Nunca había formado parte del lado de los ganadores en unos resultados electorales presidenciales. Si acaso en una que otra alcaldía, que de todas maneras es una victoria secundaria. De modo que me siento en un estado inédito frente a asuntos acuciantes que siempre me han angustiado y nunca como ahora he intuido que parece llegado el momento de que comiencen a resolverse: lo de la tierra, por ejemplo, que si se enfrentara cuanto antes por este nuevo gobierno, democratizando el uso de los millones de hectáreas usurpadas por latifundistas en expansión que sueltan ahí sus vacas, tumbando bosques para volverlos potreros, nos procuraría un avance medioambiental que el mundo tendría que agradecernos y los países del entorno geográfico emular. Lo del Amazonas es trágico: su selva ya no da abasto con la absorción del dióxido de carbono y nos está devolviendo —a nosotros y al resto del planeta— el 82 % de esa emisión tóxica que producen las quemas. Por eso respiramos tan mal. Las vacas sueltas a la buena de dios, además, depredan las superficies con sus boñigas y orina, con sus cascos y su peso (media tonelada en promedio per cápita), y contaminan con sus ácidos las fuentes de agua, ocasionando erosión. Ya en Alemania —parece un chiste— los criadores de reses las han educado para que vayan al baño y así mantener controlado el colapso. Pero la contaminación no es local y desde aquí —así como desde la cuenca amazónica— les mandamos nuestras partículas venenosas. ¿Recuerdan cuando a La Guajira y parte de Centroamérica llegaron arenas del Sahara, alborotadas por una ventisca? ¿Los derretidos hielos de la Antártida no serán sospechosos de estas lluvias crónicas en las tierras ecuatoriales? ¿O los del Ártico, cuyos icebergs migran fríamente hacia Europa y Siberia, desplazando del Báltico los arenques; del Cantábrico español los lenguados, salmonetes y besugos; del Atlántico canario los róbalos —todos ellos cambiando de mar—, alterando los ciclos de las cosechas de aceituna española, que ahora les ha dado por aparecer en cualquier estación del año? ¿Estas migraciones no estarán dejando sin oficio a los pescadores europeos, los labriegos de la oliva y los recolectores inmigrantes? ¿Y obligando a modificar sus milenarios hábitos a las cocinas y sus sabores ancestrales a los comensales, o a pagar más por ellos?
Cobra entonces sentido aquello de convertir a Colombia “en una potencia mundial de la vida”, no solo para clausurar la muerte por asesinato —que es un hecho muy lugareño, urgente y causado por el despojo—, sino para intervenir las causas volátiles del deterioro ecológico desde sus orígenes sociales: el latifundio, para no ir muy lejos. Una reforma agraria, además, sin depredar los suelos, antes bien consintiéndolos, provocará que haya fuentes alimentarias que mejorarán la calidad de vida en los poblados y las ciudades, e instalará puestos de frutas y hortalizas en cada esquina. Frente a este tema podría abusar de mi retórica de arcadia, de égloga —sin incurrir en nostalgias feudales—, pues he visto en capitalismos boyantes y socialdemócratas granjas con tractores, ancianos barbudos y con pipa repantigados en sus mecedoras, escolares festivos haciendo travesuras, muchachas con faldas de color sudando y coqueteando y luego encerrándose a hacer las tareas del colegio.
Vea pues, me puso a fantasear sabroso la victoria de Petro y Francia.