Se murieron este año tres cineastas y amigos: Luis Alfredo Sánchez, el pasado 31 de julio; Fernando Laverde, el 18 de mayo, y Ciro Durán, el 10 de enero. No me es fácil escribir este triple obituario, pues muchas veces —a comienzos de la década de los 70— estuve con ellos en la Asociación de Cineastas Colombianos (ACCO), a través de la cual adelantamos gestiones con cuanto gobierno hubo para hacer viable el sueño de producir películas en Colombia. Cuando fue presidente Misael Pastrana Borrero, había promulgado un decreto que se llamó “Ley del Sobreprecio”, que imponía la obligación a las salas cinematográficas de exhibir un cortometraje nacional acompañando el estreno extranjero en las pantallas. Para atender esa súbita demanda, los tres recientes fallecidos habían estudiado —supongo que contrariando la voluntad de sus respectivas familias, que no le veían futuro a ese oficio— Dirección de Cine en universidades de afuera: Sánchez en Moscú, Laverde en la Televisión Española y Durán en París. Para que la iniciativa fundadora del cine en Colombia no fuera apenas del régimen, los ahora extintos colegas y otros más que sobrevivimos —Mario Mitrotti, Camila Loboguerrero, Jorge Pinto, Leopoldo Pinzón y el suscrito—, más aquellos que tempranamente se hicieron difuntos: Herminio Barrera (2004), Jaime Osorio Gómez (2006), Manuel Franco Posse (2010) y Hernando González (2018), nos declaramos en asamblea permanente por entre el laberinto de entidades oficiales para crear condiciones que nos permitieran escalar al largometraje, hasta coronar con la fundación de FOCINE por parte del gobierno de López Michelsen, en 1978. El viento que hinchaba las velas de nuestros bríos era esa fermentación ideológica de la década de los 70. Ahí están nuestras películas como testimonio de ese espíritu de época, de ese compromiso beligerante, de ese neorrealismo inevitable: Gamín, de Ciro; El candidato, de Mitrotti; Con su música a otra parte, de Camila; La virgen y el fotógrafo, de Luis Alfredo; Pisingaña, de Leopoldo; La recompensa, de Manuel; La pobre viejecita, de Laverde (solitario e invicto en el cine de animación); Cóndores no entierran todos los días, de Pacho Norden, y Confesión a Laura, de Jaime y Alexandra. Y aunque eran alérgicos a los gremios, les chuparon rueda a nuestras gestiones tediosas: Mayolo (2007), con su Carne de tu carne; Carlos Palau, con A la salida nos vemos; Luis Ospina (2019), con Pura sangre; Sergio Cabrera, con La estrategia del caracol, y Víctor Gaviria con Rodrigo D. También pongo en la lista a Visa USA, de este humilde servidor. Tocó.
Ninguno de los enumerados imploramos nunca que se nos mencionara, por parte de las nuevas generaciones, como sembradores en la segunda mitad del siglo XX de lo que ahora es una cosecha abundante de películas y cineastas formados al calor de la Ley de Cine de 2003. Aun así, ya en el tercer milenio, en su momento fulgurante de la nominación al Óscar, Ciro Guerra honró a esa pléyade del siglo pasado diciendo: “No hubiéramos llegado acá sin pararnos sobre los hombros de los cineastas que nos antecedieron”. Simultáneamente, Nairo Quintana reconoció, en sus pedalazos y laureles por carreteras europeas, su deuda con los precursores Ramón Hoyos, Cochise Rodríguez, Lucho Herrera, etc. Eso se llama sentido de la historia.