Texto
de Lisandro Duque Naranjo
Hay
ladrones de ladrones, es decir que hay jerarquías morales entre ellos según la
categoría del botín o de la víctima. Un raponero, por ejemplo, que le arrebate
el celular a un anciano o a un niño es alguien repulsivo. El anciano no debe
saber cómo reportar esa pérdida y va a generarle un suspenso angustiante a su
familia en los momentos en que permanezca desconectado. Dejar incomunicado a un
viejo suscita una reacción en cadena: la esposa está acostumbrada a que él se
reporte adonde llegue y pida instrucciones sobre qué línea de bus tomar para
regresar, etc. A cierta edad no se necesita tener alzhéimer para quedarse
embolatado del todo en una esquina o cruzando una calle. A un niño, igual. El
ladrón, en cambio, que le arrebata el celular a un veinteañero no es más que un
delincuente, que por supuesto corre sus riesgos. A una mujer es canalla
quitarle el celular, porque ella tiene impedimentos para reaccionar: su
cartera, sus tacones la dejan parada en seco. Eso es misoginia.
Hay
categorías en los actos de corrupción: la sustracción de dineros públicos por
parte de funcionarios de gobierno merece el repudio general: que los fondos
para una carretera, las partidas para un edificio institucional, el presupuesto
para la ampliación de un estadio... Se supone que una carretera cumple un
servicio social y que el ladrón afecta con su robo a una comunidad que no
disfrutará el beneficio vial. Merece su castigo, obvio, aunque los efectos de
su daño sean en diferido.
No
por eso hay que subvalorarlo: el cuento “En este pueblo no hay ladrones”, de
García Márquez, narra la historia de un pueblo paupérrimo donde los maridos se
la pasan jugando billar. Una noche infeliz, a uno de los billaristas se le
ocurre la idiota idea de robarse las bolas de billar y ahí se inician los
dramas: los desocupados se quedan en la casa, neuróticos, pues han perdido su
modus vivendi que era apostar, jugando o no. El equilibrio del caserío se
desestabiliza, pues las mujeres no soportan al marido en casa obstaculizándoles
sus rutinas. Hay un dicho femenino para esas circunstancias del marido
estorboso en casa: “No, hoy no puedo salir porque tengo el santísimo expuesto”.
Es decir, quieta en primera. Al final del cuento de Gabo el ladrón devolvió las
bolas, luego de ver la que había armado. Como intentó hacerlo con el mismo
sigilo de cuando se las robó, lo atraparon creyendo que había ido por los tacos
y las tizas.
Un
amigo, ya jubilado, siguió con la costumbre de seguir almorzando en
corrientazos. Algún día se demoró más de la cuenta en casa y su mujer le dijo
entonces a la empleada: “Rosario, no vaya a trapear hoy que Jorge como que no
va a salir. Y va a tocar comprar algo por si le da por almorzar acá”. Mi amigo
obviamente se fue a su corrientazo.
En
Colombia se han puesto en boga, en los últimos 10 años, corrupciones cuyos
autores son más que simples ladrones. Incurrir en sobrecostos en la compra de
ambulancias es de asesinos en serie. Mermar las raciones a los refrigerios
escolares es infanticidio. Raponear $70.000 millones para cobertura de internet
para niños de la Colombia remota es etnocidio cultural. Quitarle $4.000
millones a la UNGRD es arrebatarle la tabla a un náufrago en una inundación.
Engañar con los carrotanques de agua es tirarle una oblea a un sediento en el
desierto.