Remembranzas

10 de agosto de 20200 COMENTARIOS AQUÍ


Un texto de  Edgar Alzate Díaz

Para Álvaro Pineda y Carlos Alfredo Betancourt, que nos recuerdan lugares y épocas de infancia.
 “Teresita Alcalá, Teresita Alcalá/ tu recuerdo me recuerda otra edad” Luis Carlos “El Tuerto” López

Los paseos al antiguo cementerio de Sevilla

Corría la década de 1.970, y fuimos un grupo de buenos amigos, estando Alberto Sánchez, Oscar “El Negro Gallego”, Jairo Arroyave, Carlos Humberto López y yo. En ocasiones nos acompañaron Miguel Osorio y Nelson Ortiz.  En las tardes y noches, después de salir de clases y almorzar, corríamos a encontrarnos en la casa de Alberto para dedicarnos a hacer experimentos, escuchar música y en una ocasión Alberto y Miguel Osorio instalaron una emisora que tuvo un alcance de dos manzanas a la redonda. Así transcurría el día en un solaz tranquilo, en los que la mamá de Alberto, nos atendía y nos dejaba ejercer nuestro oficio de estudiantes ociosos. En las noches de verano de Sevilla, nos sentábamos en el barranco del Alto de La Cruz, para observar y esperar que pasara algún platillo volador. Desde este alto, el cielo se inunda de diáfanas estrellas que por cientos desplegaban su titilar ante nosotros. En medio de las estrellas descendía de cuando en vez, un meteorito que caía raudo. Pero jamás pasó algún platillo volador. A pesar de esto, en nuestra memoria siempre quedó instalado ese cielo estrellado, la concavidad del espacio y un meteorito saludando rápido nuestra imaginación juvenil.

Cuando no queríamos ir a ver estrellas, y atravesando todos por una crisis de religiosidad católica, decidimos que era hora de ir a rezarle a los muertos en el cementerio sevillano. Algunos viernes de fin de semana y de manera especial el Viernes Santo, lo dedicamos a esta actividad. En aquella época el cementerio tenía un muro de ladrillo que lo encerraba, una reja de hierro alta y mausoleos antiguos de las familias prestantes de Sevilla, eran unas edificaciones adornadas con figuras en concreto de ángeles en sus techos, santos y vírgenes y una jarra en la que los deudos colocaban las flores. Muchos estaban abandonados pues el paso de los años borra los recuerdos y hasta los mismos deudos ya habían terminado su existencia. Además, se encontraban muchas tumbas en la tierra, con una cruz de madera vieja a punto de caerse, adornadas con flores de papel de colores morados y amarillas o blancas, que caían al piso, ya desgastadas como lágrimas de la inmortalidad.  Ascendíamos por la reja, caíamos al cementerio y comenzaban los rezos de los Credos y Padres Nuestros, mientras caminamos por un corredor en medio de los mausoleos y por entre las tumbas que se encontraban en el suelo de tierra. La luz plateada y brillante de la Luna destacaba las sombras de los arbustos en los mausoleos, y el sonido del viento le daba el aire lúgubre necesario al cementerio. Las letanías del Ave María y los Padrenuestros que encabezaba Alberto y la sensación de soledad que irradiaba de las tumbas, no nos permitían una completa dedicación a los rezos. La tensión superaba nuestro interés religioso y era más un sentido profano el que nos dominaba a cada paso que dábamos en esas noches. Una vuelta completa y nuevamente salíamos. No era un ejercicio cualquiera, porque cada viaje estaba lleno de nerviosismo por la posible presencia de alguna alma en pena.

Fuimos cogiendo fama de ser los que íbamos al cementerio y muchos nos solicitaban que querían acompañarnos en estos viajes nocturnos, pero no los dejábamos acompañarnos. Éramos una cofradía. Una noche, seguramente ya el celador del cementerio estaba enterado de nuestros recorridos y aburrido nos dejó una sorpresa. Habíamos descendido al interior del campo sagrado y empezamos nuestro recorrido cuando de repente, escuchamos los ladridos de perros a lo lejos. De pronto, en la primera curva, aparecen dos mastines fuertes, por lo que retrocedimos a toda carrera para ascender por la reja de hierro y salvarnos de los perros. Cuando ya mis amigos estaban escalando, a mí se me salió un zapato teniendo que devolverme para recogerlo, mientras los perros se encontraban casi encima. Afortunadamente logré ascender rápido por la reja y escapamos de estos perros. Con este impasse y enterados de que el celador nos tenía en la mira, decidimos esperar un tiempo para regresar a nuestros recorridos por el cementerio.

Así fue, llegado el Viernes Santo, nos propusimos ir a las doce de la noche al campo santo. Cuando nos dirigíamos al lugar, se aparece Mesías diciéndonos que quería acompañarnos. Nosotros de inmediato le dijimos que no, que no podía ir. Pero siguió insistiendo y se pegó en el grupo. Nos fuimos entonces con Mesías, e hicimos lo acostumbrado, ascender por la reja, descender e iniciar el recorrido. Cuando le dimos la primera vuelta al cementerio y decidiendo hacer un segundo recorrido, cerca de la puerta principal del campo santo, escuchamos dentro de una tumba ubicada por donde estábamos pasando, unos lamentos y quejidos que salían en medio de la noche y que nos puso la piel de gallina. En ese momento, Mesías, sacó una pistola que llevaba oculta y amenazó con disparar. Todos nosotros le increpamos que no disparara. Con el escándalo, salieron dos niños que estaban ocultos en esa tumba. Los regañamos y les dijimos que porqué nos asustaban. Los niños respondieron que “nos habían visto varias veces ingresar al cementerio y decidieron darnos un susto”. Para ellos era fácil pues habitaban al frente del lugar y el cementerio prácticamente era su campo de juegos. Decidimos salir y prometimos nunca más volver, pues por nuestra imprudencia, se pudo ocasionar una tragedia, en una noche de Luna llena, en medio del reflejo de las tumbas y en la quietud de la noche cuando despiertan los espíritus de los muertos.

Esto pasó cuando fuimos jóvenes y Sevilla era un campo de diversiones sin final.

Clavillaso
Aprendimos de niños lo que era el erotismo cuando en la infancia caminando por la Calle Real, en una de sus esquinas, se encontraba un hombre de mediana estatura, de nariz aguileña, cara flaca y pómulos hundidos, típico del que no come mucho, este hombre siempre estaba con un cigarrillo Pielroja ladeado en su boca. Tenía una piel de color cerosa, y usaba un saco ancho y viejo, que le caía hasta las rodillas. Con pantalones anchos y con un sombrero grande y viejo, de alas anchas, al uso de los hombres de los años sesenta, una antigua cámara de fotografía colgaba de su cuello. Le decían Clavillaso y era fotógrafo. Varios amigos, lo rodeamos y le preguntamos por sus fotografías. Clavillaso, habitante del antiguo barrio San José, donde los prostíbulos y cantinas le enseñaban a los hombres los artilugios del amor, en este terreno les tomaba fotografías a las prostitutas desnudas, en una época en la que el erotismo no existía o por lo menos estaba prohibido. Eran imágenes crudas, sin ninguna decoración, en las que el cuerpo desnudo de la mujer se exhibía para despertar de manera concreta, la pasión del que ve la imagen. No podíamos pedirle más a Clavillaso, ni a la mujer, porque era un momento donde las represiones mandaban en las mentes de la humanidad.  Este personaje, entonces, metía la mano en uno de los bolsillos de su raído saco y sacaba las fotografías que nos iba mostrando una a una con las mujeres acostadas o de píe con los senos al aire, y su monte de venus que enseñaba una intimidad prohibida para nosotros. Nosotros mirando con los ojos muy abiertos, pero cada foto costaba, en caso de compra, unos centavos de la época, completamente inasequibles para nosotros.  Todos pedíamos a Clavillaso que nos dejara tener la foto, pero él, la entrega a aquel que considera que si tiene el poder adquisitivo y le permite cogerla y verla en detalle. Los demás debemos mirar desde la barrera, comentando inquietos la imagen de la mujer desnuda. Con Clavillaso se inaugura en Sevilla el mundo del erotismo, de la estética de la mujer que desnuda su cuerpo para el público. Del ojo que mira la escena del papel, y desde esta escena aprendimos del cuerpo de la mujer, en una anticipación parroquial de lo que años después sería la revolución sexual.  La vista, el ojo que mira, en medio de las casas antiguas, de los amores que comienzan, de un mundo nuevo que aparece en Sevilla.

Clavillaso es tal vez la manera como puede la fealdad enseñar acerca de la belleza erótica. Clavillaso tenía en su interior la capacidad de profundizar en las delicadas líneas que la fotografía como instrumento logra atrapar de la sensualidad. Obvio que son muchos los fotógrafos reconocidos que trabajaron este tema erótico, pero nuestro personaje tuvo la capacidad y la inteligencia de extraer desde el submundo de la periferia que era el barrio de las prostitutas de aquella época en Sevilla, los cuerpos desechados, marginados, útiles solo para el placer momentáneo, y hacer ver que, en estos, se encontraban los contornos del placer que el erotismo desde siempre lleva consigo. Hoy debemos reconocer cómo un hombre marginal nos enseñó la belleza del desnudo, a través de las mujeres que con su sexualidad se echaron sobre sus hombros los placeres prohibidos en aquella época.

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