Un texto de Edgar Alzate Díaz
Para Álvaro Pineda y Carlos Alfredo Betancourt,
que nos recuerdan lugares y épocas de infancia.
“Teresita Alcalá, Teresita Alcalá/ tu
recuerdo me recuerda otra edad” Luis Carlos “El Tuerto” López
Los paseos al antiguo cementerio de Sevilla
Corría la década de 1.970, y fuimos un grupo de
buenos amigos, estando Alberto Sánchez, Oscar “El Negro Gallego”, Jairo Arroyave, Carlos Humberto López y yo. En
ocasiones nos acompañaron Miguel Osorio y Nelson Ortiz. En las tardes y noches, después de salir de
clases y almorzar, corríamos a encontrarnos en la casa de Alberto para
dedicarnos a hacer experimentos, escuchar música y en una ocasión Alberto y
Miguel Osorio instalaron una emisora que tuvo un alcance de dos manzanas a la
redonda. Así transcurría el día en un solaz tranquilo, en los que la mamá de
Alberto, nos atendía y nos dejaba ejercer nuestro oficio de estudiantes
ociosos. En las noches de verano de Sevilla, nos sentábamos en el barranco del
Alto de La Cruz, para observar y esperar que pasara algún platillo volador.
Desde este alto, el cielo se inunda de diáfanas estrellas que por cientos
desplegaban su titilar ante nosotros. En medio de las estrellas descendía de
cuando en vez, un meteorito que caía raudo. Pero jamás pasó algún platillo
volador. A pesar de esto, en nuestra memoria siempre quedó instalado ese cielo
estrellado, la concavidad del espacio y un meteorito saludando rápido nuestra
imaginación juvenil.
Cuando no queríamos ir a ver estrellas, y
atravesando todos por una crisis de religiosidad católica, decidimos que era
hora de ir a rezarle a los muertos en el cementerio sevillano. Algunos viernes
de fin de semana y de manera especial el Viernes Santo, lo dedicamos a esta
actividad. En aquella época el cementerio tenía un muro de ladrillo que lo
encerraba, una reja de hierro alta y mausoleos antiguos de las familias
prestantes de Sevilla, eran unas edificaciones adornadas con figuras en
concreto de ángeles en sus techos, santos y vírgenes y una jarra en la que los
deudos colocaban las flores. Muchos estaban abandonados pues el paso de los
años borra los recuerdos y hasta los mismos deudos ya habían terminado su
existencia. Además, se encontraban muchas tumbas en la tierra, con una cruz de
madera vieja a punto de caerse, adornadas con flores de papel de colores
morados y amarillas o blancas, que caían al piso, ya desgastadas como lágrimas
de la inmortalidad. Ascendíamos por la
reja, caíamos al cementerio y comenzaban los rezos de los Credos y Padres Nuestros,
mientras caminamos por un corredor en medio de los mausoleos y por entre las
tumbas que se encontraban en el suelo de tierra. La luz plateada y brillante de
la Luna destacaba las sombras de los arbustos en los mausoleos, y el sonido del
viento le daba el aire lúgubre necesario al cementerio. Las letanías del Ave
María y los Padrenuestros que encabezaba Alberto y la sensación de soledad que
irradiaba de las tumbas, no nos permitían una completa dedicación a los rezos. La
tensión superaba nuestro interés religioso y era más un sentido profano el que
nos dominaba a cada paso que dábamos en esas noches. Una vuelta completa y nuevamente
salíamos. No era un ejercicio cualquiera, porque cada viaje estaba lleno de nerviosismo
por la posible presencia de alguna alma en pena.
Fuimos cogiendo fama de ser los que íbamos al
cementerio y muchos nos solicitaban que querían acompañarnos en estos viajes
nocturnos, pero no los dejábamos acompañarnos. Éramos una cofradía. Una noche,
seguramente ya el celador del cementerio estaba enterado de nuestros recorridos
y aburrido nos dejó una sorpresa. Habíamos descendido al interior del campo
sagrado y empezamos nuestro recorrido cuando de repente, escuchamos los
ladridos de perros a lo lejos. De pronto, en la primera curva, aparecen dos
mastines fuertes, por lo que retrocedimos a toda carrera para ascender por la
reja de hierro y salvarnos de los perros. Cuando ya mis amigos estaban
escalando, a mí se me salió un zapato teniendo que devolverme para recogerlo,
mientras los perros se encontraban casi encima. Afortunadamente logré ascender
rápido por la reja y escapamos de estos perros. Con este impasse y enterados de
que el celador nos tenía en la mira, decidimos esperar un tiempo para regresar
a nuestros recorridos por el cementerio.
Así fue, llegado el Viernes Santo, nos
propusimos ir a las doce de la noche al campo santo. Cuando nos dirigíamos al
lugar, se aparece Mesías diciéndonos que quería acompañarnos. Nosotros de
inmediato le dijimos que no, que no podía ir. Pero siguió insistiendo y se pegó
en el grupo. Nos fuimos entonces con Mesías, e hicimos lo acostumbrado,
ascender por la reja, descender e iniciar el recorrido. Cuando le dimos la
primera vuelta al cementerio y decidiendo hacer un segundo recorrido, cerca de
la puerta principal del campo santo, escuchamos dentro de una tumba ubicada por
donde estábamos pasando, unos lamentos y quejidos que salían en medio de la
noche y que nos puso la piel de gallina. En ese momento, Mesías, sacó una
pistola que llevaba oculta y amenazó con disparar. Todos nosotros le increpamos
que no disparara. Con el escándalo, salieron dos niños que estaban ocultos en
esa tumba. Los regañamos y les dijimos que porqué nos asustaban. Los niños
respondieron que “nos habían visto varias
veces ingresar al cementerio y decidieron darnos un susto”. Para ellos era
fácil pues habitaban al frente del lugar y el cementerio prácticamente era su campo
de juegos. Decidimos salir y prometimos nunca más volver, pues por nuestra
imprudencia, se pudo ocasionar una tragedia, en una noche de Luna llena, en
medio del reflejo de las tumbas y en la quietud de la noche cuando despiertan los
espíritus de los muertos.
Esto pasó cuando fuimos jóvenes y Sevilla era
un campo de diversiones sin final.
Clavillaso
Aprendimos de niños lo que era el erotismo cuando
en la infancia caminando por la Calle Real, en una de sus esquinas, se encontraba
un hombre de mediana estatura, de nariz aguileña, cara flaca y pómulos hundidos,
típico del que no come mucho, este hombre siempre estaba con un cigarrillo
Pielroja ladeado en su boca. Tenía una piel de color cerosa, y usaba un saco ancho
y viejo, que le caía hasta las rodillas. Con pantalones anchos y con un
sombrero grande y viejo, de alas anchas, al uso de los hombres de los años
sesenta, una antigua cámara de fotografía colgaba de su cuello. Le decían
Clavillaso y era fotógrafo. Varios amigos, lo rodeamos y le preguntamos por sus
fotografías. Clavillaso, habitante del antiguo barrio San José, donde los
prostíbulos y cantinas le enseñaban a los hombres los artilugios del amor, en
este terreno les tomaba fotografías a las prostitutas desnudas, en una época en
la que el erotismo no existía o por lo menos estaba prohibido. Eran imágenes
crudas, sin ninguna decoración, en las que el cuerpo desnudo de la mujer se
exhibía para despertar de manera concreta, la pasión del que ve la imagen. No
podíamos pedirle más a Clavillaso, ni a la mujer, porque era un momento donde
las represiones mandaban en las mentes de la humanidad. Este personaje, entonces, metía la mano en
uno de los bolsillos de su raído saco y sacaba las fotografías que nos iba
mostrando una a una con las mujeres acostadas o de píe con los senos al aire, y
su monte de venus que enseñaba una intimidad prohibida para nosotros. Nosotros
mirando con los ojos muy abiertos, pero cada foto costaba, en caso de compra, unos
centavos de la época, completamente inasequibles para nosotros. Todos pedíamos a Clavillaso que nos dejara
tener la foto, pero él, la entrega a aquel que considera que si tiene el poder
adquisitivo y le permite cogerla y verla en detalle. Los demás debemos mirar
desde la barrera, comentando inquietos la imagen de la mujer desnuda. Con
Clavillaso se inaugura en Sevilla el mundo del erotismo, de la estética de la
mujer que desnuda su cuerpo para el público. Del ojo que mira la escena del papel,
y desde esta escena aprendimos del cuerpo de la mujer, en una anticipación
parroquial de lo que años después sería la revolución sexual. La vista, el ojo que mira, en medio de las
casas antiguas, de los amores que comienzan, de un mundo nuevo que aparece en
Sevilla.
Clavillaso es tal vez la manera como puede la
fealdad enseñar acerca de la belleza erótica. Clavillaso tenía en su interior
la capacidad de profundizar en las delicadas líneas que la fotografía como
instrumento logra atrapar de la sensualidad. Obvio que son muchos los
fotógrafos reconocidos que trabajaron este tema erótico, pero nuestro personaje
tuvo la capacidad y la inteligencia de extraer desde el submundo de la
periferia que era el barrio de las prostitutas de aquella época en Sevilla, los
cuerpos desechados, marginados, útiles solo para el placer momentáneo, y hacer
ver que, en estos, se encontraban los contornos del placer que el erotismo
desde siempre lleva consigo. Hoy debemos reconocer cómo un hombre marginal nos
enseñó la belleza del desnudo, a través de las mujeres que con su sexualidad se
echaron sobre sus hombros los placeres prohibidos en aquella época.