Texto Lisandro Duque Naranjo
Trump,
además del enredo que armó con la cadena arancelaria, con la que se está
ahorcando, acaba de decretar que más de 6.000 inmigrantes —muchos de ellos
ciudadanos americanos— están “muertos”. Es decir, los dio de baja en los
registros oficiales de seguridad social, archivos bancarios y demás instancias
en las que cada cual se afilia y recibe una tarjeta para transacciones. Ahora
todo eso quedó bloqueado. “Mató” a 6.000 usuarios que no tendrán cómo sacar
efectivo, cancelar servicios, pagar arriendo, comprar gasolina, etc. Trump dice
que es “para que se vayan del país”. ¿Pero cómo?
La
circunstancia es trágica: andar sin tarjetas por ahí hace imposible —en
cualquier parte, pero mucho más en Estados Unidos, donde hasta una limosna hay
que darla con tarjeta— demostrar que se está vivo. Un difunto entrando a una
tienda y diciendo que aún vive, en vista de que la pantalla lo rechaza por
encontrarse “en estado de defunción”, es alguien que, como mínimo, hace sentir
al tendero que se encuentra frente a un fantasma. Y obvio que el hombre detrás
de la registradora sale corriendo. Para no decir que, si se decide a luchar, lo
peor son los trámites para resucitar.
Dentro
de unos años habrá documentales que informen de las hostilidades que está
ejerciendo por estos días Donald Trump contra las prestigiosas universidades de
Harvard, Columbia, Pensilvania y Tufts. Estos noticieros guardarán similitud en
los espectadores con el estado de terror que hoy nos sobrecoge al contemplar
los testimonios acerca del terrorismo nazi contra la cultura, los artistas, los
científicos y los libros en la Alemania de 1933, después de que Hitler ascendió
a canciller.
Resulta que, en esas universidades, los estudiantes y profesores se han pronunciado ruidosamente, y con banderas palestinas, frente al genocidio de Israel contra el pueblo palestino. Y al gobierno de Trump le parece que esas protestas son antisemitas, por lo que las ha emprendido contra los programas con que esas universidades subvencionan las matrículas de minorías afros, latinas, asiáticas, etc. Nada que ver estas represalias con los subsidios con que esos centros educativos favorecen a estas comunidades, pues en las manifestaciones participan igualmente estudiantes y profesores blancos.
También
esta guerra es contra los programas por la diversidad, equidad e inclusión, que
benefician actividades que, para el gobierno, pertenecen a la cultura woke, a
saber: investigaciones, publicaciones, foros y hasta hospitales que atienden a
sectores discriminados de los movimientos trans y LGBTQ+ y más, y, en general,
a los solidarios con la causa palestina.
Se ha
duplicado el pie de fuerza de la policía universitaria, se ha entrado a hurgar
en el tipo de publicaciones que fomentan estas áreas en esas universidades, y
se amenaza con deportaciones de profesores y estudiantes inmigrantes. Se
calcula en nueve mil millones de dólares la disminución que se pretende hacerle
al presupuesto gubernamental para estos programas, lo que no ocurre apenas en
esas cuatro universidades. Una doctoranda de Tufts fue detenida por tener en su
poder un panfleto a favor de Palestina. La Gestapo, mejor dicho, que ahora
mismo tiene confinado al posgraduado Mahmoud Khalil, con amenaza de deportarlo,
lo que no se ha logrado por la decisión favorable de un juez federal.