Texto: Carlos
Betancourt Blandón
Imagen:
Jorge Restrepo Hernández
Parte I
“Hay
personajes que llegan para quedarse en el corazón de los pueblos. Este
personaje, se ha ganado el cariño y aprecio de propios y extraños”
Las plazas y las calles, han sido el
escenario más importante y significativo de los principales acontecimientos de
un lugar.
Esta historia surge en el año 2022, en
Burilandia, un pueblo ubicado en las estribaciones de la cordillera Central.
De una camada de peluditos nació en el año
2014, un ejemplar que con el paso del tiempo adquiere relevancia en el poblado.
Se sabe que su madrina, fue una profesora, quien lo crio, siendo su protegido y
acompañándolo por varios años.
Una noche llegó la parca a su casa para
llevarse a su bienhechora. El peludito quedó huérfano y le tocó vivir por largo
tiempo en las calles, donde aprendió a rebuscarse la vida; volviéndose un
guerrero frente a sus congéneres.
Anita, una persona solitaria, que tenía un
albergue para animales desprotegidos, le tiende la mano. Ella le dio refugio y,
el personaje permaneció por varios años, gozando de su cariño, siendo el
consentido. Con ella aprendió y conoció varios lugares que frecuentaban como el
cementerio, la galería y la iglesia del Carmen.
Ellos moraban por la antigua salida a la
estación Álvarez-Salas, cerca al cementerio, muchas veces el peludo se apostaba
bajo el dintel de la puerta de su casa, oteando a los transeúntes, reconociendo
la carroza fúnebre, sin tenerle miedo a la muerte. Observaba el paso lento de
los entierros, con su presencia consolaba a los dolientes; a quienes en esas
horas de tristeza les daba un mensaje que solo él comprendía. Acompañaba a
Anita, en todo momento, compartiendo alegrías, tristezas y desengaños.
Al llegar la noche, caían rendidos por el
trajín del diario vivir. Ella, se aposentaba en su lecho, él, a los pies de la
cama sobre un tapete tejido de chiros; como de costumbre, creyeron que eran
inmortales.
Una noche mientras se entregaban en brazos de
Morfeo, llegó la parca por Anita, y agobiado por la tristeza, permaneció inerte
frente a su cama, donde estuvo inmóvil por varios días, a la espera que ella se
levantara de la cama para seguir el camino de la vida.
Su progenitora ya había sido sepultada,
pasaron los días y él, permanecía apostado en la puerta. La galería, la iglesia
y el cementerio eran los lugares que frecuentaba. Solo y, sin rumbo fijo le
tocó regresar a la calle sin ser callejero, quedando huérfano por segunda vez.
Dormía donde la fría noche lo cogiera, se
rebuscaba su comida enfrentándose a sus compañeros. Visitaba puertas y andenes
donde dejaban el alimento y el agua para sus hermanos, viviendo de los mecenas
de los pobladores. Era la nueva vida que le esperaba.
Huérfano, desprotegido y callejero, fue
amenazado, espantado y chistado por los moradores quienes pensaban que iba a
dejar allí sus residuos. Muchas veces no lograba conciliar sus pesadillas,
mientras los habitantes de Burilandia, buscaban el abrigo placentero de su
lecho.
En la madrugada el tañido de las campanas de
la Basílica, anunciaban la alborada del nuevo día, llamando a los fieles al
Santo Rosario de la Aurora. El cotilleo de los moradores lo despertaban, se
levantaba, se estiraba y salía con su lento caminar; agobiado por la soledad y
el paso de los años, para iniciar su nueva jornada.
En sus vagos recuerdos, que aparecen como una
luz fugaz, sabía que a su progenitora la llevaron a la iglesia en la carroza
fúnebre que él, reconocía así como el camino al cementerio. Aquel día del entierro
el sol se postró ante la soledad y, la tristeza del peludo. El cielo se
oscureció arrodillado ante la neblina que bajó de la Cimitarra, para acompañar
los despojos mortales de su protectora. Por sus ojos rodaron gotas cristalinas
que se solidificaron al pasar por su nariz, recordando su pena. Caminaba con
letargo por la calle Miranda, al lado del carro fúnebre donde llevaban los
despojos mortales de Anita. Agobiado por el dolor y su mirada mustia la
acompañó hasta su última morada. Caía la noche y él, se quedó a la espera que
la mortaja descendiera lentamente a la fosa. Mirando cómo le tiraban paladas de
tierra y una que otra flor que arrojaban sus vecinos. Con la esperanza que su
bienhechora saliera de allí para continuar nuevamente su vida. Espero toda la
noche apostado sobre su tumba, cansado y con gusa, decide regresar nuevamente a
la calle, donde los pobladores asaeteaban a sus congéneres disparándoles
tazones de agua.
Parte II
Pasaron varios años a la espera que una mano
amiga le brindará los viandas y una Posada. Por su nobleza los comerciantes le
abren sus puertas. En una droguería lo ampararon, allí permaneció en las horas
nocturnales y, en las mañanas salía a buscar algo de comer para opacar el
hambre.
Cierto día se levantó, se estiró, movió su
cola, alzó la mirada y se lanzó a conocer el poblado, desconociendo la nueva
vida de perro que le esperaba. Visitó algunos sitios que frecuentaba con su
hada madrina; como la galería y la iglesia, por su constante frecuencia allí,
lo llamaron el “monaguillo”, debido a su presencia en las eucaristías. Algunas
veces dormía en la calle y otras en la droguería.
Una mañana aguzó los sentidos y desde lo alto
avizoró la Basílica, iniciando una nueva aventura. Cerró sus ojos para huir
envuelto en su ceguera, recorrió su mundo en un velero imaginario, divisando
sobre el cielo los arreboles de la tarde, que caían sobre el Alto de las
Pelotas, perdiéndose sobre la cordillera, bajo el manto de la penumbra de la
noche; solo, con la mirada taciturna de los pocos moradores y uno que otro
vigilante, que lo acompañaban en su soledad, colegas del preludio.
El sueño lo irrumpió en una esquina donde se
aposentaba sobre la losa fría de la noche, por el ladrido de sus congéneres que
le invitaban al juego o a la pelea de una jauría que caía sobre una perrita en
calor, como también los vigilantes quienes lo levantaban perturbándole sus
sueños. Él, buscaba amparo en otra esquina de la calle Real, o de la plaza, que
eran sus lugares favoritos. Allí encontró su nueva cobija, resguardándose del
frío y de la lluvia pertinente, que se derrama desde el taciturno cielo para
caer en su cuerpo, protegido sólo por su pelaje amarillento, que cubría su
alma.
Con el ímpetu y la fuerza que lo agobia,
logra sobrevivir, era nuevamente callejero. Cargaba sobre su lomo la angustia
de la vida en la calle, algunas veces azotada por el sol canicular y otros por
el frío de la lluvia.
Parte III
Al pasar los días es conocido por su nobleza,
dándose al querer por los comerciantes de la zona, quienes le dan abrigo y
cariño. Ellos observaron en él, algo especial y le dieron amor.
Ya con autoridad hace respetar su espacio,
marca territorio y se enfrenta sin temor a cuanto perro se aparece a invadir su
sitio; poco le interesa la vida, porque en la calle tiene que batirse para
obtener su sustento. Los moradores le dieron posada en sus locales comerciales.
Cuando las lumbreras de la calle, se iban
doblegando ante la mirada del nuevo día y el zureo de las palomas que moran en
la plaza, anunciando el alba, se despertaba a la espera que le abrieran las
puertas para salir a rebuscar el condumio diario.
Con el tiempo es reconocido por los
transeúntes, quienes lo avizoran apostado en la acera del atrio de la Basílica,
en espera que la nave central se abriera y el chirrido de las bisagras
anunciaran en el ingreso a la eucaristía. El personaje seguía por el nártex
hasta el altar, donde estuvo el féretro de su protectora se echa allí, como
recordando aquella triste tarde. Al comenzar el evangelio fija su mirada sobre
el ambón, que está situado a un costado, para escuchar atento la palabra.
Levanta su cabeza y observa los vitrales, los arcos y las columnas que la
adornan.
Al momento de la comunión hace fila como
cualquier feligrés y se hace a un lado del sacerdote quedándose allí como si ya
hubiera recibido la comunión. Al terminar la eucaristía sale con los
parroquianos hasta la nave central para despedirlos.
Recuerda en cada entierro la partida de Anita
y decide acompañar la mortaja hasta el cementerio para alivianar la angustia y
el dolor de los duelos. Labor que realizaban en el pretérito Nazario, Salomón, Thomas,
Silvio y César. Ya el personaje se entiende con Thanatos, con quien pasa largos
ratos dialogando sobre el inframundo.
Debido al color de su pelaje fue reconocido
no era Hachikō,
ni Fernando, era “Mono”, el personaje más importante de Burilandia. Él conoce,
sabe y frecuenta los sitios de mayor importancia del poblado y de interés
cultural. Está presente en los conciertos y festivales acompaña a las bandas
marciales. Visita el consistorial, donde llega como si fuera la primera
autoridad; no distingue clase social.
Con el paso del tiempo es reconocido en el
poblado y la región. Hoy, un poco cansado por el paso de los años, escoge a sus
nuevos protectores, una pareja de monos como él, Álvaro y Paula, quiénes lo
acogieron en el seno de su hogar.
Hoy “Mono” subió de estrato, no duerme en la
calle, ni en las frías losas de los andenes. Vive en un edificio con sus nuevos
mecenas, quiénes lo abrigan, duerme en cama de plumas de ganso, su alimento es
light, tiene horario de comidas, ya no le importa el SISBEN porque ya tiene EPS
prepagada y médico particular. Hoy vive como se lo merece. Cuando llega la
tarde va hasta donde están sus nuevos bienhechores, para irse a conciliar su
sueño y reponer sus energías. Al caer la penumbra en las mañanas, se levanta a
desayunar, los mira desde su aposento para decirles que se inicia una nueva
jornada y estar presente en las diferentes actividades que se desarrollan en el
poblado.
Asiste a la eucaristía, está pendiente para
acompañar algún difunto hasta su última morada, está atento a los diferentes
actos y eventos, donde a pesar de los años nunca se los pierde. Sabe que él es
el centro de atención, está al tanto de todas las actividades que se
desarrollan en Burilandia, está pendiente de los visitantes, que con su agudo
sentido los reconoce, llevándolos por los lugares más emblemáticos de la
comarca. Está presente en los desfiles y acompaña a los que viajan al
inframundo.
“Mono” es el personaje más querido y
conocido. Se viste de acuerdo a la ocasión. Cuando lleguen al poblado no
pregunten por sitios a visitar, pregunten por “Mono” quién es el mejor
anfitrión.
“Mono” ya no deambula por las calles de la
comarca. Es quien despertó el amor y cariño de los corazones de nuestra tierra,
dejando un sentimiento de aprecio por sus congéneres logrando el alimento
diario para sus hermanos peludos.
Si llegas al poblado no pregunten que hay
para hacer, busquen a “Mono” quien se encarga de llevar a propios y extraños
por la comarca.
“Mono” está a la espera que sea honrado a la
fama, realizándole un monumento como a Hachikō y a Fernando.
“Mono, es de todos y no es de nadie”.
Carlos
Betancourt Blandón
Sevilla,
Valle, marzo 2025.