inmediaciones del páramo de Barragán; se desplazó por la cordillera hasta la vereda El Retiro en Pradera, después; se acentuaron en el casco urbano del municipio, donde el tío Kiko, incursionó en las artes gráficas, abriendo la tipografía López, que después se convirtió en litografía, tras una historia interesante de arduo trabajo familiar.

En Pradera, la familia del tío echó raíces y desde pequeño, llegar allá, era para mí, llegar a la casa, llegar donde te atienden de la mejor manera posible y en donde las charlas con los primos, abarcan anécdotas familiares y en general temáticas de todo tipo; si hay algo que extraño por esta época, son esas conversaciones que podían fácilmente llegar hasta la madrugada.

Llegamos ese viernes del 89, alrededor de las ocho de la noche donde los primos en Pradera y luego de las amenas charlas, nos fuimos a dormir para madrugar.

El sábado 23 de diciembre, a las 4 de la mañana; viajábamos ocho personas; cuatro de Pradera (Luis, Darío, José y Joaquín) y cuatro de Sevilla, (Papá, Aníbal, Iván y yo) rumbo a la finca La Virgen en el jeep Willys del primo Joaquín.
Un poco más de tres horas duró el viaje, pasando por Lomitas, La Feria, El Retiro, hasta llegar a Bolo Azul, allí, dejamos el carro, alistamos las maletas y emprendimos la caminata por un broche arriba hasta la finca La Cabaña; una casa abandonada, que quedaba cerca de una quebrada y a la cual, llegaríamos después de subir una buena cuesta por un camino y atravesar un bosque de niebla.

Luis, el cuñado de los primos, quien vivía en Pradera, iba con nosotros; era un intelectual que llevaba varios años ejerciendo la docencia en su municipio, pero quería conocer esa parte rural y tal vez, hubiese disfrutado del paisaje muchísimo más, sino fuera porque llevaba unas botas de caucho que le habían prestado, pero estas, tenían una talla más grande que la suya, motivo por el cual, le estaban haciendo ver estrellas a cada paso que daba y esto le estaba dibujando un anillo rojo en las pantorrillas; sin embargo no decía nada, pero la jornada de largo camino, poco a poco le haría contar su dificultad .

Llegando al piedemonte, venía bajando hacia Bolo Azul, el señor encargado de recoger la leche; quien arriaba seis mulas, iba en un macho y llevaba un caballo aperado que le mandaba don Carlos a mi primo desde la finca La Virgen, para ahorrarle un buen tramo de caminata a su compadre, Sin dudarlo el primo José, se subió a la bestia y continuamos el recorrido hasta llegar a La cabaña.

La casa quedaba encallada, en medio de un potrero, era de madera y en ella, años antes, según se sabía por los lugareños, había fallecido trágicamente su moradora en una triste historia de un triángulo amoroso, donde el amante, no tuvo más opción que fugarse de la casa por una ventana y enfrentar el frío páramo desnudo hasta perderse entre las montañas para no volver jamás.

A La Cabaña llegamos a las diez y media de la mañana, descargamos las cosas en el corredor, descansamos un poco y alistamos las varas de pesca para llevarlas a una quebrada aledaña mientras el primo José, quiso quedarse solo a preparar el almuerzo, aunque en su mente no paraba de pensar en la tragedia sucedida en esa casa y la posibilidad de una presencia habitando ese lugar.

En esos momentos me encontraba fascinado conociendo el territorio, entendiendo que Pradera no es solo salsa, plan y calor, como estaba en mi imaginario, pues allá arriba, se divisa un paisaje espectacular, donde al voltear una curva del camino, sorprende una laguna en medio de la nada y un ejército de frailejones custodiando el páramo, te hacen entender la diversidad del municipio.
Pescamos unas dos horas y subimos a eso de la una a almorzar a la casa, donde el primo pudo superar sus temores fantasmales y hacer un almuerzo con arroz, papas cocinadas, tajadas de plátano y sardinas enlatadas.

No sacamos nada en la quebrada, y después de almorzar, continuamos el camino porque aún nos faltaban 3 horas más para llegar a la finca de La Virgen.

Debíamos subir por un camino que poco a poco se fue rodeando de frailejones, hasta que llegamos a la línea divisoria entre el Valle y el Tolima.

Pasamos unas lagunas y un poco más adelante, al voltear a mirar hacia La Línea, veíamos como el lechero con sus mulas, ya de vuelta, asomaba en el filo de la montaña, mientras las tinas vacías de leche sonaban al compás de los pasos de las mulas y poco después nos alcanzó.

El lechero se detuvo con su recua y nos permitió subirnos al anca de las mulas, prendiéndonos de los maderos de la angarilla, pudiendo así continuar el trayecto hasta La Virgen, que quedaba a dos horas más de camino. Esto tuvo que haber sido un alivio para Luis, quien sentía cada vez más el ardor dejado por las botas.
Poco a poco empezamos a bajar por un valle de verdes exuberantes, hasta que a lo lejos empezamos a divisar el humo de la chimenea, después el techo y luego todo el contorno de aquella casa.

Era 23 de diciembre y a lo lejos se escuchaban las melodías parranderas de la época navideña, que salían de ese lugar.

Una capa verde extendida en una peña cerca a la casa como si se estuviera secando en el tímido sol que caía al atardecer, se veía desde lejos, luego fueron las voces y la risas que provenían del establo; en ese momento mi primo, le preguntó al lechero, si sabía de alguna visita familiar que tuviera don Carlos ese día, pero él, le respondió que al salir en la mañana, no había nadie aparte de los dueños de casa; sin embargo las risas y la algarabía se escuchaban cada vez más, hasta que una mirada hacia una de las cercanas colinas lindantes con la casa, nos hizo sobresaltar; al ver en la cima, la silueta de un hombre de camuflado con brazalete tricolor, quien al percatarse que lo observábamos, alzó su brazo, en señal de saludo.

Hubo un silencio en el grupo y poco a poco, al pasar por los corrales de la casa, comenzamos a ver el panorama completo, se empezaron a ver hombres armados y camuflados por todos lados, nosotros solo saludábamos y continuábamos ingresando, hasta llegar al establo, donde una olla gigantesca, posada sobre unas grandes piedras, concentraban la atención de varios de ellos, que nos saludaban mientras terminábamos el recorrido en mula y nos disponíamos a bajarnos y a descargar las maletas.

Don Carlos, el compadre de mi primo, salió a saludarnos con esa amabilidad campesina, queriendo darnos con su rostro alguna explicación de lo que estaba pasando; sin embargo, era evidente, un grupo armado, había escogido de manera unilateral, la casa de don Carlos, para pasar allí, el día de navidad y ante una decisión de esas, la otra parte, es decir el campesino, no tiene forma de decir que no le parece la mejor opción, así que al dueño de casa le tocó recibirlos a todos sin chistar, porque ese, es uno de los apartes que tiene la ley del monte, conocida muy bien por el campesino colombiano: Aceptar calladamente las decisiones de los grupos armados como la única manera de sobrevivir ante la desprotección y la lejanía.

Entramos a la casa y la esposa de don Carlos, nos dio algo para comer, mi padre llevaba una maleta nueva y grande que le llamó la atención a uno de los hombres que se encontraban en el lugar y no dudó en decirle que se la regalara, lo mismo pasó con una linterna. El morral le dijo que no se lo dejaba porque lo estaba necesitando, pero, le dejó la linterna también nueva; sin embargo, decían que les dejáramos el mercado que llevábamos, pero esa remesa la compramos y la cargamos para pasar los días allá, y principalmente para dejarle a don Carlos y su familia, gran parte de la ración, por eso el bulto era grande.

La respuesta de mi padre y los primos fue contundente:
Vamos a quedarnos en una casa más abajo, para pescar en ese lugar y de regreso mañana, les dejamos las provisiones que nos queden.
Éramos personas del común que no representábamos un objetivo para ellos, pero un posible ataque del ejército y quedar en fuego cruzado, era algo que podría suceder, por esta razón y no dejar el mercado que con esfuerzo se había llevado para los campesinos, tomamos la decisión de seguir.

Por fortuna, los primos recordaban, aunque de forma difusa, la ubicación de una casa río abajo; por esta razón después de comer, decidimos continuar, a pesar que ya el sol estaba cayendo y el recuerdo de la distancia hasta la casa que recordaba mi primo, no era muy precisa, pues habían pasado décadas y solo recordaba que se debía seguir el curso del río Hereje, que pasaba al lado de la finca donde estábamos.

Uno de los hombres del grupo armado nos dijo que la casa quedaba a una media hora para ellos que caminaban rápido y que tal vez, nosotros nos tardáramos la hora completa de recorrido. Las palabras no sonaron muy sinceras.

Emprendimos camino de nuevo a eso de las 5:30 pm, teníamos que bajar por un sendero que de la casa conducía hasta el río que estaba a unos cien metros, pasar un puente de madera y seguir por la ribera hasta encontrar la casa que según la memoria de los primos y la referencia del hombre, quedaba cerca.

En la travesía, Luis, no pudo más callar el dolor que le estaba produciendo las botas de caucho y se le notaba la molestia al dar los pasos, sumado a eso, nos empezamos a adentrar en una zona húmeda, donde las pisadas se hundían y el esfuerzo era mayor, al punto que las botas se quedaban enterradas y el pie seguía su paso, teniendo que acudir a sacarlas con las manos.

Ese contratiempo, nos tomó varios minutos y el sol cayó, apuramos el paso y Luis no podía con su dolor en los pies; ya había pasado más de una hora y no llegábamos a la vivienda. La oscuridad llegó y con ellos la zozobra de no encontrar albergue donde pasar la noche en medio del páramo, los puntos de referencia que tenía el primo, se fueron poniendo más difusos y después de caminar 3 horas, desistimos de la búsqueda de la casa y decidimos dormir en medio de un monte por el cual transitábamos en ese momento que llegaba hasta la ribera del río “Hereje”.

Por alguna razón, el hombre que tenía fresca la memoria y la ubicación de la casa, no nos quiso decir el tiempo promedio de recorrido.

Descargamos todo lo que llevábamos y nos sentamos rendidos en la oscuridad de la noche, que solo era interrumpida por una sola linterna que con su chorro atraía los mosquitos en nube.

Mi padre y el primo Joaquín, decidieron caminar un poco más para ver si encontraban un lugar más plano y propicio donde tendernos a dormir y el resto del grupo se quedó a la orilla de un enmalezado camino.

El cansancio nos vencía y con la quietud, los moscos no demoraron en hacer de las suyas, nos estaban dando una pela de picotazos en las manos y en la cara, Luis se miraba la inmensa peladura que le había dejado las botas en sus pantorrillas, ya casi en sangre y mi primo Darío, uno de sus cuñados le pidió que se quitara las botas y se las remangó, con el fin de que el borde de la bota, no siguiera haciendo mella en el mismo lugar.

El sonido de la noche en medio de la nada es un poco asustador, pero en compañía, es más llevadero, lo que si nos estaba enloqueciendo eran los mosquitos que se las ingeniaban aun para picarnos ahora, a través de la tela de las camisas y camisetas porque el sudor y el trajín de la caminada, nos había hecho guardar las chaquetas y buzos hacía rato; pero la picazón nos estaba haciendo volver a cubrirnos y ya el frio empezaba a manifestarse con la quietud.

Pasó algo más de media hora cuando regresó mi padre con el primo Joaquín y parados frente a nosotros nos dijeron emocionados: ¡encontramos la casa!
Nos levantamos, tomamos las cargas y empezamos a caminar dentro del monte por el sendero enrastrojado, hasta llegar a un broche que separaba el monte de un potrero, con un camino que conducía a la casa, unos diez minutos después, llegamos.

No era un jardín que adornaba la casa, era un cultivo de amapolas que rodeaba el lugar. Era una vieja construcción en bahareque y madera que aparecía en medio de la oscuridad y la nada. Llegamos rendidos y descargamos las cosas en el piso de tabla, uno de los primos tomó la iniciativa, sacó una olla y una panela del mercado y buscó una manguera que llevaba agua hasta un lavadero cubierto de musgo, lavó la olla y después la llenó casi completamente, se dirigió hasta la cocina y amontonó unos chamizos en el fogón, sacó un pequeño cabo de vela que llevaba en uno de los bolsillos de su morral, luego sacó de su pantalón, una candela estilo Zippo, de esas que tienen un sonido particular al accionarlas y le dio fuego al cabo de vela, después regó un poco de parafina líquida sobre los chamizos amontonados y puso el cabo encendido en la mitad del montón para que fuera prendiendo la leña y con ello caloriando el fogón. Media hora después, teníamos una olla caliente de aguapanela recién hecha a la cual le echaron café y la taparon por unos minutos para dejarlo asentar.

Luego del café, tal vez el más delicioso que me haya tomado, rendidos organizamos como dormir en el suelo de uno de los cuartos de esa casa y nos venció el sueño.

El concierto de las aves alrededor del lugar, nos despertó en la mañana y luego de incorporarnos, salimos del cuarto a ver el día, el primo hizo la misma rutina para prender el fogón, que poco después estaba produciendo tinto y luego un desayuno con las provisiones que llevábamos.

La casa enclavada en la montaña debió ser un lugar de antiguos colonos del Tolima que años después abandonaron y la tomaron cosechadores clandestinos de amapola para hacer de las suyas. Las plantas que quedaban se habían salvado de la extracción y florecían libres del ordeño colonizando todo los alrededores.

Ese día exploramos el lugar y vimos que el río estaba cerca, así que organizamos grupos de pesca y nos fuimos a probar suerte en los charcos.

Las truchas estaban hambrientas de larvas de avispas y lombrices californianas que llevábamos como carnada y hubo una hora de la mañana en la cual demorábamos más en adecuar el cebo, que en atrapar una. La vara erguida apuntando hacia el charco, de un momento a otro se flexionaba tímidamente y el tirón se sentía en el nylon y en las muñecas, se daba vuelta al carretel y de nuevo se sentía el tirón, pero esta vez insistentemente y poco a poco se sacaba la trucha del río.

A medio día nos reunimos en la casa después de pasar la mañana dispersos en los charcos del río, el primo José había decidido adelantarse a poner la olla para el almuerzo. Fueron cientos de truchas las que teníamos entre todos y ahora el almuerzo iba con trucha frita, arroz, papas, tajadas y aguapanela con leche.

Los platos salían con morro desde la cocina hasta las chambranas del corredor donde estábamos, estar metido entre el agua por horas, había despertado el hambre de todos.

Las truchas que se sacaron aunque fueron numerosas, no eran muy grandes, con un promedio de 20 a 25 centímetros. Después del almuerzo, las lavamos y salamos con el fin de llevarlas arregladas.

Aunque no teníamos pensado quedarnos en ese lugar otro día más, decidimos quedarnos porque el río estaba ofreciéndonos su fruto y se había recorrido mucho para llegar hasta allá, y devolvernos al siguiente día.

Volvimos al río en la tarde, pero al poco tiempo empezó a llover y la pesca se hizo escasa además de peligrosa por una creciente súbita, ya que había lugares encañonados con peñas a lado y lado del río, donde se transitaba por el borde y en un momento de borrasca, no habría forma de escapar de ella.

A las 3:00pm, estábamos de nuevo en la casa escampándonos de la lluvia que se prolongó el resto de día y la noche siguiente que fue una Nochebuena lejos de la algarabía y las luces de la época; sin embargo no había silencio, una parte del techo de esa vivienda era de zinc y los golpeteos del agua sobre el metal, eran ensordecedores cuando arreciaba la lluvia.

La mañana del 25, luego de desayunarnos con trucha frita, café con leche en polvo y arroz, subimos la carga a los hombros e iniciamos el recorrido de vuelta.

A las 11:00 am estábamos cruzando el puente que comunicaba con el predio de la finca “La Virgen”, se sentía otro ambiente ese día, ya no se veía la carpa extendida de la peña al lado de la casa y la música se escuchaba a bajo volumen.

Entramos y saludamos a don Carlos y a su esposa quienes nos esperaban para ese día, nos dijeron que los muchachos se habían ido desde temprano.

La conversación con ellos fue amena, nos dieron almuerzo y les dejamos el mercado que nos sobró y varias truchas.

Don Carlos nos enjalmó un caballo para que lleváramos la carga, el cual debíamos dejar suelto en uno de los potreros de la casa en Bolo Azul y, a la 1:00 pm, iniciamos el recorrido hasta el sitio donde dejamos el carro, sin embargo pensado en que si nos cogía demasiado la noche, debíamos quedarnos en la casa sola, pero a los primos no les agradaba esa idea porque conocieron a la señora que había sido asesinada en ese lugar y les causaba algo de impresión, además de los rumores paranormales de la vivienda.

Eran las 5:30 pm cuando llegamos a la cabaña, bajaron la carga y guardaron la enjalma en uno de los cuartos, soltaron el caballo en el potrero, tomamos un poco de alientos y continuamos el camino rumbo a la carretera.

Esa noche, casi a las 8:00 pm, rendidos de la caminata y Luis con dos nuevos anillos alrededor de la pantorrilla, un poco más abajo de los primeros, pero en general, todos bien, llegamos hasta el sitio donde dejamos el carro.

Subimos las cosas y mi primo prendió el vehículo para emprender el descenso de 3 horas hasta Pradera en medio de la noche.

Una de las quebradas que cruzan la carretera se encontraba demasiado crecida y en la mitad del charco, el carro se nos apagó; así que después de secos, nos tocó bajarnos y empujar hasta sacar el jeep a la orilla y luego de varios intentos el carro, volvió a encender.

Pradera también tiene páramo, ¡por supuesto!, allá arriba se encuentran Las Hermosas y unos paisajes espectaculares que recuerdo a más de 30 años y que a pesar de los imprevistos, algo que es normal en las aventuras de un viaje, me hacen anhelar regresar algún día.
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