Cuento: La madre del teniente

14 de abril de 20200 COMENTARIOS AQUÍ


Un texto de Álvaro W. Pineda T.
Aquella mañana de lunes de 1962 llegó soleada, eran las siete en punto, pero el cielo ya resplandecía en la calurosa Barranquilla, aun así, la señora Clementina Puín no se quitaba su chal, llevaba más de una hora esperando en la guardia a que su hijo saliera a recibirla.

La entrada de la escuela de suboficiales de la Armada Nacional recibe muchos visitantes pero para los infantes de marina que prestaban guardia era muy extraño ver a esa señora de pava, chal, vestido café y medias gruesas como de tierra fría preguntando por el Teniente Torres, aun así ella dijera que era su madre.

A finales de los cincuenta Diosdado Torres llegó a Cartagena a enfilar en el curso de oficial de la Armada destacándose como uno de los mejores cadetes en la institución; era ordenado, cumplía como debía y se notaba que era un individuo a tener en cuenta para que avanzara en su carrera como militar.

Hacía ya varios meses que el oficial se había graduado y lo habían nombrado de profesor en la escuela de grumetes  de Barranquilla y también eran meses los que llevaba su familia sin recibir comunicación sobre su vida. Las cartas no llegaban a la vereda El Sausalito donde su madre se angustiaba más y más con el paso de los días y en el transistor  interrumpían las clases de alfabetización radiofónica para emitir noticias última hora sobre la violencia en el país.

El Capitán de Navío y comandante de la base llegaba a la entrada en el Land Rover asignado por la institución y mientras pasaba la guardia y un oficial daba parte a su comandante, él, notaba con extrañeza la presencia de aquella mujer; sin embargo, siguió  sin hacer preguntas al respecto.

La cajita  con las almojábanas, los quesitos y las arepas boyacenses ya no aguantaba más, la cintura que le había provocado la tensión de la cabuya estaba a punto de romper el cartón, y esperaba al lado de una desvencijada maleta de madera forrada en cordobán de la madre del Teniente.

La señora Clementina seguía esperando que la recibiera su hijo en la guardia, a pesar de su cansancio de dos días de viaje que  significaron  viajar a caballo durante dos horas, abordar el camión lechero, las dos flotas: una de  Tunja hasta Bucaramanga  y otra que la llevaría hasta la Costa Atlántica. Finalmente el viaje terminó con el taxi que la dejó en la portería de la escuela.

Era algo más de las siete de la mañana cuando uno de los infantes decidió ir hasta el rancho a pedir un desayuno adicional, pero los rancheros se lo negaban hasta que el infante explicó que era para una señora que estaba desde temprano en la guardia -Se abstuvo de aclarar que era un desayuno para la mamá del Teniente Torres porque los rancheros le tildarían de sapo-.

El infante llegó a la guardia con un café con leche caliente y dos panes para la señora y ella casi inmediatamente abrió la cajita y sacó una de las bolsas con almojábanas para regalarles a los infantes presentes.

El sol iba alcanzando la plenitud del mediodía y la señora Clementina seguía con su chal, su pava y ahora estaba sentada en una de las bancas de los disponibles,  cansada más  que nunca pero le preocupaba algo mucho más fuerte que el cansancio físico y el queso que se podría dañar con el calor; le agobiaba que le hubiese pasado algo a su muchacho y se lo estuvieran  ocultando desde la guardia.

Las puertas de la escuela se abrieron a las doce en punto y el carro del Capitán Garcés salía pero esta vez se detuvo al ver a la señora, le preguntó  al oficial que necesitaba la señora  de la banca y él respondió que estaba esperando al hijo y uno de los disponibles pidiendo permiso para hablar le dijo en voz baja al Capitán que al parecer la razón por la cual no venía el Teniente a recibir a su señora madre era porque se avergonzaba de ella ya que era la tercera vez que iba a informarle sobre la presencia de doña Clementina en la guardia pero el siempre sacaba una excusa como si esperara que la señora se aburriera y se devolviera.

El Capitán Garcés enterado de la situación, volvió su cabeza hacia ella y viendo  su cara de cansancio la saludó amablemente, le dio un abrazo, le invitó a seguir  ordenando a un infante que le llevara las maletas.
La señora Clementina con ese acento boyacense tan característico y esa impecable dentadura indígena respondió el saludo e inmediatamente preguntó si su hijo querido estaba bien porque llevaba horas esperándole.
Llegaron a una de las cámaras de oficiales y allí la instaló para que descansara mientras le decía que no se preocupara más que su hijo estaba bien y que ya lo buscaban para que le atendiera la visita.

La señora Clementina quedó en la habitación de oficiales que le asignaron y el Capitán ordenó a un ranchero que la atendiera con un buen almuerzo y envió a dos infantes  a que le llevaran al Teniente Torres a su oficina así fuera a la fuerza.

Mientras llegaban con el Teniente Torres,  el Capitán recordó y entendió claramente porque el día de la graduación, Torres sólo llevó  a la ceremonia a su hermosa novia costeña quien serviría como acudiente para la entrega del sable y decía que su madre no pudo ir por compromisos sociales en Bogotá.

El Teniente se encontraba en su escritorio tratando de leer el nuevo reglamento cuando se acercaron dos infantes a informarle que lo requería el Capitán de manera urgente.
Y el Teniente Torres conociendo el carácter de su comandante se apresuró rápidamente a su oficina, todo se imaginaba menos que la razón por la que lo requerían era su madre.
¡Buenas tardes mi Capitán! Saludó con energía el Teniente Torres al llegar al despacho del oficial y prosiguió ¡Qué ordena mi Capitán!, el Capitán se
Levantó de su silla, se aproximó al Teniente y le descargó una bofetada tan fuerte como pudo mientras le gritaba: ¡Mal hijo!

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