Un texto de Álvaro William Pineda Tabares
Era el día de partir para Bogotá y sentía un
vacío indescriptible en el estómago que se parece a la nostalgia. Recordaba
esas famosas esculturas del viajero que tienen su maleta en la mano y un gran
vacío en el tronco, representando ese pedazo del alma que se queda.
Veía las calles de mi pueblo más amadas y
queridas de lo normal, me dolía ver como las manecillas del reloj avanzaban
buscando las 10 pm, hora en la cual, el bus de La Gacela iniciara el recorrido
hasta la capital.
No sabía que ese día, iba a ser la última vez
que vería a la abuela Edelmira.
Desde sus pequeños ojos azules, miraba el mundo
con alegría, no le gustaba el silencio y si por ella fuera, que sonara el
equipo de sonido con música de antaño a buen volumen todo el día.
Me contaba que leía mucho de niña, pero
después, la juventud y el amor hacía un hogar, le hicieron perder la costumbre
de abrir un libro, porque eran mi abuelo, seis hijos, los jornaleros algunas
veces en cosechas, y todos los quehaceres de una finca, las que no se lo
permitieron; pero me contaba que se había leído los clásicos universales porque
su padre desde niña le inculcó el hábito de la lectura.
Recuerdo que me encantaba la película “Danza
con Lobos” de Kevin Costner, y quería contársela a la abuela porque ella nunca
estuvo enseñada a sentarse a entender una película y menos esta, que tiene casi
4 horas de duración.
Por cosas del destino, llegó a mis manos el
libro en el cual se basó toda la cinta. “Danzando con Lobos” de Michael Blake;
así que empecé a visitarla todos los días hasta que terminamos la lectura. Una
vez le leí tantas páginas con tanto volumen de voz para que ella pudiera
escuchar desde su problema de audición, que, al día siguiente, amanecí con
disfonía y no pude leerle, pero ella me sorprendió con una bonita noticia. Me
contó que había soñado con el libro, en su sueño, ella era el Teniente Dunbar y
se encontraba sola en la cabaña viendo el lobo de manitas blancas corretear en
las praderas.
Fue algo muy bonito porque para esa época mi
abuela ya no salía de su casa, pero la lectura le hizo soñar con la libertad
del campo.
Para el día de abordar el bus a Bogotá, el
Alzheimer ya se había encargado de borrarle todos esos recuerdos a la abuela. A
veces pienso que ese mal llegó como una especie de mecanismo de protección ante
la realidad que ella vivía, pues el nuevo milenio llegó con crueldad sobre su
ser como nunca le había sucedido, su hijo, es decir mi padre, lo habían
asesinado el 23 de mayo de 2000, época de extorsiones a comerciantes y de un
clima enrarecido en el municipio; uno de sus nietos murió al año siguiente y
como si fuera poco, para 2002, fallecía mi abuelo, su compañero de vida durante
57 años. Creo que, a la abuela, acudió a su encuentro, un paliativo de no
conocer su realidad, debido a la enfermedad de Alzheimer, esto le permitiría
seguir por unos años más, hasta que el mismo mal decidió llevársela mejor.
El frío del aire acondicionado a las 10 de la
noche en el bus, realmente lo empiezan a acondicionar al frio de la madrugada
que se sentirá al día siguiente en Bogotá, las caras tristes de quienes parten
y de quienes despiden a sus seres queridos, son una rutina en el improvisado terminal
de la Gacela que años antes quedaba donde Las Morochas y ahora, está ubicado en
diagonal al coliseo. Cuando arranca el bus, algunas manos despiden el carro y
empieza uno a sentir que deja una parte de su ser en este lugar llamado
Sevilla, al que tanto amamos.
El viaje son solo 350 kilómetros y entiendo que
el vacío de viajar al exterior debe ser mucho mayor, pero la ausencia es igual,
tal vez uno, se adapte, y quiera la ciudad adoptiva, pero, simplemente no se
está donde uno ama estar.
Recién llegado a Bogotá extrañaba los dichos de
mi pueblo, por esta razón empecé a compilarlos y los dejé en “El Baúl de los
Dichos”, un libro publicado en 2009 con alrededor de 1150 exageraciones. Fue
una tarea en la que varios amigos me ayudaron, entre ellos conductores de
Willys y de taxis, quienes son expertos en estas frases.
A veces se cree que todo el mundo, conoce así
sea lo más mínimo de su pueblo, pero cuando preguntaba si conocían de Sevilla,
unos le cambiaban el nombre a Ceboyá y lo ubicaban en Boyacá, algunas personas
mayores, tenían presente al municipio por los titulares de prensa de la época
de la violencia liberal-conservadora, otros me mandaban para España y cuando
escuchaban mi acento paisa, me tocaba explicar lo que cada Sevillano fuera de
su tierra debe hacer es decir, exponer que el municipio es políticamente del
Valle del Cauca, pero su, gente y sus costumbres son de ascendencia paisa.
Otra situación típica es acostumbrase a pedir
perico en una cafetería en Bogotá, un nombre tan a atípico como lo es pintadito
para los de la capital. Ninguno de los dos nombres da pistas de que se trata de
un café con leche.
Con la comida hay muchas anécdotas como las 30
arepas que uno se llevaba para Bogotá porque allá, en algunos sectores, es
difícil conseguirlas bien asadas o sin sal.
Recuerdo la historia de los suegros cundinamarqueses
de una amiga, que cierta vez vinieron a pasear a Sevilla y cuando se fueron a
ir, tres días después, no se percataron al abrir la maleta delante de todos y
salieron rodando todas las arepas que les habían dado durante los días de
estadía. Como no les gustaban por simples, las empacaban al escondido por
aquello de no recatear nada en casa ajena.
Cuando uno no está en el pueblo, cada cosita
buena que pasa en relación a Sevilla, la vemos maravillosa y sentimos orgullo.
Cuando hablan del Festival Bandola, cuando Gardeazabal se acordaba de nuestra
comarca y en el programa La Luciérnaga la felicitaba en su aniversario; cuando
Lisandro lanzaba una película, cuando Álvaro Rodríguez, aparecía en escena en
horario prime time o Ayda Valencia decía con orgullo de donde proviene.
Cada personaje que nosotros valoramos o cada
elemento que solo un sevillano o hijo adoptivo de Sevilla sabe, son las cosas
que nos permiten identificarnos como patria chica; por esta razón encontrarse
un sevillano en cualquier lugar diferente a Sevilla, nos causa tanta alegría,
incluso el hecho de ver un jeep Willys en alguna ciudad, nos evoca el pueblo.
Vivir 18 años fuera de Sevilla le hace a uno
amar mucho más el pueblo y creo que los que llevan 40 o más años en el exterior
y pasan años sin venir a su patria chica, deben tener ese vacío gigante en el
estómago, un vacío al que nos condenó las pocas posibilidades que se encuentran
en las provincias en un país radicalmente centralizado y enmarcado dentro del
tercer mundo.