Un texto de Álvaro W. Pineda T.
Aquella mañana de lunes de 1962 llegó soleada,
eran las siete en punto, pero el cielo ya resplandecía en la calurosa
Barranquilla, aun así, la señora Clementina Puín no se quitaba su chal, llevaba
más de una hora esperando en la guardia a que su hijo saliera a recibirla.
La entrada de la escuela de suboficiales de la
Armada Nacional recibe muchos visitantes pero para los infantes de marina que
prestaban guardia era muy extraño ver a esa señora de pava, chal, vestido café
y medias gruesas como de tierra fría preguntando por el Teniente Torres, aun
así ella dijera que era su madre.
A finales de los cincuenta Diosdado Torres
llegó a Cartagena a enfilar en el curso de oficial de la Armada destacándose
como uno de los mejores cadetes en la institución; era ordenado, cumplía como
debía y se notaba que era un individuo a tener en cuenta para que avanzara en
su carrera como militar.
Hacía ya varios meses que el oficial se había
graduado y lo habían nombrado de profesor en la escuela de grumetes de Barranquilla y también eran meses los que
llevaba su familia sin recibir comunicación sobre su vida. Las cartas no
llegaban a la vereda El Sausalito donde su madre se angustiaba más y más con el
paso de los días y en el transistor
interrumpían las clases de alfabetización radiofónica para emitir
noticias última hora sobre la violencia en el país.
El Capitán de Navío y comandante de la base
llegaba a la entrada en el Land Rover asignado por la institución y mientras
pasaba la guardia y un oficial daba parte a su comandante, él, notaba con
extrañeza la presencia de aquella mujer; sin embargo, siguió sin hacer preguntas al respecto.
La cajita
con las almojábanas, los quesitos y las arepas boyacenses ya no
aguantaba más, la cintura que le había provocado la tensión de la cabuya estaba
a punto de romper el cartón, y esperaba al lado de una desvencijada maleta de
madera forrada en cordobán de la madre del Teniente.
La señora Clementina seguía esperando que la
recibiera su hijo en la guardia, a pesar de su cansancio de dos días de viaje
que significaron viajar a caballo durante dos horas, abordar
el camión lechero, las dos flotas: una de
Tunja hasta Bucaramanga y otra
que la llevaría hasta la Costa Atlántica. Finalmente el viaje terminó con el
taxi que la dejó en la portería de la escuela.
Era algo más de las siete de la mañana cuando
uno de los infantes decidió ir hasta el rancho a pedir un desayuno adicional,
pero los rancheros se lo negaban hasta que el infante explicó que era para una
señora que estaba desde temprano en la guardia -Se abstuvo de aclarar que era
un desayuno para la mamá del Teniente Torres porque los rancheros le tildarían
de sapo-.
El infante llegó a la guardia con un café con
leche caliente y dos panes para la señora y ella casi inmediatamente abrió la
cajita y sacó una de las bolsas con almojábanas para regalarles a los infantes
presentes.
El sol iba alcanzando la plenitud del mediodía
y la señora Clementina seguía con su chal, su pava y ahora estaba sentada en
una de las bancas de los disponibles, cansada
más que nunca pero le preocupaba algo
mucho más fuerte que el cansancio físico y el queso que se podría dañar con el
calor; le agobiaba que le hubiese pasado algo a su muchacho y se lo estuvieran ocultando desde la guardia.
Las puertas de la escuela se abrieron a las
doce en punto y el carro del Capitán Garcés salía pero esta vez se detuvo al
ver a la señora, le preguntó al oficial
que necesitaba la señora de la banca y
él respondió que estaba esperando al hijo y uno de los disponibles pidiendo
permiso para hablar le dijo en voz baja al Capitán que al parecer la razón por
la cual no venía el Teniente a recibir a su señora madre era porque se
avergonzaba de ella ya que era la tercera vez que iba a informarle sobre la
presencia de doña Clementina en la guardia pero el siempre sacaba una excusa
como si esperara que la señora se aburriera y se devolviera.
El Capitán Garcés enterado de la situación,
volvió su cabeza hacia ella y viendo su
cara de cansancio la saludó amablemente, le dio un abrazo, le invitó a
seguir ordenando a un infante que le
llevara las maletas.
La señora Clementina con ese acento boyacense
tan característico y esa impecable dentadura indígena respondió el saludo e
inmediatamente preguntó si su hijo querido estaba bien porque llevaba horas
esperándole.
Llegaron a una de las cámaras de oficiales y
allí la instaló para que descansara mientras le decía que no se preocupara más
que su hijo estaba bien y que ya lo buscaban para que le atendiera la visita.
La señora Clementina quedó en la habitación de
oficiales que le asignaron y el Capitán ordenó a un ranchero que la atendiera
con un buen almuerzo y envió a dos infantes
a que le llevaran al Teniente Torres a su oficina así fuera a la fuerza.
Mientras llegaban con el Teniente Torres, el Capitán recordó y entendió claramente
porque el día de la graduación, Torres sólo llevó a la ceremonia a su hermosa novia costeña
quien serviría como acudiente para la entrega del sable y decía que su madre no
pudo ir por compromisos sociales en Bogotá.
El Teniente se encontraba en su escritorio
tratando de leer el nuevo reglamento cuando se acercaron dos infantes a
informarle que lo requería el Capitán de manera urgente.
Y el Teniente Torres conociendo el carácter de
su comandante se apresuró rápidamente a su oficina, todo se imaginaba menos que
la razón por la que lo requerían era su madre.
¡Buenas tardes mi Capitán! Saludó con energía
el Teniente Torres al llegar al despacho del oficial y prosiguió ¡Qué ordena mi
Capitán!, el Capitán se
Levantó de su silla, se aproximó al Teniente y
le descargó una bofetada tan fuerte como pudo mientras le gritaba: ¡Mal hijo!