Recuerdos…
Texto de Edgar Alzate Díaz
En el año 1.965 toda mi familia regresó a
Sevilla desde Bogotá, luego de una estadía de unos cinco años en la capital de
la república. Tan pronto volvimos al pueblo, mi padre organizó lo que desde
siempre sabía hacer, un almacén de venta de ropa y una sastrería. Y también
compró una finca cafetera con los restos del dinero que le quedó de nuestra
aventura bogotana. En aquella época, Sevilla estaba saliendo del prolongado
período de la violencia liberal-conservadora y con el Batallón Colombia y luego
el Batallón Voltígeros, se terminaron los últimos reductos de los bandoleros
que tantos asesinatos cometieron en nuestro campo sevillano. Era muy niño
cuando me encontré por vez primera con la realidad de esta violencia. Mi abuela
Laura y mi tía Nelly vivían en una pequeña finca en la vereda Totoró y mi
hermano Oscar, estaba pasando sus vacaciones en la finca de mi abuela. Un día,
el batallón Colombia ingresó a la vereda para desterrar a un grupo de bandoleros
que se encontraban escondidos en esa región. Mi madre, al darse cuenta, entra
en pánico y no recuerdo bien, pero el único que podía ir a averiguar cómo
estaba la situación con mi hermano, era yo. Así que acepté sin meditarlo mucho
el encargo de salir hasta la finca de Laura y regresar con Oscar. Así fue,
llegué hasta el caserío de Tres Esquinas donde estaba ubicada una tienda grande
al final del caserío. Era una casa inmensa, llena de balcones en su segundo
piso y en su primer piso un área destinada para tienda y guarda de mulas. De
allí, inicié mi recorrido. En el camino, en una curva en la que había un
guadual y un árbol que echaba los frutos denominados como” chochos”, que son unas
semillas pequeñas de color rojo, bonitas, que recogía para echarlas en el
bolsillo y jugar con ellas, mientras las recogía, en esta curva, me encontré
con un grupo de campesinos que el ejército transportaba a píe, amarrados con
sus manos atrás, mientras que los soldados me dijeron que eran los bandoleros. Una
escena que nunca he podido olvidar.
El camino hasta Totoró era un descenso muy
empinado, en malas condiciones, de greda roja y con un sol calcinante. El
paisaje que desde esa bajada se observa, es el Valle del Cauca y la Cordillera
Occidental, que tal vez conforman un paliativo para la caminata inmisericorde
que era andar por esa trocha en aquella época. Cuando llegué donde mi abuela
Laura, todavía estaban los estragos del encuentro de los militares con los
bandoleros, pues en el patio de la finca había restos del hombre que llegó
pidiendo un vaso con agua y que en ese instante fue muerto por un soldado. Mi
hermano escondido debajo del piso de la casa de la finca, el terror de mis
familiares que sobrevivieron a esos momentos de la guerra de esos años. Regresamos
ese mismo día con Oscar, después de pasar por una situación que se iba a
repetir muchas veces en la trágica historia de este país en otros lados y con
distintos personajes y ejércitos.
En esa misma época, mi papá inició contacto con
los hermanos González, hijos de una señora que fue asesinada un día sábado en
la galería del mercado pues se murmuraba que tuvo una participación directa en
la violencia conservadora de aquella época. Los hermanos González, ajenos a las
actividades de su madre, solo querían vender la finca y cada uno tomar su
destino. La finca de nombre “Grano de Oro”, era una pequeña finca cafetera,
ubicada en tierras de muy buena fertilidad, aguas y cafetales viejos de tipo
Arábigo y Borbón. Los amigos de mi papá se acercaron a él para aconsejarle que
no comprara, pues esa era una zona del partido conservador y que como Liberal
que era, podían asesinarlo. Obstinado y creyendo en la palabra de los González,
Hernando decide hacer el negocio y comprar. Fue el primer Liberal que volvió a
la vereda El Venado, una zona muy difícil durante la violencia partidista.
“Grano de Oro” quedaba en una hondonada, atravesada en sus linderos por un
arroyo puro y diáfano, un guadual y un potrero, sus cafetales tradicionales
estaban sombreados por arboles de guamo, zapotes, naranjos, cedros, y
diferentes plantas que eran de uso cotidiano en la vieja caficultura sevillana.
Era la época cuando los zorros buscaban las gallinas, los conejos correteaban
entre la vegetación, aves de todas clases, zarigüeyas y toda una variedad de
fauna se daba en las fértiles tierras del café.
La vivienda de la finca durante la denominada
violencia, fue el fortín de una banda liderada por la antigua dueña. Cada
puerta estaba resguardada por un barril repleto de tierra y tenía dos orificios
abiertos de manera para colocar un rifle y defenderse de los ataques de las
bandas enemigas. En cada habitación se podía levantar una tapa en el piso de madera
por la cual se caía a un túnel que se unía uno con otro como un laberinto subterráneo
y que llevaba a muchos metros afuera de la casa. En el momento de llegar
nosotros, los túneles estaban repletos de murciélagos, pero continuaban en pie,
elaborados con guadua semejantes a los túneles de las minas artesanales de
carbón u oro. En el centro del patio de la vivienda, se encontraba un árbol de
café, rodeado por una cerca de guadua, y a este lugar se accedía también a través
de un túnel desde alguna de las habitaciones de la casa y se utilizó para
disparar contra los atacantes que trataban de acabar con la propietaria de “Grano
de Oro”, en esa violencia partidista. Esta finca fue una memoria de los años
oprobiosos y violentos que estuvieron asentados en Sevilla pero que con la paz que
llegó en 1.965 hubo un oasis por un tiempo prolongado. Mi padre decidió cerrar
los túneles terminando así con la memoria de la antigua violencia que tan malos
recuerdos nos traía.
“Grano de Oro” se fertilizaba con la cáscara
del café que quedaba en las despulpadoras, la llamada cereza del café, repleta
de nitrógeno y que vertida en la tierra era el mejor abono para esos viejos
cafetales. De niños, corrimos por entre los cafetales, nos escondimos debajo de
su follaje, pues eran plantas altas con sus ramas esponjadas que construían
debajo de ellas un espacio limpio y amplio para jugar y esconderse. Nos subimos
en los arboles de guamo y cogimos naranjas y zapotes que daba la fértil
naturaleza cafetera. Recuerdo a “Sombra”, una hermosa perra enrazada en Pastor
Alemán que corría conmigo por toda la finca y que yo creía era mi protección
contra duendes y espíritus que moraban en esta naturaleza.
Una vez comenzó la calma en esta vereda “El
Venado”, un señor de Armenia, amigo de mi papá compró la finca vecina
denominada “La Mina”, hoy emporio cafetero del municipio, pero que, en aquel
tiempo, era una finca extensa pero abandonada a la que el amigo de mi papá tuvo
que restaurar completamente. Entre los dos amigos y otros vecinos,
reconstruyeron y mejoraron la carretera de acceso y aquella región otrora
violenta, se convirtió en una apacible y hermosa selva cafetera en la que,
entre ardillas, conejos, zarigüeyas, loros y aves de toda especie, acompañaron
la riqueza natural de esta vereda.
Así vivimos y pasamos los años juveniles,
oliendo el vaho de la cereza cafetera en las despulpadoras, sintiendo en las
manos el grano seco, oyendo a los jornaleros con los cantos de rancheras y
melodías de tristeza tan afectas en el espíritu campesino de aquellas
temporadas. Los paseos a la finca que queríamos como a una hermana, pues de
esta salían bultos de naranjas, papayas, limones, granadilla, plátanos,
bananos, y café, mucho café. La pequeña finca nos permitió que, en diciembre,
en las épocas de Navidad, mis padres compraran, al igual que numerosas
familias, la leche y el queso para hacer natilla y el arequipe que se cocinaba
en mitad del patio en un fogón de leña y en una olla especialmente
acondicionada para revolver la natilla y el arequipe. Los dulces de papaya,
limón, naranja, y toda clase de golosinas caseras que en los diciembres salían
de las mágicas manos de las mamás que se disponían desde meses antes a
organizar estos ágapes tan sabrosos.
Como decimos los antropólogos, eran temporadas
de “Potlach”, de “Don”, de intercambios culturales entre las familias que
armaban un tejido de regalos de comida, dando a probar a cada familia vecina sus
deliciosos buñuelos, arequipes y natillas. Cada familia compartía generosamente
para que las otras degustaran y celebraran un saber y un sabor tradicional, en
la que no se escatimaban los costos, ni las cantidades. Era época de
celebración pues venían las primas para pasar diciembre, los hijos que
estudiaban afuera del pueblo, los novios y novias que ayudaban en sus casas
para cocinar los dulces y vituallas alimenticias. Los tradicionales paseos a la
finca en la que se cocinaron muchas gallinas y los sancochos y frijoles paisas
despidiendo sus sabores y olores, que hicieron de “Grano de Oro” un juguete en
nuestra infancia en una época feliz y pacífica.
Ahora quedan los colores blancos de las flores
cafeteras y los rojos de sus frutos y verdes de los cafetales que, con su
inconfundible olor, nos dicen que traemos una tradición y un territorio a
nuestra manera ancestral, en la que los duendes, brujas y espíritus, nos
continúan acompañando a través de los años y que se esparcen y mueven en la
atmosfera y en los numerosos caminos y paisajes de la geografía y de las gentes
de esta cultura cafetera.
PD:
Les sugiero a los amables lectores de esta
crónica que lean la novela titulada “A la luz de una sombra” del autor
sevillano Carlos Alfredo Betancourt Blandón. Una novela que muestra la historia
de Sevilla desde su fundación, hasta los años mil novecientos setenta. Los
amoríos juveniles y las tradiciones de las familias cafeteras, el amor y la
locura, las épocas de las cafeterías y bares tradicionales de las calles Real y
la Miranda. Una genial descripción de la violencia partidista y como murieron
importantes personas de Sevilla, víctimas de la codicia por la tierra donde los
verdaderos señores de la guerra les arrebataron inmisericordemente su trabajo a
familias enteras. La soledad y la locura, la vida y la muerte en esta obra. La
vida cotidiana de un pueblo, sus luces y sus sombras elaboradas de manera
profesional por alguien que trabaja la literatura con gusto y placer.
Esta novela “A la luz de una sombra” de Carlos
Alfredo Betancourt y la de “La colonización de San Luis” de Omar Adolfo Arango,
son un regalo que en este terrible año de 2020 nos dieron estos autores a los
entusiastas hijos de Sevilla, recuperando la verdadera historia del territorio
y colocando en el lugar merecido que tienen los muchos campesinos y artesanos
que construyeron este territorio. Bien por estos escritores que tienen en común
unas descripciones de los acontecimientos repletos de figuras y sentimientos
que nos llevan a leer estas obras con gusto y de manera muy amena. Los invito
pues a leer a nuestros escritores.