Comienzo por hablar de Diego León Giraldo,
natural de Sevilla, Valle, modelo 40. Éramos los dos bachilleres, yo el
reprobado del Santa Librada y él el airoso y descollante de San Luis Gonzaga,
los más jóvenes por entonces del nadaísmo caleño. Su padre, el acaudalado don
Honorio, era el gerente de la Administración de Hacienda, en el Palacio
Nacional de Cali, donde ingresó Jaime Jaramillo Escobar (X-504), como encargado
de las computadoras que registraban los morosos. Gran empatía tuvo con este
poeta de Pueblo Rico.
Con Alfredo Sánchez dirigió la primera época
del semanario Esquirla, suplemento de El Crisol, órgano incensurable del
movimiento. Con varios nadaístas de Medellín participó en el sacrilegio a la
Basílica Metropolitana, donde se celebraba una Santa Misión de sacerdotes
españoles, lo que les valió la excomunión por el Vaticano, sanción que logró
reversar don Honorio. Ingresó a la Universidad Nacional, pero desde siempre su
pasión era el cine, a la que cedió los arrebatos literarios de los primeros
años. Fue modelo mimado del pintor Enrique Grau. Realizó una película sobre la
vida, pasión y muerte del sacerdote guerrillero Camilo Torres. Cada una de sus
cintas despertaba escozor en parte de la sociedad política colombiana por saber
poner hábilmente el dedo en la herida. Fue hallado muerto en su apartamento en
febrero del 97. Se le recuerda por irreverente, rebelde y desordenado, además
de aventurero, hiperactivo, fascinante, buen conversador y desbordantemente
creativo.
La otra picadura de mosco a quien me debo
referir es a Augusto Hoyos, modelo 43, a quien se le llamaba ‘el nadaísta de la
Contraloría’ por cuanto allí trabajaba. Nos acompañaba por bares y fumaderos,
con su ancestro de piedra pensativa popayaneja, pero se entregó a cierto tipo
de meditación trascendental que nos sacaba de quicio. Para escurrirle el bulto
a la praxis revolucionaria, a la que no fuimos muy dados por esa física pereza
de los inquilinos de la torre de marfil, acudimos a doctrinas de Oriente, y
así, el Monje Loco y yo, por ejemplo, nos incorporamos al budismo zen, y
Alfredo Sánchez y Augusto se fueron con Krishnamurti. Había que ver a estos
disparados terroristas del Dharma, vueltos un ocho entre Bakunin y Lanza del
Vasto, entre Gandhi y el Tío Ho. Me gustaba conversar con Augusto, porque
afirmaba ciegamente que no había que seguir a nadie, tal vez para justificar su
no afiliación oficial al grupo. ¿Y eso quien te lo dijo?, le preguntaba.
Krishnamurti, me respondía. ¿Y entonces para qué sigues a Krishnamurti?, contra
atacaba. Porque el mismo Krishnamurti se separó de la Sociedad Teosófica, que
lo había ‘mesianizado’. La argumentación se quebraba.
Lo bello era que Augusto siempre tenía una
sonrisa en la flor de los labios, y un apunte lleno de gracia para cerrar la
polémica. Ambos éramos expertos en la obra de Henry Miller, y mientras éste me
disparó al despelote erótico a él lo proyectó a un espiritualismo que no sé qué
tanto le serviría en sus aposentos.
En ese tiempo todos andábamos con un poema en
el bolsillo de la camisa, como un botón de olor. Augusto publicó un libro
cuajado de reflexiva melancolía, ‘Monólogo de un dios triste’. Con dos grandes
amores que le dieron la vida y la poesía tuvo dos bellos hijos, Gregorio
Augusto y Natalie. Lo alcanzó la tragedia de la muerte de su varón, a los 25,
de cáncer en la sangre. Ese dolor lo llevó a reforzar la bebida, que se lo
llevó con otro cáncer en 2010.
Ambos poetas están incorporados en la antología
de poesía nadaísta que me ha encargado la Biblioteca Nacional de Colombia como
celebración de nuestros recién pasados 60 años, y la edición está por cerrarse.
Son 33 poetas y ellos son los únicos que faltan para que cualquiera de sus
herederos o familiares firmen la autorización de publicación de sus textos. Por
favor, si algún amigo les avisa, que por favor llamen urgente al encargado
editorial Javier Rincón, al 3202314323. La poesía les justificará el haber
vivido.
Por: Jotamario Arbeláez