Para: Tina Restrepo, mi buena amiga.
Cuando regresamos a
Sevilla la del Valle, aquel pueblito en el que nací, mi padre que venía de una
larga lucha por sobrevivir y darle alimento y estudio a sus ocho hijos e hijas
en Bogotá, volvió a su viejo oficio de sastre y de comerciante. Como sus monedas
no eran muchas, compró un pequeño almacén de ropa en el que se instaló y poco
tiempo después se trasladó con todas sus vituallas comerciales a un nuevo lugar
mejor ubicado.
El almacén permitía una
vista externa para observar especialmente los fines de semana a los numerosos
personajes que llegaban a mercar desde el campo. Desde allí, en la puerta del
almacén, vi las peleas a machete entre dos o más campesinos que terminaban su
vida motivados por cualquier excusa en la borrachera, o como aquel hombre que
en medio de los insultos de otros personajes que lo increpaban, de pronto se
para de su asiento y echando la mano hacia atrás, saca un machete que tenía
escondido pegado en su espalda. Una larga calle que daba a la galería del
pueblo poblada de mulas, caballos, mujeres rurales, niños comiendo cremas y así
en medio de la lluvia serena se hacían estos días de trabajo familiar más
amables.
Pero no solo eran los personajes
de afuera del almacén, sino los que llegaban a conversar con mi padre. Recuerdo
mucho a tres hermanos de apellido Ocampo, jornaleros en el campo y uno de ellos
también sastre que le trabajaba a mi padre cosiendo pantalones y sacos, pertenecían
al partido Comunista y con los que mi papá sostuvo largas conversaciones
políticas lo cual me asombraba, pues él era un anticomunista furibundo. Estos
camaradas cada mes le vendían el periódico Voz Proletaria y una boleta de apoyo
para el partido comunista. Sin entender muy bien esta actitud complaciente de
mi papá con los camaradas, le pregunté qué porque les ayudaba y además
compartía ideas con ellos. Mi padre me contestó: Hijo, porque esta gente algún
día se va a tomar el poder y es mejor estar bien con ellos para que no nos
quiten la finca. Muchos personajes llegaban al almacén Álzate, lo que hacía de
este espacio una especie de clase sociológica por la diversidad de gentes que pasaban
por ahí. Entre estos, cada cosecha en mayo, llegaban tres indígenas Nasa que
venían desde Toribio, Cauca, a recolectar café en la finca “Grano de Oro”.
Estos indios se encerraban durante tres meses sin salir de la finca, trabajaban
arduamente en la recolección de café y una vez terminada la cosecha, recibían
su paga y se dedicaban a comprar ropa, telas, zapatos y los infaltables radios
transistores Sanyo que eran la novedad en aquella época. Para mí que era un
niño, eran unos personas muy interesantes y los imaginé en sus campos, en medio
de sus cordilleras, subiendo esas lomas elevadas, frías, bañadas en los picos
por las nubes, con sus paramos y sus lagunas sagradas en las que la serpiente
sagrada les bendecía con sus familias, su esposa, sus pequeños hijos, al calor
del fogón, cocinando la carne tostada, mientras contaban de su estadía en aquel
pueblo al que cada año, en cosecha, recogían café para llevarle a sus familias
las telas, los zapatos y contar las aventuras vividas en ese extraño mundo de
los blancos.
De vez en cuando se
presentaba un hombre de piel oscura, flaco, que trataba a mi papá como si fuera
su padre también. Apenas entraba al almacén se arrodillaba y le pedía la
bendición a Hernando. Luego conversaban y salían a tomar café. Obviamente,
extrañado, le pregunté a mi papa que, si ese señor era su hijo, ante lo cual me
contestaba que era un loco que lo trataba de papá y él lo dejaba así. Nunca supe
la verdad de este asunto y siempre quedó en mi la duda si era o no un hijo extraviado.
Entre tanto personaje se
encontraba un hombre robusto, bien vestido con traje de paño, cliente de los
vestidos que mi padre elaboraba. Este señor era administrador de una hacienda
cafetera de la que devengaba buenos ingresos, mientras se medía los vestidos de
paño, nos contaba de su tierra nariñense evocando los fértiles suelos de esa
hermosa tierra, en sus manos, recuerdo, aparecían unos grandes anillos de oro y
piedras finas, junto con un reloj grande que adornaba su muñeca gruesa, de
campesino fuerte y trabajador. Un día este hombre no regresó al almacén y
preguntándole a mi papá de la ausencia, me contó que lo habían detenido pues
tenía una condena pendiente por matar a otro hombre en un sombrío duelo ocurrido
en el departamento del Cauca. Esa vez pensé en que la vida nos marca instantes
en los que no quisiéramos participar y que después nos cobra como si fuéramos
culpables de un inexorable destino que cambia nuestras vidas.
Mi padre tuvo los
discursos del caudillo Jorge Eliecer Gaitán cuando se usaban los denominados
acetatos, y la voz gruesa del caudillo enardeció al campesinado que le escribía
cartas contando sus problemas y de los asesinatos que los bandos políticos liberales
y conservadores ejercían en contra de sus familias. Mis buenos amigos de
Sevilla también disfrutaron del almacén, pues allí escuchamos la música
revolucionaria de Ángel Parra, Mercedes Sosa, Los Quilapayún y otros que trajo
Silvio Parra de su viaje en Chile y que logró salir casi que clandestino a
escasos días antes del golpe de estado contra Allende.
Estos y muchos más acontecimientos y personajes desfilaron por el Almacén Álzate, en esas épocas de mi infancia cuando todo es un asombro, una imaginación, una esperanza de vida y consideramos que vale la pena vivir.