Lisandro Duque Naranjo

13 de junio de 20160 COMENTARIOS AQUÍ

Para Leidys, en cuyo café me he tomado tan buenos tintos.

Conozco a Lisandro Duque, desde cuando él era un estudiante en Bogotá y venía de vacaciones a Sevilla Valle, para echarse discursos en la sede, en esa época, del partido comunista. Fustigaba a los partidos tradicionales en las tardes del mercado de los sábados, cuando los jornaleros de café llegaban al pueblo e inundaban las calles, los bares, las viejas calles del barrio San José. Al frente quedaba su casa paterna y materna, Don Lisandro, su papá, arreglando los relojes, miraba a su hijo y lo que este decía. Años después volví a ver a Lisandro, en Bogotá, en un salón de actividades culturales donde presentaban una obra de teatro. Lisandro siempre es cercano al teatro, a la representación. Luego devino en director de cine, porque en medio de su puesta en escena, con su tradicional bigote que lo acompaña seguramente desde muchacho,  él ha construido, creado otro mundo, cuya imagen es Sevilla, sus andares, sus cuentos, sus miedos y partidismo. Para mí, Lisandro hizo de su estilo de cine, un modelo a lo Victorio De Sica, con esa celebre película denominada “El ladrón de bicicletas”, que muestra la historia de la gente, de la vida cotidiana. Lo que llamaron el Neorrealismo.

Con las películas de Lisandro se recupera la memoria de los acontecimientos de los pueblos. El paso de la vuelta a Colombia, estar en el parque viendo los ciclistas, los locutores famosos,  que año tras año llegaban al pueblo, fue la época del teatro en Sevilla,  de la que Álvaro Rodríguez Granada fue el único que continúo con esta profesión, dedicando su vida a ese arte, el de la representación, de los espejos, de las historias que nos acercan y nos alejan. Lisandro escribió algunos poemas que recogieron los objetos caseros como el teléfono, habló  de la discriminación y otros temas que se adaptaron en los grupos de teatro de la Sevilla cultural de los años 70.  Como digo, siempre pienso que Lisandro hace un cine heredero del arte italiano de los años 50, mostrando  la vida común, la historia cotidiana, los eventos que al pueblo y a las imaginaciones populares tanto les gustan. 

Los acontecimientos de las personas, las cosas que transforman el correr de los días y que constituyen eventos que rompen con la normalidad de la existencia. La película VISA USA, enmarcada en las cordilleras y con las ventanas de madera y en las calles que desembocan en las montañas, que sirven de escenario, de telón de fondo, del drama del joven que por amor y porque el destino lo llevó a que hiciera parte de aquella migración que se llevó hermanas, novios, novias, familias, ilusiones y esperanzas en el viaje hacia Estados Unidos,  Lisandro nos muestra ese drama, esta historia, con el humor ácido y filudo de los sevillanos. 

Su película de los Niños Invisibles, una película sobre el amor, de la volatilidad y del  poder del amor, la transformación que trae el amor de niños, pero amor al fin y al cabo. El ingreso en la  noche de estos niños en el cementerio, que me trajo los recuerdos cuando con mis amigos nos metíamos los viernes a este espacio sagrado, lleno de miedos, saltando la reja principal, caminando y rezando aves marías por los bordes del cementerio, en medio de las tumbas. En los Niños Invisibles, se vive la desintegración que es la posibilidad de ser invisibles, como los Chamanes indígenas que se transforman en animales, en felinos. La presencia de la gallina en la película y en el ritual de la invisibilidad  –ave que conforma parte de los instrumentos que utilizan los médicos indígenas para la sanación de enfermedades y alejamiento de los espíritus-, Lisandro la transforma a esta ave en instrumento de imaginación, en una película constante que al final de todo es el amor, que es en  últimas lo que estos niños perseguían y que tal vez es lo único que  nos puede hacer invisibles.

Aunque no he visto su última producción, en la que Lisandro trabaja el tema de la muerte, del suicidio, de la propiedad sobre la vida, me trae a la mente que Sevilla es un pueblo de suicidas. Uno de los primeros suicidas de los que tuvimos conocimiento fue Don Miro Aragón, prestigioso comerciante sevillano, que un dia sábado, por la tarde, decidió echarse un tiro y dejar esta vida. Recuerdo a un joven amigo de mi casa, Echavarría, sereno y amable, por aquellas mismas épocas, decidió también  morirse tomándose un veneno sin saberse nunca porqué. Borja y Mango Arango, marcaron una temporada de suicidios en el colegio General Santander, influenciados por el existencialismo y la desazón por la vida que predominó en los pasillos enmaderados de nuestra institución. Y así hasta la fecha actual, siguen los suicidios en este territorio, en el que uno no se imagina que el spleen y la saudade lleven a alguna persona a morir por su propia voluntad.  La iglesia católica que se considera propietaria de las almas y de los espíritus, está en esta última película de Lisandro en medio de la violencia política, de la contestación y de la segregación que la religión humana hace con aquellos que un dia deciden irse sin avisar, por su deseo, no sin antes dejar una estela de tristeza y de nostalgia por esta vida de la que se despiden sin  pedirle permiso a nadie. 

Lisandro entonces, hace lo que hacemos todos los sevillanos y sevillanas, y es tomar la imagen del pueblo, retocarla y sacar como del cubilete del mago, una historia fantástica, que a pesar de que sabemos que no es más que una representación, la creemos porque así la disfrutamos y nos da la posibilidad de seguir conversando de algo, mientras nos tomamos un tinto en las mañanas sevillanas.

Por| Edgar Álzate Díaz
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