En 1987 filmé Milagro en Roma en Filandia (Quindío). Es una historia de García Márquez —cuyo guion coescribí con él— sobre una niña de siete años que, sepultada 12 años antes, es exhumada de su bóveda por su padre, quien se sorprende de que el cuerpo de su hija esté incorrupto, como si durmiera. Busqué como set un cementerio reconstruido sobre las ruinas del anterior, para mostrar un fondo de trabajadores que extraían restos de fosas comunes. Un antojo estético para denostar a un párroco de mi pueblo, Sevilla, que había hecho un negociación “modernizando” el cementerio viejo, rústico y de mausoleos espontáneos y populares, donde los muertos locales se sentían tranquilos desde comienzos del siglo XX, hasta que llegó el tal padre Ramírez a desacomodarlos.
Ya filmadas las escenas, les pregunté a los de arte dónde habían conseguido esos cráneos y demás huesos, muy convincentes —yo esperaba calaveras de plástico untadas de tierra, compradas en almacenes de artículos pedagógicos—, y me dijeron, como si fuera una gracia, que los habían tomado en alquiler del cementerio de Salento, cuyo sepulturero les había pedido sigilo en la transacción. No me gustó esa utilización de partes de cuerpos reales, por respeto a los muertos anónimos o a los que se les conociera el nombre, pero me resigné a esa contribución póstuma y estuve muy atento a que esas piezas humanas hubieran sido reintegradas a sus osarios tan sospechosamente accesibles.
Confesión tardía y no por eso menos bochornosa, y la hago después de leer, en el WhatsApp de Henry Acosta (“El hombre clave”), que la JEP intervino 11 cementerios del Quindío, departamento con apenas 12 municipios (entre ellos Salento), por descubrirse en ellos varias fosas comunes con restos humanos “inhumados ilegalmente”. De desaparecidos, por supuesto, como en el resto de cementerios del Eje Cafetero, y que se cuentan por centenares. El mismo fenómeno de Dabeiba y del Valle, o sea que este país es un cementerio de fosas comunes. Lo digo con contrición y haciendo constar, como si eso bastara, que los restos de quienes fueron utilizados en Milagro en Roma eran de antes del 87. Pero nunca es tarde para recuperar a un desaparecido. Por algo Mayito, fotógrafo cubano de la película, cantaba a cada rato un fragmento de una canción cubana: “Pisé un hueso y sentí frío y una voz que me decía: « ¡No me pises, hijo mío!»”.
Esos cuerpos eran de asesinados por el ejército, sin levantamiento, autopsia ni identificación, y arrojados en alguna noche a un hueco, con la anuencia de párrocos, para que se amontonaran revueltos a la manera de Auschwitz. No es raro que 2.700 exmilitares se hayan ofrecido ante la JEP a colaborar en la búsqueda. Esos difuntos enterrados a la bartola les chuzan la conciencia, igual que a mí. Pero no quiero hacer lirismo funerario, simplemente contribuir a soluciones: aquellos a quienes se les haya desaparecido un familiar cercano (hijo, madre, hermano, etc.) vayan a la JEP o a Movice y gestionen su ADN —ahí los orientan—, con coordenadas de lugar y fecha de desaparición, para que con esa información los forenses sepan qué datos buscar en los cadáveres.
Qué ironía que mi película sea sobre una niña que volvió a la vida y que en el fondo del cementerio se vieran fragmentos de existencias anónimas usadas como utilería.