Texto de Diego Jaramillo Salgado
Fue
inútil que élites de Antioquia y del país intentaran cerrarle el camino a
Héctor Abad Gómez. Quien hizo de la práctica médica un cuestionamiento de sus
fundamentos epistemológicos y de su desarticulación de la función social
correspondiente. Le fue imposible sustraerse de las interpelaciones hechas por
la pobreza de innumerables barrios de la capital antioqueña. Del hambre y la
desnutrición como un azote implacable de las profundas desigualdades de la
sociedad. De la insalubridad en esas zonas, origen de múltiples enfermedades,
testimonio de la incapacidad de solución de los gobiernos de turno. De
políticos de espaldas a una miserable realidad. De la institución eclesial
aliada con los detentadores del poder. Problemas todos motivadores de su
sensibilidad como galeno. Atravesadas por su vinculación a la universidad
pública, a través de la cual sumó, a su humanista visión del mundo, la
necesidad de cuestionar el rol de la academia y de la pedagogía en un entorno
de obligante articulación.
Vivencias
vertidas en dos obras que actualizan la vida de quien creía que su muerte lo
condenaría inevitablemente al olvido. En primera instancia, con la obra
literaria El Olvido que seremos. Realizada por su hijo, quien lleva el mismo
nombre. En ella va reconstruyendo el camino que abriera su padre para llegar al
reconocimiento que obtuvo. Revitalizado con su entorno familiar, social,
docente y político con quien fuera su permanente interlocutor. Llevado hasta el
desgarramiento final en que balas de sicarios horadan su cuerpo y su fecundo
recorrido vital. Llevada al cine con la misma denominación, el texto visual
logra, en esta otra forma de expresión artística, un valor propio. Con
múltiples reconocimientos de críticos, escuelas, y academias del cine, la obra
se posiciona universalmente en el campo estético y resalta el ejemplo de vida
que la propició.
A pesar de haber pasado más de tres décadas de su asesinato, pareciera que el contexto se reprodujera en similares condiciones, como si el tiempo se hubiera estancado en el culmen de la barbarie. Los actores y los problemas cambian de nombre, pero las acciones y sus efectos continúan. Ese sin sabor que queda al cerrar la última página del libro, se reproduce en el auditorio que perplejo ve cerrarse en blanco y negro la película, dejando atrás el féretro de quien seguirá perviviendo en la memoria. Esa mezcla de la alegría por saber de un ser que fue consecuente hasta el último día de su vida con la atroz decisión de eliminarlo, se mantiene como un signo de una sociedad que se niega a redefinir su destino. Dejando tenuemente con su ejemplo, una llama que brinda una luz de esperanza.