Derecho de antigüedad

31 de julio de 20250 COMENTARIOS AQUÍ

Texto de Lisandro Duque Naranjo

Cada que me desconecto, por dos o tres días, de las noticias procedentes de la ocupación israelita de Gaza, al intentar volver a estar informado del número de palestinos acribillados, la cifra de éstos crece muy poco o casi nada. Se pasmó la cantidad de víctimas en 50, ó en 55 mil, hace rato. Y, sobre todo, en 18 mil los niños. Sin embargo, a medianoche, o a la mañana del día siguiente, cotidianamente, las noticias informan de un nuevo bombardeo a un hospital, o a una escuela, o a un cuartel, con 20 ó 35, ó 140 civiles abatidos que el ejército israelí supuso eran un comando de Hamas. Aquí es donde suelo pensar que la lógica de las noticias parece ser la de un pueblo conformado estrictamente por guerrilleros, en el que a veces pareciera deambular algún civil embolatado. Y que éste, además, resulta ser una mujer que recién ha parido y apenas está intentando deshacerse de la placenta o del cordón umbilical de la criatura herida que lleva en brazos. Pero eso sí, el total de muertos sigue siendo 55 mil y los niños abatidos 18 mil. Ni siquiera ponen 18.001, pues la instrucción es redondear las cifras para enfatizar el concepto de montonera.

Estoy de acuerdo con Francesca Albanese, la relatora de la ONU para Palestina, quien la semana pasada dijo que mínimo los muertos en Gaza deben ser 300 mil, y advertía que era un dato prudente, pues a su juicio podían ser el doble. Por su parte, Rita Segato estableció recientemente la distinción entre el holocausto nazi y el genocidio en Gaza: El primero fue en secreto –de hecho, las tropas soviéticas descubrieron el primer campo de concentración en 1945, tres años después de existir–, quizás porque los nazis en cierta medida sentían vergüenza. El segundo, en cambio, es a plena luz, porque sus autores quieren ejemplarizar. Ambos, de todas formas, son una vergüenza para la especie humana, pues están inspirados en el odio por los semejantes a los que consideran inferiores.

Grave cosa eso de ser “el pueblo elegido”, y remontar los orígenes hasta el Antiguo Testamento, un libro de ficción que, si mucho, da una referencia todavía muy cercana –no más de 13 siglos previos a la era cristiana–, esto es, contemporánea de La Odisea de Homero. Esa antigüedad no da derecho para decidir el exterminio de todos los ciudadanos de la actual Palestina, tan arcaicos como ellos y hasta primos. Y curiosidad produce imaginar la manera como los israelitas de Netanyahu se las arreglaron para mantener una estricta genealogía de sus antepasados. A mí me chirrea esa pureza, mucho más su lealtad a la causa de Jehová –porque está escrito en las sagradas escrituras, lo que es una confesión firmada–, que este dios a veces ordenaba cometer filicidios, o que cuando amanecía malhumorado “ordenaba” diluvios para que se ahogaran todos los vivientes. Lo salva de su alta criminalidad el que la tal inundación seguramente fue el efecto de un cambio climático que él –o quienes lo crearon en la ficción– se autoatribuyó. Pero eso no les da a sus seguidores la potestad de organizar genocidios sistemáticos cuatro milenios después.

Ni los Coreguajes, que aún existen, se han atrevido a tanto en la cuenca amazónica solo porque hicieron su biblia rupestre en Chiribiquete hace doce milenios. Ni yo, que desciendo del homo sapiens africano de hace cien mil años.

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