Texto de Lisandro Duque Naranjo
Los delincuentes de la tarima en La Alpujarra no son
comparables a los jefes paracos que entraron al Congreso en tiempos de Uribe
Debió estar llena de estrés para todas las partes
implicadas la operación que condujo a la liberación de los 57 militares en El
Plateado. Estos –los retenidos por la comunidad: raspachines, indígenas y
pequeños cultivadores– tuvieron que sobrellevar, en silencio y armados, esa
quietud forzada a la que los sometió por 50 horas una masa de hombres y mujeres
desarmados que los triplicaba en número. Habitualmente, menos hombres armados
vencen a una mayoría inerme, pero esta vez hubo cordura, lo que parece irritar
mucho a ciertas gentes que nunca se han mojado los zapatos. Personalmente,
admiro la templanza de la larga escena. Y que ninguno de los militares haya
sufrido un ataque de “honor y valentía” que lo hubiera pegoteado a ese
espectáculo de armonía y prudencia, provocando una carnicería.
Primera vez en mi vida que confieso mi asentimiento
total ante lo dicho por el ministro de Defensa, el general Pedro Arnulfo
Sánchez, cuando un periodista de noticiero quiso atribuirle cobardía y carencia
de dignidad a la sensata actitud del Ejército en el manejo de esa delicada y
nerviosa situación en el Cauca, en el propio corazón de la actividad cocalera,
donde –al decir de los periodistas– los campesinos estuvieron
“instrumentalizados” por las disidencias que operan en el lugar.
Debieron aumentarle el sueldo al que les propuso esa
palabra de siete sílabas a los periodistas, pues están muy contentos con ella y
la zarandean de norte a sur. Según ellos, la “instrumentalización” provino de
las disidencias, como si fuera la primera vez que una comunidad entera –repito:
desarmada, pero numerosa– deja quieto a un batallón completo. Yo diría que
respetuoso, en lugar de miedoso. Aunque haber sentido temor también era
honorable.
Creo digno de encomio al ministro de Defensa por haber
contenido a sus tropas en esa circunstancia tan tensa, así como por su
presencia reposada y legitimadora, al lado del presidente, en la manifestación
de Medellín, donde Gustavo Petro compartió tarima con nueve reclusos de lo más
granado del bandidaje urbano, con quienes su gobierno sostiene una mesa de
conversaciones conducente a la pacificación de la capital paisa. La “paz total”
no es un asunto fácil, pero se puede intentar aproximarse a ella ahorrando
desplantes machistas y violentos. Por eso me gratifica contar con un ministro
nada impulsivo, un militar con sindéresis.
Desde luego, los nueve delincuentes de la tarima en la
plaza La Alpujarra no son comparables a los jefes paracos que entraron por la
puerta principal al Congreso a discursear en tiempos de Uribe. Estos estaban
libres, eran de los mismos y estaban en casa, en un Congreso con un 35 % de
anfitriones elegidos por ellos. No es lo mismo: “Douglas” y los otros ocho están
presos, y estuvieron allí bajo
estricta vigilancia. Además, la cúpula de la tarima era gente de fiar. Y el presidente
que los hizo trasladar a la plaza no los hizo entrar por debajo de la tarima,
ni utilizó túneles ni parqueaderos, como era de usanza en las épocas del
“Palacio de Nari”.
Ni siquiera el michicato de David Racero ofrecía
peligro: por allá, semi-escondido, auto-cancelado, entre las cabezas de los de
la última fila, hasta que desapareció.