“Ilustre periodista sevillano, hijo de Don Arístides Pineda, el dueño de la Cafetería el Polo, de Sevilla, Valle, lugar donde se reunía la intelectualidad sevillana de aquellas calendas.” Gustavo Noreña Jiménez
Se llamaba Mario Pineda. Tenía 43 años y dirigía en
Sevilla un periodiquito semanal de cuatro hojas donde denunciaba sin
contemplaciones cuanto peculado, anomalía o atropello se presentaba en ese
municipio vallecaucano. Era un destacado vocero del Nuevo Liberalismo de la
localidad y un dirigente cívico en todo el sentido de la palabra: presidente de
la liga de atletismo; tesorero de la Junta Municipal de Deportes; fundador del
centro cultural José Martí; directivo del grupo ecológico de Sevilla y coordinador
zonal de Alcohólicos Anónimos.
Texto de Enrique Santos Calderón, 11 de diciembre de
2004, Archivo Digital EL TIEMPO
El viernes 4 de noviembre a las 5 y 30 de la tarde,
Mario Pineda fue asesinado en pleno centro de la ciudad por un individuo que le
hizo tres disparos por la espalda y luego se alejó caminando ante la mirada
atónita de numerosos testigos que hasta el día de hoy no se han atrevido a
abrir la boca. Pineda se dirigía al centro cultural para ultimar los detalles
de un concurso de cuento local, y venía de organizar una maratón de acción
comunal para ese fin de semana.
Llevaba en la mano los números de los participantes en
la carrera, que se esparcieron ensangrentados sobre el pavimento. El crimen ha
conmovido a Sevilla y la muerte de Pineda ha enardecido a una ciudadanía que
apreciaba su honestidad personal y el valor con que asumía en su periódico la
defensa de la comunidad.
Hablando con personas que lo conocían bien, leyendo
ejemplares de su publicación, se entiende que a Mario Pineda no le faltaban
enemigos. La Razón es poco más que una hoja volante glorificada, pero
constituye un ejemplo insuperable de lo que debe ser la verdadera función
moralizadora y fiscalizadora de la prensa. No transige con nadie ni con nada en
la denuncia frontal de cualquier irregularidad en la administración municipal.
Peculados en la tesorería, despilfarro del presupuesto, abusos en los servicios
públicos, todo es ventilado con nombres propios y lujo de detalles en las
páginas de su periódico. El último número, que salió a la luz un día después de
su muerte, estaba dedicado a enjuiciar componendas clientelistas en el Concejo
Municipal.
¿Quién asesinó a Mario Pineda y por qué? Como en el
vallenato de Escalona sobre el robo de la custodia de Badillo, “todavía no han
dicho quién es el ratero, aunque todos saben quiénes pueden ser”. Atemorizada por un régimen de extorsión,
amenazas y que hace años impera en Sevilla, la gente no se atreve a vocear
públicamente las sospechas que todos expresan en privado. Prefiere recordar que
hace un mes Pineda fue retenido por el comandante de la Policía, quien lo amenazó
de muerte si lo llegaba a denunciar en “ese h…de p…pasquín”. O señalar que la
zona céntrica donde fue abaleado cuenta siempre con la presencia de por lo
menos dos agentes de Policía, pero que ese día, curiosamente, no había
vigilancia alguna. O informar que, durante el velorio en casa de Pineda, la
Policía hizo varias apariciones para detallar en forma desafiante y provocadora
a todos los presentes. O traer a cuento los numerosos asesinatos que ha habido
en los últimos meses de personas que tenían problemas de diferente índole con
las autoridades de Policía. O informar que hace más de dos años el coordinador
regional del Nuevo Liberalismo, Arturo Arango Vélez, denunció la actividad
delincuencial de elementos del F-2 y de la Policía en el extenso memorial ante la
Secretaría de Gobierno Departamental. Basta con saber que el propio Arango
Vélez ha sido amenazado varias veces y hoy se considera como sentenciado a
muerte.
Como periodista y como dueño de un café que es un
activo centro social de Sevilla, Mario Pineda sabía demasiado. Sabía demasiado
sobre la corrupción de los encargados de velar por la moral pública y sobre las
andanzas criminales de los responsables de combatir el crimen. No era
guerrillero ni terrorista, no era mafioso ni secuestrador, era simplemente un
líder cívico, un defensor de la comunidad y un periodista sin pelos en la
lengua. Y por eso lo eliminaron.
Cuando comienzan a matar gente como Mario Pineda, hay
que preguntarse seriamente qué le está pasando a este país. ¿Para dónde vamos
cuando son los ejemplares ciudadanos los que comienzan a ser eliminados? Porque
ese era Mario Pineda: un ciudadano ejemplar. Tanto, que el propio alcalde de
Sevilla, al que fustigaba a cada rato en su periódico, expidió un decreto
honrando la memoria de “este desvelado desinteresado escritor e inmaculado
deportista”. Y el Concejo Municipal, que tampoco escapó a sus implacables dardos,
también honró su memoria. Y hasta el Cuerpo de Bomberos Voluntarios...
Pero hoy Mario Pineda ya no está ahí. Fue muerto por la
espalda en plena vía pública, a la vista de decenas de personas, por un sicario
que actuó con plena impunidad y desapareció con toda tranquilidad. No hay
pistas, no hay sindicados, no hay detenidos.
¿Un asesinato más, como tantos otros que se registran a
diario en Colombia? No. Esto es algo más serio e inquietante. El país debería
reflexionar sobre este crimen y exigir su aclaración inmediata. Porque la
muerte de Mario Pineda es un desafío a la justicia y una afrenta a la
comunidad. Si este cobarde asesinato también queda impune, habremos retrocedido
más de lo que se piensa.
El texto anterior lo publique hace 21 años, en
noviembre de 1983, pocos días después del asesinato de Mario Pineda. Fue la
primera vez que escribí sobre la muerte violenta de un periodista porque el
caso de Pineda me impactó profundamente. No concebía que se pudiera eliminar
así no más a una persona que defendía de manera tan vertical y honesta los
intereses de su comunidad. Y me parecía inconcebible que semejante crimen fuera
a quedar sin castigo.
Por desgracia, fue la primera, pero no la última, de
muchas columnas que en los siguientes veinte años escribiría sobre el asesinato
de periodistas en Colombia. Raúl Echavarría, subdirector del Occidente de Cali,
en 1986; Guillermo Cano, director de El Espectador, en 1986; Silvia Duzán,
reportera de la BBC, en 1991; Eustorgio Colmenares, director de La Opinión de
Cúcuta, en 1993; Gerardo Bedoya, subdirector de El País de Cali, en 1997. La
lista de los colegas caídos en el cumplimiento de su oficio es tan larga como
desoladora. Y lo que me parecía inconcebible en el caso de Mario Pineda (sobre
todo cuando había tantos indicios sobre los autores de su muerte), se volvió la
regla general: la impunidad. La inmensa mayoría de los crímenes cometidos
contra periodistas en los últimos veinte años en Colombia han quedado sin
castigo. En el mejor de los casos que son bien pocos se ha logrado capturar a
los autores materiales, al vulgar sicario pagado que aprieta el gatillo, pero
nunca al autor intelectual: al que ordena silenciar al periodista por la vía
del asesinato.
Un ejemplo revelador y reciente de esta escandalosa
impunidad es la muerte de Orlando Sierra Hernández, subdirector y columnista de
La Patria de Manizales, con el que arranca este importante libro de Jorge
González y Jairo Lozano, dos periodistas que en buena hora se propusieron
rescatar la memoria de tantos colegas caídos en cumplimiento de su deber.
Orlando Sierra fue asesinado a plena luz del día, en el centro de Manizales,
mientras conversaba con su hija, frente a la sede del diario donde escribía sus
frontales columnas contra la corrupción política local.
El asesino material fue capturado pocos minutos
después, con el revólver aún caliente, y sin embargo, más de dos años después
de este crimen que conmovió a Manizales, y pese a todos los indicios que
señalaban que su autoría intelectual había que buscarla en los sectores
políticos que Sierra venía denunciado sin contemplaciones, y a la aberrante
circunstancia de que varias personas vinculadas a la investigación han sido
asesinadas, la justicia no ha logrado desentrañar quién mandó matar a Orlando
Sierra Hernández.
Y es esta flagrante impunidad la que alimenta la
persistente violencia contra la prensa; la que desnuda la impotencia del
Estado; la que pone de presente las profundas fallas de un sistema de justicia
que no ha logrado condenar a un solo autor intelectual de la muerte de más de
treinta periodistas en los últimos cinco años.
Se dirá que tanto la violencia como la impunidad son
fenómenos que afectan al conjunto de la sociedad colombiana. Y es cierto. Como
lo es que no todos los periodistas asesinados en estos años lo han sido por
razones de oficio. No todos los que han muerto son mártires de la libertad de
prensa. No están todos los que son, ni son todos los que están. Muchos
comunicadores han sido víctimas de la inseguridad generalizada que padece el
país; de motivos personales, de crímenes pasionales, e incluso por estar involucrados
en actividades ilícitas.
Pero el grueso de nuestros colegas muertos, amenazados
o exiliados, lo han sido por razones de su profesión. Y cuando se asesina a un
periodista por cumplir con su deber, es la sociedad entera la que debe sentirse
aludida. Debe entender el siniestro mensaje que ese crimen encierra, porque se
quiere silenciar la voz de los que no tienen voz.
La larga tradición de libertad de prensa que ha tenido
Colombia se ha visto empañada, en las últimas tres décadas, por la sistemática
violencia que se ha ensañado contra los medios de comunicación. Una violencia
de origen diverso mafioso, guerrillero, paramilitar, político u oficial que ha
tenido el propósito común de agredir a los medios informativos en el
cumplimiento de su esencial función de interpretar a la comunidad y defender el
bien público.
Las amenazas que ha afrontado y afronta la libertad de
prensa en Colombia, tienen un rasgo particular, que puede diferenciarla del
resto del hemisferio. Porque provienen, en su gran mayoría, de grupos al margen
de la ley. No es una violencia de origen estatal u oficial. Y sin ignorar o
minimizar la cuota de responsabilidad que le cabe a miembros de la fuerza
pública en muchos de los crímenes que aquí se han cometido contra los
periodistas, no se puede afirmar que el Estado colombiano haya perseguido la libertad
de expresión. El Estado, los sucesivos gobiernos, no han pecado por acción sino
por omisión. Por su incapacidad para garantizar condiciones adecuadas de
seguridad para el ejercicio de la profesión. Y, sobre todo, por su lastimosa
incapacidad para castigar a quienes matan, secuestran y amenazan periodistas.
En los años 80 la principal fuente de violencia contra
la prensa provino del narcotráfico. En la década del 90 el conflicto armado y
los grupos armados ilegales guerrilla y paramilitares se convirtieron en la
principal causa de esta violencia. En los últimos cinco años, sin embargo, el
mayor número de periodistas asesinados lo han sido por su denuncia de la
corrupción política de sus regiones. Y es que los políticos corruptos han
aprendido a pescar en el río revuelto del conflicto armado y aprovechan el fuego
cruzado para ajustar cuentas con quienes han denunciado sus fechorías y
corruptelas.
No se trata, en fin, de reclamar privilegios o status
especiales para los periodistas. Ni de que creamos estar por encima del resto
de los colombianos, pero cuando matan a un miembro de la prensa por contar la
verdad, por denunciar la corrupción política, por criticar la barbarie de los
grupos armados, por cuestionar las injusticias, se está lesionando a la
comunidad en su conjunto. Se está eliminando a quienes han asumido la vocería
del interés general. Como silenciaron a Mario Pineda un noviembre de 1983.
Crimen que permanece impune. Como el de tantos otros hombres y mujeres de la
prensa colombiana, cuyos ejemplos y nombres este libro rescata de manera tan
precisa como oportuna.
Tomado de:
https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-1534052
Foto de
Mario Pineda, publicada por el Tiempo.