Texto de Lisandro Duque Naranjo
Fue una mujer la que, a comienzos de este siglo, en los Olímpicos de Sídney, por primera vez en la historia de Colombia se alzó con una medalla de oro: María Isabel Urrutia, en un deporte prejuiciosamente masculino: las pesas. Y ya por ahí, venciendo el tabú, se fueron desplegando las mujeres en todos los deportes: Mariana Pajón, Catherine Ibargüen, Leidy Solís, Jackeline Rentería, Ubaldina Valoyes, Yuri Alvear, Íngrit Valencia, Mábel Mosquera, Sandra Lorena Arenas y María Luisa Calle. La pionera en estas victorias, en el siglo XX, en Barcelona 92, fue la atleta Ximena Restrepo, cuando se ganó un bronce en los 400 metros. En Atlanta 96 pasamos en blanco, pero desde Sídney 2000, alumbrando el milenio, cuando Urrutia pareció elevarse como una pluma izada por la enorme pesa, no pasó ninguna convocatoria olímpica sin que nuestras mujeres fueran, recogieran su medalla y regresaran laureadas: Atenas 2004, Pekín 2008, Londres 2012, Río 2016 y Tokio 2020. Todas estas heroínas cumplieron sus hazañas en deportes individuales: pesas, boxeo, judo, lucha, salto triple, atletismo y ciclismo. No es casual que sean jóvenes afrocolombianas las que hayan subido al podio en deportes de contacto corporal fuerte. La biografía de cada deportista tiene mucho que ver —casi todo— con la disciplina estética que depuran y perfeccionan al abrazar el ideal olímpico. ¿Habrá, acaso, un espectáculo de músculos y reflejos más sublime que el judo o la lucha, cuando dos humanos anudan sus cuerpos en un ring? Hay algo más que fair play en esos deportes y es el retorno a una naturaleza que se estiliza, civiliza y juega limpio con el contrincante. ¿Y qué tal las zancadas de Ibargüen, que parecía levitar, como un guepardo o un ciervo, en una longitud de 15 metros? ¿Y la elegancia para caer, levantando tierra con sus talones, y luego ponerse de pie para alzar las manos victoriosamente? Son segundos apenas que parecen eternidades brevísimas.
Ahora el turno es para las futbolistas de la sub-17. Cruzo los dedos y me como las uñas para que ayer hayan ganado. Pero aunque no, caso en el que se traerán la de plata para la casa, ya es bastante. Este es de los episodios en que la globalización congratula: ofrecieron un espectáculo frente al equipo de las españolas, en la India, un país que hasta hace poco ostentó el ingrato título de los que mayor número de feminicidios cometen en el mundo. Un país en el que la mujer viene logrando grandes proezas —en el deporte, el arte, la academia y la informática—, a pesar del despotismo patriarcal. El partido de ayer, protagonizado por muchachas posadolescentes —las nuestras y las ibéricas—, marca un hito en la historia de la India, de Colombia, de España y del mundo, e influirá con creces en la derogación de los prejuicios misóginos universales.
Por ejemplo, aquí en Colombia, los directivos del fútbol —ya mandados a recoger— vienen siendo displicentes y machistas con el fútbol femenino desde hace rato, pero estas jóvenes de nuestra selección los dejaron estupefactos. Y es que, además, esta selección sub-17, popular hasta las cachas y cualificando el deporte colombiano, llegó a la final —eso ya es un gran comienzo— en una disciplina colectiva, modalidad en la que menos lauros ha conquistado Colombia en su historia deportiva. Algo debe estar cambiando en este país.