Se llamaba Mario Pineda

22 de junio de 20250 COMENTARIOS AQUÍ

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 “Ilustre periodista sevillano, hijo de Don Arístides Pineda, el dueño de la Cafetería el Polo, de Sevilla, Valle, lugar donde se reunía la intelectualidad sevillana de aquellas calendas.” Gustavo Noreña Jiménez  

Se llamaba Mario Pineda. Tenía 43 años y dirigía en Sevilla un periodiquito semanal de cuatro hojas donde denunciaba sin contemplaciones cuanto peculado, anomalía o atropello se presentaba en ese municipio vallecaucano. Era un destacado vocero del Nuevo Liberalismo de la localidad y un dirigente cívico en todo el sentido de la palabra: presidente de la liga de atletismo; tesorero de la Junta Municipal de Deportes; fundador del centro cultural José Martí; directivo del grupo ecológico de Sevilla y coordinador zonal de Alcohólicos Anónimos.

Texto de   Enrique Santos Calderón, 11 de diciembre de 2004, Archivo Digital EL TIEMPO

El viernes 4 de noviembre a las 5 y 30 de la tarde, Mario Pineda fue asesinado en pleno centro de la ciudad por un individuo que le hizo tres disparos por la espalda y luego se alejó caminando ante la mirada atónita de numerosos testigos que hasta el día de hoy no se han atrevido a abrir la boca. Pineda se dirigía al centro cultural para ultimar los detalles de un concurso de cuento local, y venía de organizar una maratón de acción comunal para ese fin de semana.

Llevaba en la mano los números de los participantes en la carrera, que se esparcieron ensangrentados sobre el pavimento. El crimen ha conmovido a Sevilla y la muerte de Pineda ha enardecido a una ciudadanía que apreciaba su honestidad personal y el valor con que asumía en su periódico la defensa de la comunidad.

Hablando con personas que lo conocían bien, leyendo ejemplares de su publicación, se entiende que a Mario Pineda no le faltaban enemigos. La Razón es poco más que una hoja volante glorificada, pero constituye un ejemplo insuperable de lo que debe ser la verdadera función moralizadora y fiscalizadora de la prensa. No transige con nadie ni con nada en la denuncia frontal de cualquier irregularidad en la administración municipal. Peculados en la tesorería, despilfarro del presupuesto, abusos en los servicios públicos, todo es ventilado con nombres propios y lujo de detalles en las páginas de su periódico. El último número, que salió a la luz un día después de su muerte, estaba dedicado a enjuiciar componendas clientelistas en el Concejo Municipal.

¿Quién asesinó a Mario Pineda y por qué? Como en el vallenato de Escalona sobre el robo de la custodia de Badillo, “todavía no han dicho quién es el ratero, aunque todos saben quiénes pueden ser”.  Atemorizada por un régimen de extorsión, amenazas y que hace años impera en Sevilla, la gente no se atreve a vocear públicamente las sospechas que todos expresan en privado. Prefiere recordar que hace un mes Pineda fue retenido por el comandante de la Policía, quien lo amenazó de muerte si lo llegaba a denunciar en “ese h…de p…pasquín”. O señalar que la zona céntrica donde fue abaleado cuenta siempre con la presencia de por lo menos dos agentes de Policía, pero que ese día, curiosamente, no había vigilancia alguna. O informar que, durante el velorio en casa de Pineda, la Policía hizo varias apariciones para detallar en forma desafiante y provocadora a todos los presentes. O traer a cuento los numerosos asesinatos que ha habido en los últimos meses de personas que tenían problemas de diferente índole con las autoridades de Policía. O informar que hace más de dos años el coordinador regional del Nuevo Liberalismo, Arturo Arango Vélez, denunció la actividad delincuencial de elementos del F-2 y de la Policía en el extenso memorial ante la Secretaría de Gobierno Departamental. Basta con saber que el propio Arango Vélez ha sido amenazado varias veces y hoy se considera como sentenciado a muerte.

Como periodista y como dueño de un café que es un activo centro social de Sevilla, Mario Pineda sabía demasiado. Sabía demasiado sobre la corrupción de los encargados de velar por la moral pública y sobre las andanzas criminales de los responsables de combatir el crimen. No era guerrillero ni terrorista, no era mafioso ni secuestrador, era simplemente un líder cívico, un defensor de la comunidad y un periodista sin pelos en la lengua. Y por eso lo eliminaron.

Cuando comienzan a matar gente como Mario Pineda, hay que preguntarse seriamente qué le está pasando a este país. ¿Para dónde vamos cuando son los ejemplares ciudadanos los que comienzan a ser eliminados? Porque ese era Mario Pineda: un ciudadano ejemplar. Tanto, que el propio alcalde de Sevilla, al que fustigaba a cada rato en su periódico, expidió un decreto honrando la memoria de “este desvelado desinteresado escritor e inmaculado deportista”. Y el Concejo Municipal, que tampoco escapó a sus implacables dardos, también honró su memoria. Y hasta el Cuerpo de Bomberos Voluntarios...

Pero hoy Mario Pineda ya no está ahí. Fue muerto por la espalda en plena vía pública, a la vista de decenas de personas, por un sicario que actuó con plena impunidad y desapareció con toda tranquilidad. No hay pistas, no hay sindicados, no hay detenidos.

¿Un asesinato más, como tantos otros que se registran a diario en Colombia? No. Esto es algo más serio e inquietante. El país debería reflexionar sobre este crimen y exigir su aclaración inmediata. Porque la muerte de Mario Pineda es un desafío a la justicia y una afrenta a la comunidad. Si este cobarde asesinato también queda impune, habremos retrocedido más de lo que se piensa.

El texto anterior lo publique hace 21 años, en noviembre de 1983, pocos días después del asesinato de Mario Pineda. Fue la primera vez que escribí sobre la muerte violenta de un periodista porque el caso de Pineda me impactó profundamente. No concebía que se pudiera eliminar así no más a una persona que defendía de manera tan vertical y honesta los intereses de su comunidad. Y me parecía inconcebible que semejante crimen fuera a quedar sin castigo.

Por desgracia, fue la primera, pero no la última, de muchas columnas que en los siguientes veinte años escribiría sobre el asesinato de periodistas en Colombia. Raúl Echavarría, subdirector del Occidente de Cali, en 1986; Guillermo Cano, director de El Espectador, en 1986; Silvia Duzán, reportera de la BBC, en 1991; Eustorgio Colmenares, director de La Opinión de Cúcuta, en 1993; Gerardo Bedoya, subdirector de El País de Cali, en 1997. La lista de los colegas caídos en el cumplimiento de su oficio es tan larga como desoladora. Y lo que me parecía inconcebible en el caso de Mario Pineda (sobre todo cuando había tantos indicios sobre los autores de su muerte), se volvió la regla general: la impunidad. La inmensa mayoría de los crímenes cometidos contra periodistas en los últimos veinte años en Colombia han quedado sin castigo. En el mejor de los casos que son bien pocos se ha logrado capturar a los autores materiales, al vulgar sicario pagado que aprieta el gatillo, pero nunca al autor intelectual: al que ordena silenciar al periodista por la vía del asesinato.

Un ejemplo revelador y reciente de esta escandalosa impunidad es la muerte de Orlando Sierra Hernández, subdirector y columnista de La Patria de Manizales, con el que arranca este importante libro de Jorge González y Jairo Lozano, dos periodistas que en buena hora se propusieron rescatar la memoria de tantos colegas caídos en cumplimiento de su deber. Orlando Sierra fue asesinado a plena luz del día, en el centro de Manizales, mientras conversaba con su hija, frente a la sede del diario donde escribía sus frontales columnas contra la corrupción política local.

El asesino material fue capturado pocos minutos después, con el revólver aún caliente, y sin embargo, más de dos años después de este crimen que conmovió a Manizales, y pese a todos los indicios que señalaban que su autoría intelectual había que buscarla en los sectores políticos que Sierra venía denunciado sin contemplaciones, y a la aberrante circunstancia de que varias personas vinculadas a la investigación han sido asesinadas, la justicia no ha logrado desentrañar quién mandó matar a Orlando Sierra Hernández.

Y es esta flagrante impunidad la que alimenta la persistente violencia contra la prensa; la que desnuda la impotencia del Estado; la que pone de presente las profundas fallas de un sistema de justicia que no ha logrado condenar a un solo autor intelectual de la muerte de más de treinta periodistas en los últimos cinco años.

Se dirá que tanto la violencia como la impunidad son fenómenos que afectan al conjunto de la sociedad colombiana. Y es cierto. Como lo es que no todos los periodistas asesinados en estos años lo han sido por razones de oficio. No todos los que han muerto son mártires de la libertad de prensa. No están todos los que son, ni son todos los que están. Muchos comunicadores han sido víctimas de la inseguridad generalizada que padece el país; de motivos personales, de crímenes pasionales, e incluso por estar involucrados en actividades ilícitas.

Pero el grueso de nuestros colegas muertos, amenazados o exiliados, lo han sido por razones de su profesión. Y cuando se asesina a un periodista por cumplir con su deber, es la sociedad entera la que debe sentirse aludida. Debe entender el siniestro mensaje que ese crimen encierra, porque se quiere silenciar la voz de los que no tienen voz.

La larga tradición de libertad de prensa que ha tenido Colombia se ha visto empañada, en las últimas tres décadas, por la sistemática violencia que se ha ensañado contra los medios de comunicación. Una violencia de origen diverso mafioso, guerrillero, paramilitar, político u oficial que ha tenido el propósito común de agredir a los medios informativos en el cumplimiento de su esencial función de interpretar a la comunidad y defender el bien público.

Las amenazas que ha afrontado y afronta la libertad de prensa en Colombia, tienen un rasgo particular, que puede diferenciarla del resto del hemisferio. Porque provienen, en su gran mayoría, de grupos al margen de la ley. No es una violencia de origen estatal u oficial. Y sin ignorar o minimizar la cuota de responsabilidad que le cabe a miembros de la fuerza pública en muchos de los crímenes que aquí se han cometido contra los periodistas, no se puede afirmar que el Estado colombiano haya perseguido la libertad de expresión. El Estado, los sucesivos gobiernos, no han pecado por acción sino por omisión. Por su incapacidad para garantizar condiciones adecuadas de seguridad para el ejercicio de la profesión. Y, sobre todo, por su lastimosa incapacidad para castigar a quienes matan, secuestran y amenazan periodistas.

En los años 80 la principal fuente de violencia contra la prensa provino del narcotráfico. En la década del 90 el conflicto armado y los grupos armados ilegales guerrilla y paramilitares se convirtieron en la principal causa de esta violencia. En los últimos cinco años, sin embargo, el mayor número de periodistas asesinados lo han sido por su denuncia de la corrupción política de sus regiones. Y es que los políticos corruptos han aprendido a pescar en el río revuelto del conflicto armado y aprovechan el fuego cruzado para ajustar cuentas con quienes han denunciado sus fechorías y corruptelas.

No se trata, en fin, de reclamar privilegios o status especiales para los periodistas. Ni de que creamos estar por encima del resto de los colombianos, pero cuando matan a un miembro de la prensa por contar la verdad, por denunciar la corrupción política, por criticar la barbarie de los grupos armados, por cuestionar las injusticias, se está lesionando a la comunidad en su conjunto. Se está eliminando a quienes han asumido la vocería del interés general. Como silenciaron a Mario Pineda un noviembre de 1983. Crimen que permanece impune. Como el de tantos otros hombres y mujeres de la prensa colombiana, cuyos ejemplos y nombres este libro rescata de manera tan precisa como oportuna.

Tomado de: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1534052

Foto de Mario Pineda, publicada por el Tiempo.

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