Texto de Lisandro Duque Naranjo
Cada que me desconecto, por dos o tres días, de las
noticias procedentes de la ocupación israelita de Gaza, al intentar volver a
estar informado del número de palestinos acribillados, la cifra de éstos crece
muy poco o casi nada. Se pasmó la cantidad de víctimas en 50, ó en 55 mil, hace
rato. Y, sobre todo, en 18 mil los niños. Sin embargo, a medianoche, o a la
mañana del día siguiente, cotidianamente, las noticias informan de un nuevo
bombardeo a un hospital, o a una escuela, o a un cuartel, con 20 ó 35, ó 140
civiles abatidos que el ejército israelí supuso eran un comando de Hamas. Aquí
es donde suelo pensar que la lógica de las noticias parece ser la de un pueblo
conformado estrictamente por guerrilleros, en el que a veces pareciera
deambular algún civil embolatado. Y que éste, además, resulta ser una mujer que
recién ha parido y apenas está intentando deshacerse de la placenta o del
cordón umbilical de la criatura herida que lleva en brazos. Pero eso sí, el
total de muertos sigue siendo 55 mil y los niños abatidos 18 mil. Ni siquiera
ponen 18.001, pues la instrucción es redondear las cifras para enfatizar el
concepto de montonera.
Estoy de acuerdo con Francesca Albanese, la relatora de
la ONU para Palestina, quien la semana pasada dijo que mínimo los muertos en
Gaza deben ser 300 mil, y advertía que era un dato prudente, pues a su juicio
podían ser el doble. Por su parte, Rita Segato estableció recientemente la
distinción entre el holocausto nazi y el genocidio en Gaza: El primero fue en
secreto –de hecho, las tropas soviéticas descubrieron el primer campo de
concentración en 1945, tres años después de existir–, quizás porque los nazis
en cierta medida sentían vergüenza. El segundo, en cambio, es a plena luz,
porque sus autores quieren ejemplarizar. Ambos, de todas formas, son una
vergüenza para la especie humana, pues están inspirados en el odio por los
semejantes a los que consideran inferiores.
Grave cosa eso de ser “el pueblo elegido”, y remontar
los orígenes hasta el Antiguo Testamento, un libro de ficción que, si mucho, da
una referencia todavía muy cercana –no más de 13 siglos previos a la era
cristiana–, esto es, contemporánea de La Odisea de Homero. Esa antigüedad no da
derecho para decidir el exterminio de todos los ciudadanos de la actual
Palestina, tan arcaicos como ellos y hasta primos. Y curiosidad produce
imaginar la manera como los israelitas de Netanyahu se las arreglaron para mantener
una estricta genealogía de sus antepasados. A mí me chirrea esa pureza, mucho
más su lealtad a la causa de Jehová –porque está escrito en las sagradas
escrituras, lo que es una confesión firmada–, que este dios a veces ordenaba
cometer filicidios, o que cuando amanecía malhumorado “ordenaba” diluvios para
que se ahogaran todos los vivientes. Lo salva de su alta criminalidad el que la
tal inundación seguramente fue el efecto de un cambio climático que él –o
quienes lo crearon en la ficción– se autoatribuyó. Pero eso no les da a sus
seguidores la potestad de organizar genocidios sistemáticos cuatro milenios
después.
Ni los Coreguajes, que aún existen, se han atrevido a
tanto en la cuenca amazónica solo porque hicieron su biblia rupestre en
Chiribiquete hace doce milenios. Ni yo, que desciendo del homo sapiens africano
de hace cien mil años.