Por | Víctor
Hugo Vallejo.
Abogado,
escritor y periodista.
El muchacho se quedaba como embrujado mirando
hacia las líneas, los colores, los puntos, las combinaciones, la paciencia de
quien estampaba imágenes y letras sobre superficies que antes no tenían ninguna
vida. No paraba de mirar y lo que iba saliendo como resultado se le hacía una
especie de aparición maravillosa, a la que observaba desde todos los ángulos.
Allí podía permanecer mucho tiempo, todo el que se gastara ese pintor haciendo
los avisos de los diferentes establecimientos de comercio del lugar, tarea que
se realizaba con periodicidad anual, cada que el autor aparecía a renovar sus
obras y a pintar otras nuevas. Era como una rutina de cada doce meses, cuando
ese hombre a lo mejor se quedaba sin plata y volvía a donde le pagaban y lo
conocían. Recaudaba un buen dinero y le alcanzaba para muchos tragos de
aguardiente, ya que esta ocupación era el complemento de las jornadas de
trabajo, trepado en escaleras o andamios endebles, que soportaban su flaco
cuerpo.
El muchacho en un comienzo no entendía mucho.
Estaba muy niño. Solamente sabía que sobre esa superficie no había nada, pero
con la mano, los pinceles y las pinturas de ese señor visitante anual, se
llenaba de formas, de colores, de alegría, de luminosidad y además generaba
mensajes de gran impacto visual. No era fácil de entender, pero se haría el
propósito de entenderlo. Cada vez ponía más cuidado. Ya sabía calcular la época
en la que podría llegar el pintor y estaba pendiente de su recorrido de almacén
en almacén, de tienda en tienda, de lugar en lugar.
El pintor lucía ajeno, como que no se diera
por enterado de la mirada del muchacho. El estaba en su trabajo y en muchas
ocasiones otros muchachos se detenían a verlo manejar los pinceles, pero ese
niño en especial cada vez que llegaba, era como si lo estuviese esperando.
En su siguiente estada en el pueblo, antes de
subirse a la escalera a emprender la pintura del primero de los avisos que
haría en esa ocasión, se acercó al chico, le interrogó si era el mismo que lo
había estado mirando pintar el año anterior. El muchacho le confirmó y hubo un
diálogo entre ambos, en el que el joven le confesó que le parecía mágico lo que
hacía con las paredes, a las que les daba vida, a las que les ponía como un
sentido propio, que a él eso le gustaba y que en la escuela era muy bueno con
el dibujo, pues era capaz de reproducir con un lápiz todo lo que sus ojos
vieran.
El pintor supo que se había ganado un alumno
sin matrícula y que mientras tanto, para que aprendiera algo, le pediría que
fuese su ayudante gratuito, pues la paga de esos avisos publicitarios no era la
más amplia. El muchacho se entusiasmó y entendió que acababa de dar el primer
paso en el mundo de las imágenes que para él poseía una atracción absolutamente
fantástica, era como trasladar las cosas a superficies planas, sin contaminar
sus formas, sus colores, sus movimientos. Era la realidad en colores de la
realidad de la vida, pero salida de las manos de quien dibujaba y coloreaba.
Terminaron siendo amigos y cada año se
encontraban, pero en la medida en que se acercaba más al pintor, entendía que
se trataba de poner en juego la imaginación, el buen gusto, el delineamiento
con ideas previas que se iban formando y daban existencia a expresiones
contundentes para transmitir mensajes de alguna naturaleza. Un día ese pintor
no regresó. Nunca supo que pasó. No lo volvió a ver y luego cuando ya era un
hombre, también se fue del pueblo, pero no por voluntad propia, sino por la que
de quienes consideraron a su padre un enemigo y a su descendencia –era hijo
único- la continuidad de esa enemistad. No lo volvió a ver, pero ahora cuando
los años pasan y la madurez ha llegado con su carga de creatividad y
expresiones propias no se atreve, ni se atreverá, a perder la memoria de quien
fue su primer maestro sin proponérselo, de pronto hasta de mala voluntad,
porque no dejaba de ser incómodo tener a ese muchacho observándolo sin perderle
movimiento. Su nombre lo lleva en la mente y cada día en lo que hace y en los
avances de lo que se va constituyendo en una obra que necesariamente hará parte
del arte gráfico colombiano, habla de Norbey Cuartas con el cariño inacabable
de quien entregó lo poco que sabía a quien se sabía hábil con el lápiz y
entusiasmado con los colores.
De Norbey considera Jorge Alberto Restrepo
Hernández (Restrepo para el mundo de las artes plásticas) recibió las primeras
guías para llegar a convertirse en lo que es hoy día: uno de los grandes
dibujantes, ilustradores, pintores y caricaturistas de Colombia, sin que haya
tenido necesidad de dejar terruños pequeños donde se mueve con facilidad e irse
a grandes urbes para consagrarse. Lo que se tiene que respetar es su obra y
esta en el mundo de las comunicaciones tecnológicas es un universo plano que se
mueve con velocidades infinitas y se hace presente en todos los espacios de
manera instantánea. Dejar la provincia no está en los planes de Restrepo. La
que se tiene que ir es su obra y de hecho se va todos los días a caminar el
mundo de las visualizaciones y la comprensión de lo que sus líneas son capaces
de transmitir.
Restrepo todo lo hace desde Tuluá, allá en el
seno de su casa de un piso que como toda casa de pueblo el primer espacio lo
dedica a la sala, donde se reciben las visitas y sigue hacia el fondo por un
pasillo que conduce al comedor, por ahí a las zonas de ropas, los baños y a un
lado las habitaciones. Pero su casa se quedó sin sala. Allí es su taller, su
estudio, su biblioteca, su pinacoteca, su archivo y el parqueadero de su moto.
Se ingresa a ella de inmediato, una vez abierta la puerta metálica de la calle
y se tropieza con escritorios, computadores, cuadros, folletos, caballetes,
mesas de dibujo, cuadros terminados y sin terminar, libros en completo
desorden, sillas cómodas colocadas en los pocos rincones que dejan libres los
dibujos, todo iluminado con la poderosa luz del sol que entra por la ventaba de
vidrios que permanecen cerrados pues no se puede disponer de las áreas que
requerirían si se abrieran.
Desde allí el mundo se hace pequeño. Todo se
puede conocer. Todo se puede saber. En muchas ocasiones es suficiente con que
le digan de que se trata el dibujo para saber que es lo que debe hacer. De
alguna manera consigue una foto de la persona de quien se va a ocupar y elabora
los bocetos que se van perfeccionando en la mayor parte de las veces con la
intervención y comentarios de otros, pues no desecha ninguna opinión que le
expresen de su obra, como que cada día debe esforzarse en mantener la humildad
del que está en el constante proceso de aprendizaje. Es consciente que si se
deja llevar por el nombre, por el prestigio, por el reconocimiento, se puede
echar a perder a ese ser humano que se sienta a hablar con todo el mundo de
cualquier cosa y que goza de otros de los grandes placeres de la vida:
conversar con los demás.
Esa humildad que conserva en si mismo, lleva
a distinguir muy bien su obra de lo que es él como persona, le permiten hacer
empatía de inmediato con sus interlocutores con quienes habla sin parar y de
mirar constantemente a los ojos. No abandona el contacto visual con la otra persona
por ningún motivo. Lo sigue, lo busca, lo persigue, lo encuentra. Necesita
mirar a los ojos. La razón es elemental: es por donde comienza todos sus
dibujos. Tiene la convicción de que en los ojos es capaz de entender el
temperamento, el carácter de quien habla con él. De vez en cuando le da una
mirada a la nariz y un poco después a la boca, que analiza con detalle, en la
convicción de que en esta se encuentra la expresión cierta de los seres
humanos. Hablar con Restrepo es tarea tan interminable como cuando se sentaba
en el andén en la calle en el corregimiento de San Antonio, en el Municipio de
Sevilla, en el norte del Valle del Cauca, donde nació en 1972, a ver el
perfeccionamiento de los dibujos de Norbey Cuartas.
Jorge Restrepo es uno de los más grandes
caricaturistas que tiene hoy día Colombia y está marcando una época que con
toda seguridad va a ser mucho más brillante en el futuro, pues no para de
estudiar, de leer, de consultar, de investigar, para lo que utiliza con soltura
los medios tecnológicos que le da el mundo moderno. Se sienta en sus
computadores y es como que navegara por el mundo siendo uno de muchos pasajeros
que van juntos descubriendo y descubriéndose.
Para hacer todo lo que hace hoy día en el
mundo de las artes plásticas no requiere irse de su Tuluá del alma, la que
adoptó –y lo adoptó- como su segunda ciudad, cuando en 1994 debió salir
apresurado, a los 22 años, en compañía de su madre María Dubiela, luego de que
las balas criminales de quienes no saben de las ideas sino apenas de las
agresiones, le quitaran la vida al Concejal de la Unión Patriótica en Sevilla,
Jorge Iván Restrepo, sin que hasta el momento se sepa lo más mínimo de ese
crimen, por una sencilla razón: nadie lo investigó. Era la muerte de un
izquierdista más. Al establecimiento no le han importado los que no piensan
como los que dominan y han dominado la geografía en defensa de sus propios
intereses. Eso fue el martes 21 de marzo de 1994. Ese día comenzó una nueva
vida de quien siempre pensó que podría darse a conocer al mundo desde cualquier
lugar, sin que debiese abandonar la tranquilidad de los poblados pequeños.
Restrepo desde hace cuatro años es el
ilustrador de la revista Semana. Lo contactaron por teléfono. Lo contrataron
por teléfono. Lo instruyen y le hacen pedidos por teléfono. Habla cada semana
con el director de la revista más influyente en nuestro medio y no se conocen
personalmente. El director, y a veces el presidente del grupo de publicaciones,
lo llaman, le dan la idea que necesitan ilustrar y él comienza a dibujar y a
enviar bocetos. Poco a poco, mediante comunicación electrónica, se van poniendo
de acuerdo hasta cuando sale plasmada la imagen que se han imaginado los
editores. En la mayoría de las veces lo llaman e instruyen con dos o tres días
de anticipación, pero no es extraño que lo llamen el mismo día de cierre de
edición, por lo que debe trabajar con la premura del tiempo. Sus técnicas, el
dominio de las líneas y de los colores y la enorme facilidad que le dan las
tecnologías en materia de dibujos, facilitan hacer lo que podría tomar más
tiempo. Un conversador consagrado siempre va a entender que es lo que pretende
el otro. Basta con dejarlo hablar. El otro habla, él dibuja. Cada quien maneja
el lenguaje que necesita para comunicarse.
Jorge Alberto Restrepo Hernández es graduado
como licenciado en educación artística de CENDA y tiene un titulo Honoris Causa
de la Escuela de Comunicación Gráfica Taller Dos de Calarcá, Quindío. Por
encima de su formación académica, le da mucha trascendencia a los estudios que
constantemente realiza por su cuenta, especialmente detallando a los grandes
maestros de las artes plásticas de quienes desentraña los métodos y los
asimila. No le son ajenos los maestros como Picasso, como Dalí, como Toulouse
Lautrec, como Van Gogh, como Obregón, Botero, Grau, Caballero, Morales y
cientos de cientos más y por supuesto que asimila las enseñanzas de los grandes
caricaturistas de Colombia, especialmente en la obra de Pepón (José María
López) y Héctor Osuna.
Restrepo es ante todo un gran fisonomista.
Sus caricaturas antes que desbordamientos burlescos del personaje o de las
situaciones que grafica, son el trasunto de la personalidad y el carácter del
caricaturizado, que no se ofende cuando las ve, sino que apenas se limita a
detectar esos rasgos de personalidad que cada quien no está en capacidad de
establecer. Verse el carácter no es simple, casi imposible. Es una
manifestación externa de cada quien y ello corresponde a lo que captan los
otros, es decir a la alteridad.
Para este artista plástico que en el mes de
marzo irá a Suecia a la Academia del Premio Nobel para entregar los retratos al
óleo de sus miembros, en los que por encima de su rostro lo que logra plasmar
es la personalidad de cada uno de ellos. Viendo esos retratos no es necesario
hablar con esos señores tan serios para saber como son, como se comportan y que
distancia toman frente a los demás. En los cuadros de Restrepo antes que una
imagen se visualiza un carácter. El manejo de los colores y de la luz,
magnifican lo que hace.
Es que para Restrepo los retratos o las
caricaturas consisten en “… describir en voz alta el carácter del personaje”, o
de alguna manera “Salirse del camino para que la verdad se note más”.
Sus dibujos e ilustraciones, así como las
caricaturas han sido publicados en los periódicos de Tuluá El Tabloide, El
Mercurio y La Variante, en El País de Cali, El País de España, con el que
contrata ser ilustrador por temporadas y en temas específicos, El Tiempo de
Bogotá, la revista Humoris Causa de México, Perrocolato de Perú, Soho, Semana.
Ha realizado exposiciones de su obra en muchos países de América y de Europa y
el mundo apenas se le comienza a ampliar pues cada vez lo llaman de más partes,
en las que se conocen sus obras a través de los medios tecnológicos de
comunicación.
Por mucho que se le vaya ampliando el mundo,
Restrepo mantiene los pies firmes sobre la tierra de Tuluá, de donde no quiere
salir, porque el mundo que necesita de contacto permanente, le queda cerquita,
lo más lejos es a una distancia en moto, esa misma que ocupa un buen espacio en
la sala-taller de su casa. Allí vive tranquilo, relajado, muy ocupado, sin
dejar de leer, de estudiar, de investigar, pero todos los días se levanta se
pone sus camisetas sin bolsillos, de manga corta, sus jeans, sus zapatillas y
una camisa, abierta encima, de marca, pero discreta. Es que el mundo en Tuluá
es sencillo y el complicado de las artes plásticas lo tiene pegado en sus
equipos de cómputo.
Ha publicado tres libros de dibujos, pinturas
y caricaturas: “Tuluá y el mundo”, 2005, “La gracia que uno tiene”, 2008 y
“Restrepo”, 2013. En esos libros deja ver lo que es su talento y la gran
capacidad que tiene de entender y captar el carácter de todos sus personajes,
como cuando pinta al pianista Ray Charles con su gran bocaza y extenso mentón,
dejando ver la dentadura superior y terminando la figura con unas manos que
convierten sus dedos en teclas de piano. Más clara no puede ser la idea. O a un
Pablo Neruda mirando hacia el mundo distante de los grandes poetas, con su pipa
sin humo, su gran nariz redonda y una voz lenta y nasal que no se escucha, pero
ahí está. Es la misma magia que tenía ese pintor de avisos en San Antonio, en
Sevilla, cuando de niño se sentaba en el andén de al frente a verlo trabajar.
Restrepo desde Tuluá domina el mundo y sus
personajes con un lápiz y unos computadores que le permiten producir y
transmitir de inmediato. Todo lo que sale de las manos de Restrepo tiene la
forma precisa de una expresión que jamás será indiferente a nadie. Como la obra
de todo artista plástico que logra un lenguaje propio y de fácil identificación
ante los demás. Restrepo no se parece a nadie, pero de todos ha aprendido.