Los humanos
se acostumbran con prontitud a las nuevas circunstancias que les depara la
vida, sean estas adversas o felices. Un multimillonario súbito, a los 15 días
de estrenar fortuna, ya piensa y actúa como un adinerado de siempre. En el caso
contrario, un pobre repentino, sucede igual. En política y en sociedades
enteras ocurre lo mismo: cuenta Svetlana Alexiévich —premio nobel 2015— en su
libro El fin del “Homo sovieticus” que, en Moscú, al mes de caído el
socialismo, la gente del común no sabía quiénes eran Lenin ni Stalin. Se hacían
los desmemoriados y botaban a la basura sus libros, revueltos con los de
Dostoyevski y Tolstói, pues había llegado el momento de comprar ropa fina, de
pintar la casa con colores atractivos, de hacer negocios. Tenían del capitalismo
una sensación ingenua que no alcanzaba a enriquecerlos, salvo a los miembros
del partido que manejaban fondos y se constituyeron en las nuevas mafias. No
volvieron al Ballet Bolshoi, ¡qué cuento de Chaikovski, lo de ahora es el rock!
Renegaron del borsch y empezó a haber Pizza Hut en los comedores.
Unos años
después empezó un período vintage en las ropas, la gente hacía cola para
comprar réplicas de las cachuchas de Lenin, el borsch de las abuelas reapareció
en los restaurantes sofisticados. Volvieron las matrioskas clásicas, no con la
cara de Marilyn Monroe. Se comenzaron a ofrecer en las tiendas reproducciones
con la estatuaria heroica de la era soviética.
Ismaíl
Kadaré, escritor albanés, cuenta en su novela Cuestión de locura que en las
postrimerías del régimen nazi en las casas no se atrevían a hablar del
“partido” y mucho menos de su líder en la resistencia, Enver Hoxha. Que la sola
mención de ellos equivalía a una obscenidad vaginal que espantaba a los
ciudadanos. Cuando la toma de Berlín por el ejército rojo, se desinhibió el
habla y todos los albaneses estrenaron sin ruborizarse esas palabras asustadas
y prohibidas. Una cincuentona a la que le decían la Madame, porque no hablaba
con nadie y todo el mundo juraba que era parisina, con joyas y trajes de la
belle époque, se quitó sus lujos cuando llegó Hoxha al poder, se vistió con
sencillez y empezó a hablar en albanés con quien se le atravesaba.
Sándor Márai,
escritor húngaro, cuenta en Lo que no quise decir que en vísperas de la derrota
nazi los soldados soviéticos ya estaban en Budapest y empezaron a pedir posada
en las casas. No era fácil tener extranjeros entre la familia con otros hábitos
de higiene, pero equivalían a la victoria. Y los sobrellevaron como huéspedes
durante el tiempo que fue necesario. Al menos no venían por la familia para
llevársela a Auschwitz.
A mí, así que
recuerde, todavía me tortura la época reciente en que la palabra “paz” era
impronunciable. Algo debe haber cambiado.
Blu Radio. Criminal el
esfuerzo de Blu Radio por restarle importancia al “accidente” de una Toyota
enorme que chocó contra las piernas del exalcalde de Medellín Daniel Quintero.
“Sana que sana, colita de rana”, parecían decir las dos periodistas mujeres
frente a la escena de esa mole de Toyota —1,5 toneladas— aprisionándole las
rodillas a Quintero. Solo Paola Ochoa hizo una pregunta sensata. Néstor,
mientras tanto, ridiculizaba el episodio dándole irónicas magnitudes
conspirativas para burlarse del exalcalde. Un centímetro más de proximidad con
la rodilla de Quintero, y este hubiera sufrido una fractura como para usar
muletas por el resto de su vida.