El Toro Guáimaro

26 de julio de 20210 COMENTARIOS AQUÍ

 Texto de  Gustavo Noreña Jiménez

    Los protagonistas de esta historia son don Jaime Calle, Antonio Noreña y otros personajes de Sevilla Valle de los años cincuenta.

   Para los que no lo saben don Jaime Calle fue un rico hacendado de la región y Toño por muchos años, administrador de sus principales haciendas.

   En los años setenta y cinco, los cuatreros de la región enlazaban todo novillo flaco, vaca vieja y cuanto animal se moviera de Galicia a Ceilán y de Chorreras al Rhín.

   Cuando Toño administró la hacienda “El Vesubio”, una noche llegaron seis abigeos, quienes después de dar carne envenenada a los perros, se robaron de los predios ocho novillos gordos, dos vacas, cuatro terneros mamones y el toro Guáimaro.

  Lo primero que hizo Toño cuando se enteró del saqueo, fue informar de inmediato con su paciencia de beato franciscano al propietario de las reses. Ese día salió de prisa y se encontró con el viejo Calle en el café “Vesubio”, lugar donde compartía tinto con otros ganaderos y una vez allí sin mayores vueltas dijo a su patrón: “Don Jaime: Mérmele cuernos a su hacienda, porque desde hoy le faltan treinta cachos a sus potreros”.

   Cuentan que Jaime al oír semejante noticia, pegó un grito tan agudo que se escuchó en “Paila Arriba”, berrido que se fue por todo el potrero hasta llegar a Ceilán y Galicia, donde la gente creyó que se avecinaba el fin del mundo.

    Ese día el hombre se puso como loco, pronunciaba palabras incoherentes, se le practicaron los primeros auxilios, un cura estuvo próximo a aplicarles los Santos Oleos y cuando se repuso del tremendo ataque, dijo en palabras entrecortadas a su administrador: “Corra para la iglesia, mijo y siga al pie de la letra mis instrucciones: arrime donde San Antonio, el viejo, préndale treinta veladoras, diez de cuenta suya, diez de cuenta del cura y diez de cuenta del sacristán para que nos quede “miti y miti” el milagrito.  Rece treinta credos, eso sí de cuenta suya y pídale a todos los santos para que aparezca mi ganadito, porque sí este no aparece, nos ponemos a aguantar hambre los dos”.

   Toño al escuchar aquellas palabras cargadas de misticismo, contestó a su patrón: “No don Jaime, aquí lo que hay que meter es la nalga y dejar a San Antonio en paz antes de que nos coja la tarde”.

   Pronunciadas estas palabras, Toño y el guardaespaldas de don Jaime, amplio conocedor de toda clase de armas y de igual destreza en el manejo del revólver, ya fuera con la mano izquierda o la derecha al mejor estilo de Bat Masterson, el alguacil del lejano oeste americano, tres vaqueros y un ordeñador salieron a la búsqueda del ganado.  Unos arrancaron para los mataderos de Cali, Palmira, Cerrito, Buga y Tuluá, mientras los otros, se dirigieron a la otra banda; cubrieron además la ruta de Río Paila a Cartago, antes de que los rumiantes terminaran en el estómago de la “pajaramenta del “Dovio”, o en el intestino de los negros cañeros del ingenio Río Paila.

   Toño, el guardaespaldas de don Jaime y el ordeñador arrancaron para Cali y, allí después de examinar detenidamente doscientas reses en el matadero, ninguna pertenecía a Calle.  Sin perder el entusiasmo los alguaciles criollos se trasladaron a la ciudad de Palmira, llegando a ese lugar a las tres de la tarde de un día viernes cuando ya todo estaba preparado para sacrificar el ganado que consumirían los palmireños al día siguiente.

 Toño llevaba muchos años administrando la hacienda el “Vesubio” y había conocido la madre del toro Guáimaro, fue consejero del toro que la preñó, vio nacer al torito y le regaló ternura en sus primeros años de cuadrúpedo.  Para este toro, Toño, seleccionaba el mejor pasto, para él las mejores cáscaras de banano, para el rumiante la dosis exacta de sal y esa entrega hombre y bestia, dio como resultado un apego recíproco, donde el toro defendía a Toño y el viejo era capaz de cualquier cosa por proteger al animal.

   Estando ya dentro de los corrales, el guardaespaldas de don Jaime, alcanzó a divisar los ocho novillos gordos de la hacienda, mientras Antonio en otro corral alcanzó a ver al toro cuando lo tenían en fila para ser víctima del hacha y los puñales de sus verdugos.

―Esto puede ser peligroso. Nos enfrentamos a una mafia―dijo Toño al guardaespaldas

―Tranquilo Antonio, mire que aquí tengo dos revólveres Smith Wesson. Primero muerto yo que usted―Adelante que yo vigilo.

   Toño, al ver a su animal en tan difícil situación, corrió hasta el corral y desde allí gritó con todas sus fuerzas:

 “Guáimaro – Guáimaro… Toritooo”

Cuando el toro escuchó la voz de su amigo le contestó con quejido angustioso:

 Muuu Toño - Muuu Toño… Muuu…

Al escuchar aquellos bramidos, los demás animales de la hacienda se alborotaron y por todos los corrales se escuchó un canto lastimero, desesperado, triste, mugido que ensombreció el día, cuando todos los vacunos en coro llamaban a Toño para que los liberara de la muerte:

   Muuu Toñito – Muuu Toñito… Muuu…

    Cuentan que esa tarde, ganaderos, carniceros, matarifes y guachimanes salieron despavoridos, porque jamás en su vida habían escuchado hablar a los animales, fuga que permitió abrir las puertas de los corrales para que los quince semovientes regresaran a los potreros del “Vesubio”, donde Toño los cuidaba con el mismo esmero que cuidaba a la familia.

 

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