La pareja que conforman los cineastas Talía Carolina Osorio Cardona y su esposo, Juan Carlos Baquero, al igual que sus dos bebés (tres años y siete meses) asisten desde hace varios años a un drama que pareciera del inframundo del terror: la casa les vibra permanentemente, a tal punto que los móviles de adorno tintinean todo el tiempo, los cuadros en las paredes se les voltean, los pocillos de café avanzan por las superficies de las mesas y los hielos arman por su cuenta un pequeño remolino que golpea las paredes de los vasos, produciendo una percusión como si tuvieran en casa un fantasma trabajando en jornada continua. Pero esta situación no tiene nada de esotérico.
Se trata de dos extractores industriales de ruidos y olores que el restaurante Ideal ha instalado al lado de la casa de esta joven familia, más concretamente lindando con la pared del cuarto de los bebés, el menor de los cuales nació con alergias a lácteos y carne vacuna, o se las pegaron los vecinos. Desde la tres de la mañana se riega por toda su casa el vapor de las legumbres y las especias de lo que será el menú de Ideal en las horas hábiles. “Hoy tendrán ajiaco los vecinos”, dicen Talía y Juan Carlos, con los ojos abiertos mirando al techo cuando empieza a funcionar la cocina industrial del vecino. Su insomnio les preocupa menos que el de sus dos bebés, que se despiertan también. Talía dos veces al día tiene que lavarse con champú para espantar de su pelo la sensación de que expulsa aromas de orégano y pimentón. Cuando se les alborota el humor negro, llegan a pensar que, por la interconexión de los órganos de la cabeza, el solo vivir aspirando las sazones de Ideal podría permitirles ahorrarse lo del mercado. El del oído sí es un sentido que no ven cómo solucionar, pues el traqueteo es algo que hasta puede desbaratar los tímpanos. Carlos tiene la mala práctica del trabajo virtual y le ha tocado trastear su tecnología para el baño, que ha tratado de insonorizar poniendo cinta adhesiva en las rendijas de la puerta y la ventana. Pero no puede justificar, frente sus compañeros del teletrabajo, ese fondo con frascos de champú, afeitadora y ducha. El inodoro logra desaparecerlo porque se sienta en él frente al computador, pero no puede disimular el tanque.
Como precaria solución, se van de la casa todo el día, insomnes, con sus bebés, a visitar a las abuelas para quemar tiempo, pero cuando regresan ahí está esperándolos el ruido como de ametralladora de los extractores y el buqué del cilantro, el repollo y la remolacha del borsch, porque el restaurante es de caché —tanto, que un comensal habitual es Rafael Pardo Rueda, cuñado de los dueños del chuzo— y, aunque esté en La Cabrera, por entre las paredes el establecimiento huele a esos inquilinatos de Pobres gentes, de Dostoyevski.
Esta invasión ruidosa y olfativa a quien más va afectando por el momento es a los dos bebés, sobre todo al menor, que según el criterio de su pediatra, por su alergia, sufre eternos brotes y diarreas. Lo cierto es que toda la familia le ha cogido asco a la comida, porque salen de la casa repletos. Y encima de eso sordos.
¿El nuevo POT de doña Claudia calculó estas depredaciones invisibles? ¿Hará algo en vista de que allí se violan normas ambientales y de construcción, típicas de los amos del suelo urbano?