.El
periodista Wbeimar Muñoz Ceballos narra entre el dolor y la melancolía. Crónica
en Sevilla suenan las campanas
Mi pueblo
(Sevilla, Valle) fue fundado en 1903 por colonos del suroeste antioqueño,
quienes legaron a quienes allí nacimos todo el empuje de la raza. Es
paradójico, pero en una tierra valluna, impera el acento paisa y sus
costumbres. Se puede comparar con cualquier municipio montañero, donde se
cultive el café.
Sus habitantes en la década de los 50, que
corresponde a mi niñez, andaban de carriel, ruana y alpargatas; machete al
cinto, zurriago y la paciencia característica de los arrieros cuando llegaban
al mercado de la plaza de La Concordia, para vender sus sacos del que era en
aquel entonces el principal producto de exportación del país.
Como está recostado en un filo de la Cordillera
Central, las noches y madrugadas eran precedidas por una neblina espesa, que
hacía más lóbrega aún esa época de la violencia política, que fue
particularmente intensa en Sevilla. Desde muy temprano se escucha el tañido de
las campanas en la iglesia gótica del pueblo, cuyo párroco era Víctor
Buenaventura Nates, un personaje ultraconservador que más parecía en
un discurso a un servidor de la Inquisición de Torquemada, que a un pastor de
almas. Con el tiempo ese amo y señor de la honra de la gente, fue nombrado
obispo de Palmira y aseguraban los piadores que murió en olor de santidad.
Desde Tuluá las matanzas de campesinos eran
dirigidas por José María Lozano
a quien mucho admiraba Buenaventura, porque según él comulgaba todos los días.
(Lozano es el triste personaje de la obra de Gustavo Álvarez Gardeazábal
“Cóndores no entierran todos los días”). Los dueños de las fincas y sus trabajadores eran obligados a
desplazarse hacia el área urbana. No faltaban dos o tres masacres por semana,
con una crueldad que después emularon los narcotraficantes de los 80 y 90.
El “corte de franela” era un distintivo de aquel entonces.
Las tierras se desvalorizaban por el abandono y allí entraban en acción muchos
gamonales del Norte del Valle, quienes pasaban a ser terratenientes con una
mínima inversión.
Recuerdo a un medico español de apellido Bardaji, quien había sido nombrado
como legista. Muy allegado a nuestras familias, contaba horrorizado toda la
monstruosidad de los sicarios de esos años y decía que los campos de
concentración alemanes de la Segunda Guerra Mundial, eran un simple recreo
comparados con el abyecto proceder de esos animales que fungían de seres
humanos y a quienes había que hacerles venia, cuando al caminar como pavos
reales por las principales calles después de las 7:00 p.m., cuando no quedaba
un alma buena en ellas y todos se limitaban a mirar por las hendijas y a
especular sobre quien sería la próxima victima, en una pesadilla que parecía no
tener fin.
Mucho, me marco esa época. En mi mente de niño no
cabía que a un ser humano se le quitara la vida, como si fuera un novillo que
va inexorablemente al matadero. Allí no sólo cercenaron muchas cabezas, sino
también el progreso de una región que aún hoy, parece estar detenida en el
tiempo. Fueron emigrando las familias más distinguidas y los pocos
intelectuales, entre quienes había pintores, compositores, grandes solistas
instrumentales y vocales y un grupo de profesores muy valiosos, encabezados por
el ex presidente del Ecuador José
María Velasco Ibarra,
quien estaba asilado por esos tiempos en Colombia. Con ellos se fue gran parte
del futuro y Sevilla se quedó sin quien le cantara por lo menos a la poca
vida que quedaba.
En las últimas décadas fueron llegando miles de
recogedores de café, provenientes de otros departamentos y hoy se puede
asegurar, que por constituir una población flotante, no entienden que es el
sentido de pertenencia.
Hace pocos años volvimos al terruño de la infancia
y comprobamos que mucho y poco ha cambiado con el tiempo. La música de las
cantinas sigue siendo de carrilera, matizada por las viejas canciones de Leo Marini, Hugo Romani, Olimpo Cárdenas,
Julio Jaramillo, Carlos Gardel, Agustín Irusta y las pianolas suenan
con la estridencia de siempre. El aroma de los eucaliptos de la escuela
publica, se fue de la mano del recuerdo cuando a alguien le dio por pasarlos a
mejor vida. El abandono de la administración departamental es casi igual al de
siempre. En las afueras del pueblo la voz del poeta Lino Gil Jaramillo sigue viva desde que escribió: “En las tardes serenas el Cauca de tus calles
hermoso se ve, como undívaga cinta de plata que adornara graciosa tus pies”.
Se apagó la voz de un niño que luchó contra la dictadura de Rojas (Alberto Parra), quien aseguraba que como la libertad estaba en
ciernes “salió a
enfrentar su garganta a los fusiles”.
Está en silencio el violín de Oscar Toro Echeverri de cuyas
cuerdas salían distintas las notas de Antioqueñita. Su hermano Hugo fue acallado por la violencia y no pudo volver a
componer sus Serenatas Sevillanas.
Las pocas fábricas que se habían instalado en el pueblo, se fueron con la
neblina. De los amigos de antaño quedan dos o tres, que ven como de la “Capital Cafetera de Colombia” sólo
queda el nombre. El pueblo creció en medio del caos arquitectónico, como si no
tuviera dolientes. La niñez es igual a la de hoy, pero no tiene que soportar el
contubernio iglesia-policía-“pájaros”. No sabe quien fue Gardel y desdeña su música porque
con los Beatles de los 60 el gusto musical cambió. En su mundo, como entonces,
“la pobreza sigue cantando su canción de cuna”. Los cafeteros siguen con la
esperanza de que la OIC, aumente los precios internacionales. Esa población
flotante de hoy no se siente orgullosa del pueblo e ignora el amor con que Epifanio Mejía le compuso un himno
al “pueblo de la dura cerviz”.
La vía que comunica a Cali con Bogotá hizo un
recorte en el sitio “El Alambrado” y ya los viajeros no pasan por
Sevilla. De su pujanza e ilusiones de mi niñez sólo queda el eco de Robledo Ortiz porque “siquiera se murieron los abuelos”.
Muchos de ellos desaparecieron en ese periodo de la violencia política y en el
Cielo todavía no saben cual fue su pecado. Y hasta murió “Veneno”, el personaje más
conocido de Sevilla, un borrachito que no supo quien fue José María Lozano, porque él
estaba muy ocupado cambiando un trago de aguardiente por un grito destemplado
de “Viva Sevilla, pueblo querido y pavimentado”.
Se esfumaron tantas cosas que una noche me senté en
una banca del Parque de la Concordia. La cinta maravillosa de la evocación
trajo mil imágenes. Y me quebré hasta las lágrimas al confirmar que el ser
humano es feliz en la infancia porque no tiene conciencia de sí mismo.
- Tomado del Periódico El Colombiano, Pagina 10. Sábado 24 de diciembre de 2005.
- Texto digitalizado por el arqueólogo de las palabras: Álvaro Noreña Jiménez, septiembre 4 de 2012.