Un texto de Álvaro Pineda Tabares
Todo estaba listo, mi padre había sacado unos
días para ir a pescar en la parte alta de Pradera, ya que nuestros primos
residentes en ese municipio, conocían del lugar y hacía meses se estaba
planeando el viaje.
Yo estaba feliz de poder conocer. Nos iríamos
un día antes para madrugar desde Pradera, allá, abordaríamos un jeep que nos
llevaría a las montañas, donde después a pie, cruzaríamos hasta el otro lado de
La Línea, perteneciente al departamento del Tolima. Ese diciembre iba a ser
diferente, los primos en Pradera, habían organizado todo:
Primero iríamos a pescar truchas cerca de una
casa abandonada por el sector de Bolo Azul, corregimiento de Pradera y después,
seguiríamos el camino hasta una casa campesina a unas cuantas horas más, en la
finca de La Virgen, donde don Carlos Bautista, quien en la última razón que
había enviado a mis primos en Pradera, expresaba con esa buena disposición de
un anfitrión campesino, que allá nos esperaba para que disfrutáramos de esos
tres días en el páramo.
El viernes 22 de diciembre de 1989, a las 5 de
la tarde salimos rumbo a Pradera, llegamos antes de las 8 de la noche; donde
los primos, mi padre, Iván y Aníbal, ambos, amigos de papá y yo.
La familia Pineda y López, tal vez desde
comienzos del siglo pasado, se asentaron en la Cordillera Central; por esta
razón a los abuelos siempre se les escuchaba mencionar nombres de lugares y
pueblos aledaños a esta cadena montañosa: Desde San José de Isnos, en el sur
del Huila, hasta la vereda San Marcos en Roncesvalles, Tolima; pasando por
Chaparral, Herrera, Pradera, Barragán, Santa Lucía, Sevilla, Rioblanco,
Planadas. Todos estos lugares estuvieron en los recuerdos de los viejos de las
familias y los citaban cuando llegaba a su memoria alguna anécdota por
comentar.
Por alguna razón, en la mitad del siglo pasado,
parte de la familia que estuvo concentrada en inmediaciones del páramo de
Barragán; se desplazó por la cordillera hasta la vereda El Retiro en Pradera,
después; se acentuaron en el casco urbano del municipio, donde el tío Kiko,
incursionó en las artes gráficas, abriendo la tipografía López, que después se
convirtió en litografía, tras una historia interesante de arduo trabajo
familiar.
En Pradera, la familia del tío echó raíces y
desde pequeño, llegar allá, era para mí, llegar a la casa, llegar donde te
atienden de la mejor manera posible y en donde las charlas con los primos,
abarcan anécdotas familiares y en general temáticas de todo tipo; si hay algo
que extraño por esta época, son esas conversaciones que podían fácilmente llegar
hasta la madrugada.
Llegamos ese viernes del 89, alrededor de las
ocho de la noche donde los primos en Pradera y luego de las amenas charlas, nos
fuimos a dormir para madrugar.
El sábado 23 de diciembre, a las 4 de la
mañana; viajábamos ocho personas; cuatro de Pradera (Luis, Darío, José y Joaquín)
y cuatro de Sevilla, (Papá, Aníbal, Iván y yo) rumbo a la finca La Virgen en el
jeep Willys del primo Joaquín.
Un poco más de tres horas duró el viaje,
pasando por Lomitas, La Feria, El Retiro, hasta llegar a Bolo Azul, allí,
dejamos el carro, alistamos las maletas y emprendimos la caminata por un broche
arriba hasta la finca La Cabaña; una casa abandonada, que quedaba cerca de una
quebrada y a la cual, llegaríamos después de subir una buena cuesta por un
camino y atravesar un bosque de niebla.
Luis, el cuñado de los primos, quien vivía en
Pradera, iba con nosotros; era un intelectual que llevaba varios años
ejerciendo la docencia en su municipio, pero quería conocer esa parte rural y
tal vez, hubiese disfrutado del paisaje muchísimo más, sino fuera porque
llevaba unas botas de caucho que le habían prestado, pero estas, tenían una
talla más grande que la suya, motivo por el cual, le estaban haciendo ver
estrellas a cada paso que daba y esto le estaba dibujando un anillo rojo en las
pantorrillas; sin embargo no decía nada, pero la jornada de largo camino, poco
a poco le haría contar su dificultad .
Llegando al piedemonte, venía bajando hacia
Bolo Azul, el señor encargado de recoger la leche; quien arriaba seis mulas,
iba en un macho y llevaba un caballo aperado que le mandaba don Carlos a mi
primo desde la finca La Virgen, para ahorrarle un buen tramo de caminata a su
compadre, Sin dudarlo el primo José, se subió a la bestia y continuamos el
recorrido hasta llegar a La cabaña.
La casa quedaba encallada, en medio de un
potrero, era de madera y en ella, años antes, según se sabía por los lugareños,
había fallecido trágicamente su moradora en una triste historia de un triángulo
amoroso, donde el amante, no tuvo más opción que fugarse de la casa por una
ventana y enfrentar el frío páramo desnudo hasta perderse entre las montañas
para no volver jamás.
A La Cabaña llegamos a las diez y media de la
mañana, descargamos las cosas en el corredor, descansamos un poco y alistamos
las varas de pesca para llevarlas a una quebrada aledaña mientras el primo
José, quiso quedarse solo a preparar el almuerzo, aunque en su mente no paraba
de pensar en la tragedia sucedida en esa casa y la posibilidad de una presencia
habitando ese lugar.
En esos momentos me encontraba fascinado
conociendo el territorio, entendiendo que Pradera no es solo salsa, plan y
calor, como estaba en mi imaginario, pues allá arriba, se divisa un paisaje
espectacular, donde al voltear una curva del camino, sorprende una laguna en
medio de la nada y un ejército de frailejones custodiando el páramo, te hacen
entender la diversidad del municipio.
Pescamos unas dos horas y subimos a eso de la
una a almorzar a la casa, donde el primo pudo superar sus temores fantasmales y
hacer un almuerzo con arroz, papas cocinadas, tajadas de plátano y sardinas
enlatadas.
No sacamos nada en la quebrada, y después de
almorzar, continuamos el camino porque aún nos faltaban 3 horas más para llegar
a la finca de La Virgen.
Debíamos subir por un camino que poco a poco se
fue rodeando de frailejones, hasta que llegamos a la línea divisoria entre el
Valle y el Tolima.
Pasamos unas lagunas y un poco más adelante, al
voltear a mirar hacia La Línea, veíamos como el lechero con sus mulas, ya de
vuelta, asomaba en el filo de la montaña, mientras las tinas vacías de leche
sonaban al compás de los pasos de las mulas y poco después nos alcanzó.
El lechero se detuvo con su recua y nos
permitió subirnos al anca de las mulas, prendiéndonos de los maderos de la
angarilla, pudiendo así continuar el trayecto hasta La Virgen, que quedaba a
dos horas más de camino. Esto tuvo que haber sido un alivio para Luis, quien
sentía cada vez más el ardor dejado por las botas.
Poco a poco empezamos a bajar por un valle de
verdes exuberantes, hasta que a lo lejos empezamos a divisar el humo de la
chimenea, después el techo y luego todo el contorno de aquella casa.
Era 23 de diciembre y a lo lejos se escuchaban
las melodías parranderas de la época navideña, que salían de ese lugar.
Una capa verde extendida en una peña cerca a la
casa como si se estuviera secando en el tímido sol que caía al atardecer, se
veía desde lejos, luego fueron las voces y la risas que provenían del establo;
en ese momento mi primo, le preguntó al lechero, si sabía de alguna visita
familiar que tuviera don Carlos ese día, pero él, le respondió que al salir en
la mañana, no había nadie aparte de los dueños de casa; sin embargo las risas y
la algarabía se escuchaban cada vez más, hasta que una mirada hacia una de las
cercanas colinas lindantes con la casa, nos hizo sobresaltar; al ver en la
cima, la silueta de un hombre de camuflado con brazalete tricolor, quien al
percatarse que lo observábamos, alzó su brazo, en señal de saludo.
Hubo un silencio en el grupo y poco a poco, al
pasar por los corrales de la casa, comenzamos a ver el panorama completo, se
empezaron a ver hombres armados y camuflados por todos lados, nosotros solo
saludábamos y continuábamos ingresando, hasta llegar al establo, donde una olla
gigantesca, posada sobre unas grandes piedras, concentraban la atención de
varios de ellos, que nos saludaban mientras terminábamos el recorrido en mula y
nos disponíamos a bajarnos y a descargar las maletas.
Don Carlos, el compadre de mi primo, salió a
saludarnos con esa amabilidad campesina, queriendo darnos con su rostro alguna
explicación de lo que estaba pasando; sin embargo, era evidente, un grupo
armado, había escogido de manera unilateral, la casa de don Carlos, para pasar
allí, el día de navidad y ante una decisión de esas, la otra parte, es decir el
campesino, no tiene forma de decir que no le parece la mejor opción, así que al
dueño de casa le tocó recibirlos a todos sin chistar, porque ese, es uno de los
apartes que tiene la ley del monte, conocida muy bien por el campesino
colombiano: Aceptar calladamente las decisiones de los grupos armados como la
única manera de sobrevivir ante la desprotección y la lejanía.
Entramos a la casa y la esposa de don Carlos,
nos dio algo para comer, mi padre llevaba una maleta nueva y grande que le
llamó la atención a uno de los hombres que se encontraban en el lugar y no dudó
en decirle que se la regalara, lo mismo pasó con una linterna. El morral le
dijo que no se lo dejaba porque lo estaba necesitando, pero, le dejó la
linterna también nueva; sin embargo, decían que les dejáramos el mercado que
llevábamos, pero esa remesa la compramos y la cargamos para pasar los días
allá, y principalmente para dejarle a don Carlos y su familia, gran parte de la
ración, por eso el bulto era grande.
La respuesta de mi padre y los primos fue
contundente:
Vamos a quedarnos en una casa más abajo, para
pescar en ese lugar y de regreso mañana, les dejamos las provisiones que nos
queden.
Éramos personas del común que no
representábamos un objetivo para ellos, pero un posible ataque del ejército y
quedar en fuego cruzado, era algo que podría suceder, por esta razón y no dejar
el mercado que con esfuerzo se había llevado para los campesinos, tomamos la
decisión de seguir.
Por fortuna, los primos recordaban, aunque de
forma difusa, la ubicación de una casa río abajo; por esta razón después de
comer, decidimos continuar, a pesar que ya el sol estaba cayendo y el recuerdo
de la distancia hasta la casa que recordaba mi primo, no era muy precisa, pues
habían pasado décadas y solo recordaba que se debía seguir el curso del río
Hereje, que pasaba al lado de la finca donde estábamos.
Uno de los hombres del grupo armado nos dijo
que la casa quedaba a una media hora para ellos que caminaban rápido y que tal
vez, nosotros nos tardáramos la hora completa de recorrido. Las palabras no
sonaron muy sinceras.
Emprendimos camino de nuevo a eso de las 5:30
pm, teníamos que bajar por un sendero que de la casa conducía hasta el río que
estaba a unos cien metros, pasar un puente de madera y seguir por la ribera
hasta encontrar la casa que según la memoria de los primos y la referencia del
hombre, quedaba cerca.
En la travesía, Luis, no pudo más callar el
dolor que le estaba produciendo las botas de caucho y se le notaba la molestia
al dar los pasos, sumado a eso, nos empezamos a adentrar en una zona húmeda,
donde las pisadas se hundían y el esfuerzo era mayor, al punto que las botas se
quedaban enterradas y el pie seguía su paso, teniendo que acudir a sacarlas con
las manos.
Ese contratiempo, nos tomó varios minutos y el
sol cayó, apuramos el paso y Luis no podía con su dolor en los pies; ya había
pasado más de una hora y no llegábamos a la vivienda. La oscuridad llegó y con
ellos la zozobra de no encontrar albergue donde pasar la noche en medio del
páramo, los puntos de referencia que tenía el primo, se fueron poniendo más
difusos y después de caminar 3 horas, desistimos de la búsqueda de la casa y
decidimos dormir en medio de un monte por el cual transitábamos en ese momento
que llegaba hasta la ribera del río “Hereje”.
Por alguna razón, el hombre que tenía fresca la
memoria y la ubicación de la casa, no nos quiso decir el tiempo promedio de
recorrido.
Descargamos todo lo que llevábamos y nos sentamos
rendidos en la oscuridad de la noche, que solo era interrumpida por una sola
linterna que con su chorro atraía los mosquitos en nube.
Mi padre y el primo Joaquín, decidieron caminar
un poco más para ver si encontraban un lugar más plano y propicio donde
tendernos a dormir y el resto del grupo se quedó a la orilla de un enmalezado
camino.
El cansancio nos vencía y con la quietud, los
moscos no demoraron en hacer de las suyas, nos estaban dando una pela de
picotazos en las manos y en la cara, Luis se miraba la inmensa peladura que le
había dejado las botas en sus pantorrillas, ya casi en sangre y mi primo Darío,
uno de sus cuñados le pidió que se quitara las botas y se las remangó, con el
fin de que el borde de la bota, no siguiera haciendo mella en el mismo lugar.
El sonido de la noche en medio de la nada es un
poco asustador, pero en compañía, es más llevadero, lo que si nos estaba
enloqueciendo eran los mosquitos que se las ingeniaban aun para picarnos ahora,
a través de la tela de las camisas y camisetas porque el sudor y el trajín de
la caminada, nos había hecho guardar las chaquetas y buzos hacía rato; pero la
picazón nos estaba haciendo volver a cubrirnos y ya el frio empezaba a
manifestarse con la quietud.
Pasó algo más de media hora cuando regresó mi
padre con el primo Joaquín y parados frente a nosotros nos dijeron emocionados:
¡encontramos la casa!
Nos levantamos, tomamos las cargas y empezamos
a caminar dentro del monte por el sendero enrastrojado, hasta llegar a un
broche que separaba el monte de un potrero, con un camino que conducía a la
casa, unos diez minutos después, llegamos.
No era un jardín que adornaba la casa, era un
cultivo de amapolas que rodeaba el lugar. Era una vieja construcción en
bahareque y madera que aparecía en medio de la oscuridad y la nada. Llegamos
rendidos y descargamos las cosas en el piso de tabla, uno de los primos tomó la
iniciativa, sacó una olla y una panela del mercado y buscó una manguera que
llevaba agua hasta un lavadero cubierto de musgo, lavó la olla y después la
llenó casi completamente, se dirigió hasta la cocina y amontonó unos chamizos
en el fogón, sacó un pequeño cabo de vela que llevaba en uno de los bolsillos
de su morral, luego sacó de su pantalón, una candela estilo Zippo, de esas que
tienen un sonido particular al accionarlas y le dio fuego al cabo de vela,
después regó un poco de parafina líquida sobre los chamizos amontonados y puso
el cabo encendido en la mitad del montón para que fuera prendiendo la leña y
con ello caloriando el fogón. Media hora después, teníamos una olla caliente de
aguapanela recién hecha a la cual le echaron café y la taparon por unos minutos
para dejarlo asentar.
Luego del café, tal vez el más delicioso que me
haya tomado, rendidos organizamos como dormir en el suelo de uno de los cuartos
de esa casa y nos venció el sueño.
El concierto de las aves alrededor del lugar,
nos despertó en la mañana y luego de incorporarnos, salimos del cuarto a ver el
día, el primo hizo la misma rutina para prender el fogón, que poco después
estaba produciendo tinto y luego un desayuno con las provisiones que
llevábamos.
La casa enclavada en la montaña debió ser un
lugar de antiguos colonos del Tolima que años después abandonaron y la tomaron
cosechadores clandestinos de amapola para hacer de las suyas. Las plantas que
quedaban se habían salvado de la extracción y florecían libres del ordeño
colonizando todo los alrededores.
Ese día exploramos el lugar y vimos que el río
estaba cerca, así que organizamos grupos de pesca y nos fuimos a probar suerte
en los charcos.
Las truchas estaban hambrientas de larvas de
avispas y lombrices californianas que llevábamos como carnada y hubo una hora
de la mañana en la cual demorábamos más en adecuar el cebo, que en atrapar una.
La vara erguida apuntando hacia el charco, de un momento a otro se flexionaba
tímidamente y el tirón se sentía en el nylon y en las muñecas, se daba vuelta
al carretel y de nuevo se sentía el tirón, pero esta vez insistentemente y poco
a poco se sacaba la trucha del río.
A medio día nos reunimos en la casa después de
pasar la mañana dispersos en los charcos del río, el primo José había decidido
adelantarse a poner la olla para el almuerzo. Fueron cientos de truchas las que
teníamos entre todos y ahora el almuerzo iba con trucha frita, arroz, papas,
tajadas y aguapanela con leche.
Los platos salían con morro desde la cocina
hasta las chambranas del corredor donde estábamos, estar metido entre el agua
por horas, había despertado el hambre de todos.
Las truchas que se sacaron aunque fueron
numerosas, no eran muy grandes, con un promedio de 20 a 25 centímetros. Después
del almuerzo, las lavamos y salamos con el fin de llevarlas arregladas.
Aunque no teníamos pensado quedarnos en ese
lugar otro día más, decidimos quedarnos porque el río estaba ofreciéndonos su
fruto y se había recorrido mucho para llegar hasta allá, y devolvernos al
siguiente día.
Volvimos al río en la tarde, pero al poco
tiempo empezó a llover y la pesca se hizo escasa además de peligrosa por una
creciente súbita, ya que había lugares encañonados con peñas a lado y lado del
río, donde se transitaba por el borde y en un momento de borrasca, no habría
forma de escapar de ella.
A las 3:00pm, estábamos de nuevo en la casa
escampándonos de la lluvia que se prolongó el resto de día y la noche siguiente
que fue una Nochebuena lejos de la algarabía y las luces de la época; sin
embargo no había silencio, una parte del techo de esa vivienda era de zinc y
los golpeteos del agua sobre el metal, eran ensordecedores cuando arreciaba la
lluvia.
La mañana del 25, luego de desayunarnos con
trucha frita, café con leche en polvo y arroz, subimos la carga a los hombros e
iniciamos el recorrido de vuelta.
A las 11:00 am estábamos cruzando el puente que
comunicaba con el predio de la finca “La Virgen”, se sentía otro ambiente ese
día, ya no se veía la carpa extendida de la peña al lado de la casa y la música
se escuchaba a bajo volumen.
Entramos y saludamos a don Carlos y a su esposa
quienes nos esperaban para ese día, nos dijeron que los muchachos se habían ido
desde temprano.
La conversación con ellos fue amena, nos dieron
almuerzo y les dejamos el mercado que nos sobró y varias truchas.
Don Carlos nos enjalmó un caballo para que
lleváramos la carga, el cual debíamos dejar suelto en uno de los potreros de la
casa en Bolo Azul y, a la 1:00 pm, iniciamos el recorrido hasta el sitio donde
dejamos el carro, sin embargo pensado en que si nos cogía demasiado la noche,
debíamos quedarnos en la casa sola, pero a los primos no les agradaba esa idea
porque conocieron a la señora que había sido asesinada en ese lugar y les
causaba algo de impresión, además de los rumores paranormales de la vivienda.
Eran las 5:30 pm cuando llegamos a la cabaña,
bajaron la carga y guardaron la enjalma en uno de los cuartos, soltaron el
caballo en el potrero, tomamos un poco de alientos y continuamos el camino
rumbo a la carretera.
Esa noche, casi a las 8:00 pm, rendidos de la
caminata y Luis con dos nuevos anillos alrededor de la pantorrilla, un poco más
abajo de los primeros, pero en general, todos bien, llegamos hasta el sitio
donde dejamos el carro.
Subimos las cosas y mi primo prendió el
vehículo para emprender el descenso de 3 horas hasta Pradera en medio de la
noche.
Una de las quebradas que cruzan la carretera se
encontraba demasiado crecida y en la mitad del charco, el carro se nos apagó;
así que después de secos, nos tocó bajarnos y empujar hasta sacar el jeep a la
orilla y luego de varios intentos el carro, volvió a encender.
Pradera también tiene páramo, ¡por supuesto!,
allá arriba se encuentran Las Hermosas y unos paisajes espectaculares que
recuerdo a más de 30 años y que a pesar de los imprevistos, algo que es normal
en las aventuras de un viaje, me hacen anhelar regresar algún día.