Texto de Lisandro Duque Naranjo
Voy a hacer una confesión que nadie me está pidiendo,
que a la mayoría no le importa, y lo hago con el impudor de no estarlos mirando
a los ojos, sino favorecido por mi condición anónima, imperceptible entre la
muchedumbre que circula, respectivamente, en los aeropuertos José Martí, de La
Habana, y El Dorado, de Bogotá, en estos días de diciembre: entré al club de
los que necesitan sillas de ruedas en los aeropuertos. Empiezo por el final: el
jueves 11 de diciembre, a las 11 de la noche, al regresar de Cuba –en donde
acepté una invitación de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL),
para homenajear a colegas fallecidos, más concretamente al último de ellos, o
si acaso el penúltimo, Manolito Pérez Paredes–, fue mi segunda vez que utilicé
el servicio de silla de ruedas del que ahora presento constancia. La primera,
sobre la que guardé silencio, había sido también en un regreso de Cuba hace
tres años. Y no fue, igual que la de ahora, por una luxación pasajera, sino por
la senectud que se me ha venido encima.
Ya poco me acuerdo de los aeropuertos europeos y tal
vez no vuelva. Sobre todo, estos han convertido las terminales internacionales
en verdaderos latifundios de pisos brillantes. Además, obligan a los pasajeros
–diría que por kilómetros– a verdaderas peregrinaciones, o maratones,
arrastrando sus equipajes de mano, hasta las zonas de inmigración. Todavía más
si los aviones son de Colombia, que deben parquear lo más lejos posible de los
humanos, en una zona de cuarentena moral en la que los guardias les examinan
hasta las latas de mentolato, que se les antoja de fentanilo. También sufren
raqueteo exhaustivo en Europa Occidental los europeos no comunitarios
–albaneses, rumanos, todos los de países no-schengen– hasta encontrarles sus
pasaportes falsos.
Ya a ciertas edades uno se funde. Yo, que cumplí 81,
pude sentirme como un mozalbete en ese recorrido imprevisible en silla de
ruedas (cocinas, talleres, in bonds) pues la otra persona beneficiaria de ese
servicio fue una anciana de 94, muy locuaz, que me habló de sus 10 hijos, 24
nietos y 9 biznietos. Creo que lo único que me hizo sentir juvenil es que tengo
apenas un solo nieto. Lo más divertido fue cuando en La Habana los “silleteros”
empezaron a rotarse las sillas entre unos y otros y nos lanzaban como si
estuvieran jugando bolos. La anciana estaba feliz. Cuando me quejé, el empleado
me dijo: “tranquilo, lo impoltante es que no se deje cael”. Creo que con mi
silla se hizo una moñona.
Incluso si transcurriera poco tiempo, creo que voy a
comenzar a solicitar el servicio de silla de ruedas en viajes nacionales. Yo
aguanto caminando, sin maletas de ruedas, máximo cuatro cuadras si son planas
–soy pasista–, pero en cuesta, una cuadra. Al comienzo, no es dificultad de
caminar, sino pereza. La quietud al comienzo es sicológica, por ahí empieza: la
última vez que estuve en NY, fue en 2017, y teniendo cerca del hotel el Central
Park, me dije: “voy a caminar el Central Park”. Pero a la cuadra, me dije: “yo
ya lo conozco, ¿para qué voy a ir?”. Y me devolví a la habitación a ver
televisión. Grave cosa. Y por ahí empezó mi condición de adulto mayor. No
volveré, y no creo que esa ciudad cambie mayormente de ánimo si no la visito.
Dice el adagio: “No hables mal de ti mismo en
público, porque la gente va a creerte. De la misma manera que cuando hablas
bien de ti, no te creen”.


»