Texto de Lisandro Duque Naranjo
Patricia Ariza viene ejerciendo como ministra de Cultura en la sombra, ad hoc, desde hace unos 40 años. O sea, desde mucho antes de que se creara el Ministerio de Cultura, en el 97. Incluso fue determinante, al lado del senador Manuel Cepeda, para la creación del que ahora es titular por nombramiento del presidente electo, Gustavo Petro. Este no hizo más que oficializarle un título al que nunca aspiró esta ministra sin cartera, pues prefirió siempre las mochilas arhuacas, en las que guarda obras para ir estudiándolas, computador para responder correos, celular para escanear pasabordos: que a Nueva York para recibir un premio, de allí volarse al Odin Teatret en Dinamarca por tres días para interpretar un monólogo y luego regresar a la misma Nueva York a concluir la temporada. Y por las noches, llamar a los grupos colombianos y de afuera que deben llegar al Festival de Teatro Alternativo (Festa), que fundó en 1994, al que concurrieron este año 647 artistas a representar 156 funciones en todas las salas proletas de Bogotá.
En su realidad paralela, Patricia Ariza inició funciones desde 1965, cuando, liderando la Casa de la Cultura, un grupo sin casa del que Santiago García era el animal totémico recién llegado del Berliner Ensemble, consiguió la primera sede en la 13 con calle 20 en Bogotá. Ese logro fue producto no solo de que Patricia tiene la obcecación de una artista, sino de que es una creadora de condiciones para crear. Esta circunstancia de su carácter, que practica mientras escribe poemas, canciones u obras de teatro que dirige además de actuar en ellas, la ha ido perfeccionando mientras camina por la ciudad, reclutando artistas silvestres en barrios, guetos y parques, de donde se los lleva para su casa a ofrecerles el calor de una aguapanela con almojábana, hasta formarlos en técnicas de actuación y finalmente plantarlos frente al público ante cuyos aplausos ya nunca dan marcha atrás. La he visto cumplir esa tarea con madres de víctimas de falsos positivos —a las que ha convertido en cuadros políticos, dándoles una voltereta a sus existencias—, jóvenes hiphoperos sueltos —que han terminado profesionalizándose, sin olvidar los buses y andenes—, y habitantes de calle con quienes montó La calle. La conocí en 1969, cuando me sumó —ya en la sede de La Candelaria—, como animador y libretista, a las peñas culturales en las que se gestaron los futuros rock stars del movimiento a gogó. Ana y Jaime eran un par de adolescentes, llevados por los papás, para quienes el poeta Nelson Osorio Marín escribió canciones testimoniales que los proyectaron por toda una vida hasta la fecha, cuando hacen conciertos de la nostalgia en el mundo oficial del disco y el entretenimiento. Los buscadores de talentos le siguen el rastro con la certeza de que adonde los lleve hallarán verdaderas promesas, en la actuación, la danza o el canto. Y porque donde ella estaba se cohesionaban espontáneamente sus correligionarios de causas contestatarias: Gonzalo Arango, Pablus Gallinazus, Jota Mario, Norman y Darío, Los Yetis, Pedro Alcántara, Darío Morales, Carlos José Reyes, etc. Como decía Luis Vidales: “La sangre acude a la herida sin que la llamen”.
Es evidente que a esta septuagenaria, ya con presupuesto, no le van a dar abasto los funcionarios del Ministerio que va a encabezar. Un Ministerio que la estaba buscando desde su fundación.