El realizador Lisandro Duque ha recibido múltiples
reconocimientos por ‘Los Niños Invisibles’ (2001), y ha dirigido películas como
‘Los Actores Del Conflicto’ (2008), ‘Visa USA’ (1986) y ‘El Escarabajo’ (1983).
Con ‘El soborno del
cielo’, una comedia negra sobre la intransigencia religiosa, el realizador
de Sevilla, Valle, Lisandro Duque, ha demostrado que el buen cine
colombiano sí tiene público. En dos semanas y media que lleva la película
en cartelera, ha estado en 48 salas, más de 50.000 espectadores la han visto y
la empresa alemana Media Luna la está promoviendo en festivales del
mundo.
Con la actuación
magistral del actor manizalita radicado en Nueva York, Germán Jaramillo, el
filme cuenta una historia real sobre un párroco del municipio de Sevilla que
declara el templo en entredicho y se niega a oficiar sacramentos hasta
que la familia Zapata traslade el cuerpo del suicida Aymer Zapata del
camposanto católico al laico. Sus seres queridos se niegan a cumplir la
orden y exigen que esta se haga extensiva a los familiares de otros
suicidas sepultados en el cementerio, al punto de rebelar un listado de
nombres con ayuda de la ciudadanía.
Duque escribió
con Gabriel García Márquez ‘Milagro en Roma’, ha recibido múltiples
reconocimientos por ‘Los Niños Invisibles’ (2001), ha dirigido películas
como ‘Los Actores Del Conflicto’ (2008), ‘Visa USA’ (1986) y ‘El Escarabajo’
(1983). Fue gerente del Canal Capital, fundó la carrera de cine en la
Universidad Central y por invitación de ‘Gabo’, dirigió la Escuela de
Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.
¿De niño notaron
en casa su habilidad para contar historias?
En estos días leí
un diario que nos hacía mamá, en el que nos dibujaba la huella
plantar y describía tempranamente nuestras características. Dice de mí que
era travieso, que empecé a hablar muy rápido, de corrido. En esa época se
asumía como precoz que uno empezara a hablar de corrido a los tres
años.
¿Qué imagen
tiene de su infancia?
Con mi hermano
Fernando nos criamos como mellizos, aunque me llevaba un año y
pico, fue socio de mis travesuras, que no fueron excesivas.
Donde mi tío Tulio el mayor placer que teníamos era subirnos
a un palo de aguacate criollo a comer con arepa y sal. Pese
a que era una ciudad violenta, hacíamos muchos paseos
dominicales, de olla, al río San Marcos y a fincas.
¿Y había espacio
para el cine?
A los ocho años
podíamos ir a matiné. Había dos salas de cine. En el Teatro Real veíamos cine
gringo, películas de vaqueros, y en Alcázar, de cantantes mexicanos como
Pedro Infante y Jorge Negrete, y los sábados a las 10:00
a.m. pasaban cine infantil doble, y el domingo se repetía en otro
teatro. Ir a cine era una fiesta. Uno toda la semana no hacía sino hablar
de las películas. Había compañeros hábiles para contarlas o
interpretarlas. En casa jugábamos a los bandidos, a los
indios, a los vaqueros, imitábamos a Tarzán, a Flash Gordon. Era la forma de
mantener excitada la imaginación.
¿En qué momento
surge su necesidad de contar historias visualmente?
Te confieso que la
primera necesidad que tuve de contar historias fue en lo literario, escribía
poemas que no volví a ver nunca, y a mis 16 años, en quinto de
bachillerato, fundé Idearium, mi primer periódico literario en el Colegio
Santander. Tuve buenos profesores de literatura clásica griega, francesa, nos
hablaban de grandes poetas y de escritores prohibidos por la
iglesia, como Franz Kafka, el rey de los prohibidos era Vargas Vila
y los radicales colombianos, como Rojas Garrido. La
bibliotecaria nos prestaba clandestinamente libros de Sartre, de Albert
Camus. Casi todo lo que uno leía eran textos pecaminosos, según los que
los prohibían.
¿Cómo lo
influenciaron intelectualmente los colegios por los que pasó?
Estudié primaria
en el Colegio Uribe y bachillerato en el Santander. Entre el 57 y
59 mi papá nos llevó a vivir a Pereira y estudié en un colegio público,
el Deogracias Cardona, al que llegaban los desplazados por la violencia
en los 50. Y había gente con costumbres que a uno, como niño recién
llegado de Sevilla, lo dejaban atónito. Era una aventura sobrevivir al matoneo
de condiscípulos burdos en su temperamento, fuertes en el físico,
que incitaban a la pelea a puñetazos. A uno le tocaba defenderse como
pudiera. Terminamos con mis amigos refugiándonos en los libros tempranamente,
nos parecía que era lo único que nos podía dar cierta inmunidad.
Éramos una pequeña élite de intocables. Y como fuimos troncos para
el fútbol, el basquetbol, la lucha libre y la jabalina, nos
escondimos en los libros y no sólo de los que incitaban la pelea, sino de
los que nos querían dirigir la consciencia: los curas.
¿Le hacían
bullying los curas?
Sí. Uno
estaba obligado a confesarse los primeros viernes, a comulgar los
primeros sábados, a ir a misa y arrodillarse. Era tan fuerte la
presión de quien mandaba en el pueblo, el cura
párroco, que uno se sentía acorralado. El párroco Buenaventura, que nada tiene
que ver con el que recreo en ‘El soborno del cielo’, fue un patriarca
religioso, flaco, se parecía al Papa Pío XII, elegante, pero muy severo.
Desde el púlpito y por los parlantes de la torre daba los nombres propios
de quienes “estaban yendo mucho a la zona de tolerancia”. Escarmentaba
públicamente a quienes vivían en concubinato, daba nombres de las
parejas “desavenidas”, casadas y católicas que peleaban. Se opuso a la
construcción de una piscina en el Colegio Santander porque hombres y mujeres no
podían estar semidesnudos al tiempo allí.
Agradezco que mis
padres fueran suscriptores de la revista Life en Español, de Selecciones
del Reader's Digest, de la colección de literatura Tor, unos libros que había
que despegarlos con cortapapeles, adonde llegaban La Eneida, La Odisea,
El Conde de Montecristo, las novelas de Víctor Hugo. Por fortuna, en mi casa y
en las de otras familias, como no existía la televisión o si ya se había
inventado, no teníamos, uno leía mucho, no perdía el tiempo viendo
TV. Empezamos a leer José Carlos Mariátegui, escritor peruano, y a Jorge Enrique Camilo Rodó, uruguayo. Y mientras ciertos sectores
culturales se aprendían de memoria poemas de Jorge Robledo, yo leía
a Eduardo Cote Lamus y a Jorge Gaitán Durán. Robledo me pareció
rústico.
¿Cuando decide ser
ateo?
A los 16 años. La
quema del pesebre que narro en ‘El soborno del cielo’ fue un
6 de enero de 1960, por parte de mis amigos Mario Pineda y Humberto Pino,
de 18 años. Yo era de la línea junior de esa patota de
muchachos inquietos intelectualmente. Fue una respuesta radical a las
historias que narraban la espeluznante complicidad de los curas vallecaucanos
con los pájaros de los años 48, 49 y 50, que sacaban a la gente de sus propiedades
en Restrepo, en Trujillo, y que quemaron pueblos como
Ceilán, Betania, La Tulia, Naranjal y provocaron masacres en
la cordillera central, en El Cairo, El Dovio, El Águila. Esos desplazados
espantados de allá y liberales, cruzaban el río Cauca y se venían a
vivir a Sevilla, capital cafetera de Colombia. Eso hizo mella en la
virtud religiosa que los jóvenes teníamos. Dejamos de creer
en los curas.
¿Si no cree en
Dios, en qué cree?
En el estudio,
la racionalidad, la ciencia, pero sobre todo en el amor y en la
felicidad. Las religiones son creaciones del ser humano, de las instituciones,
para distraernos de los deberes éticos. Me di cuenta de que los
pobres creen en Dios y Él cree en los ricos.
¿La violencia
afectó a su familia?
No. Mi papá no era
agricultor, ni propietario de tierra, era comerciante, artesano, se dedicó a la
relojería. No tenía un rango económico que lo hiciera víctima deseable de
esa violencia.
¿Pese a su
agnosticismo, su familia era católica?
Mi mamá era muy
católica, y aunque mi papá era agnóstico, siempre fue prudente. A
mi papá y a sus hermanos les gustaba la literatura esotérica, de
reencarnación. Un día le pregunté a mamá qué era rosacrucismo y me dijo
“mijo, es una doctrina que hace suponer que usted se muere y se
vuelve una mata de plátano”.
¿Y ahora qué
piensa que va a pasar con su cuerpo cuando usted muera?
Como ser
físico me disuelvo, me diluyo, me transformo en cenizas, en semillas, en
tierra, en naturaleza. Terminé creyendo lo que antes me parecía terrible,
que uno se muere y se puede convertir en una mata de plátano.
¿Qué tipo de
publicaciones escribía en su periódico Idearium?
Eran reflexiones
con unas pretensiones de trascendentalidad grandes, sobre problemas
cívicos, la pavimentación de calles, que los toques de queda no
fueran desde tan temprano. En estos días, cuando me doy cuenta que se
respiran aires de tranquilidad en muchos pueblos afectados por el
conflicto armado, a pesar de que vivo en Bogotá, me instalo en la
sicología de un joven de una región remota en Caquetá o Catatumbo y
siento alegría de que experimenten un cese al fuego, porque en esos
años se sentía un tiroteo a tres cuadras, a medianoche y uno esperaba al día
siguiente a ver qué había pasado.
¿Qué película
viene a su cabeza de esa violencia que vivió Sevilla?
Cuando estaba
pelado, de 13 años, apostaba con mis amigos carreras en bicicleta y la primera
etapa era Sevilla-Cementerio, llegábamos y recostábamos las bicicletas en
las paredes del anfiteatro, nos trepábamos en ellas y veíamos por las
ventanitas, fácilmente acomodados, doce degollados, y decíamos
“empieza la segunda etapa: Cementerio-Tres Esquinas”. Esa morbosidad por
lo violento ha estado presente en las generaciones en los
últimos 60 años. Era habitual ver las volquetas del
municipio llegar del campo con ocho cadáveres cuyos pies colgaban,
empantanados y llenos de sangre. No es una memoria grata. Uno
trataba, por instinto, de fugarse de eso metiéndose a un rincón de casa
a leer literatura que lo remontara a otros países y épocas.
A propósito de
literatura. ¿Cómo se da la relación con García Márquez?
Yo estaba en Cali
para la premier de mi película ‘Visa USA’ en 1986, en abril o mayo, en la casa
de mi hermana, y allá me entró una llamada de Gabriel García Márquez. Yo
con él nunca había hablado. Creí que era algún amigo tomándome del pelo,
pero le reconocí la voz, sentía ese feedback que producían las
llamadas internacionales. Me dijo que había visto mi película ‘Visa USA’ y que
le había encantado. “Es un guion sin fisuras, no tiene una grieta.
Y los diálogos son excelentes. ¿Cómo los haces?”. Me
ruboricé, se lo agradecí y dijo: “Puedes utilizar mi nombre para la premier y
para efectos de publicidad, di que yo considero que es muy buena”. A los 20
días me llamó para proponerme hacer con él ‘Milagro en Roma’.
¿Cómo fue trabajar
con él?
Muy fluido. Él,
por fortuna, no fue al rodaje porque no hay cosa más incómoda que tener al
coguionista ahí. Trabajamos en el guion en La Habana, en México y en Bogotá,
por cuatro meses. Él hizo la versión última. Me enseñó a trabajar en
computador. Una vez en su casa, en Ciudad de México, me dijo: “Voy a hacer una
siesta, sigue redactando” y le dije “Es que no sé escribir en
computador” y me enseñó a manejar el Mac. Me dijo: “Si ves que te queda grande
o que se te va a borrar el material, escoge una máquina de escribir ¿Quieres
esta en la que escribí ‘Cien años de soledad o esta otra en la que
escribí ‘El Otoño del Patriarca’, que es eléctrica?” y yo, “No, maestro,
me da miedo, no me atrevo a tanto”. “Te toca entonces escribir en
computador”.
¿Cuál fue la
última vez que hablaron?
La última vez que
hablé con él y estaba en el ejercicio de su lucidez fue en 2003, me llamó para
hablarme de un proyecto de siete películas que haría en
América Latina y España, con Antonio Banderas: “Ponte pilas, hay que
empezar a cranear un guión”. Pero luego salió la noticia de su cáncer
linfático y permanecía largas temporadas en Los Ángeles haciéndose la
quimioterapia. Cuando celebraron los 80 años en Cartagena, lo
saludé en el hotel y, te confieso, que tuve la certeza de que él no se había
dado cuenta de con quién había conversado. Me dio mucha tristeza porque
sentí que estaba entrando en una fase terminal de su enfermedad.
Sobrevivió seis años en esas circunstancias, no distinguía bien a la
gente. Pero una vez a un amigo le dijo “Yo no me acuerdo quién eres tú, pero me
acuerdo que te quería mucho”.
Según Lisandro
Duque, quien militó en la Juventud Comunista Colombiana, Juco, junto
a Álvaro Fayad, Carlos Pizarro y Lucho Otero, miembros después del
M19, y que tuvo por compañero de clase de antropología a ‘Alfonso
Cano’, de las Farc, “los que reclutaban guerrilleros nunca me vieron como uno
ideal”.
“Nunca di la talla atléticamente y he
sido un gocetas, con propensión a la bohemia. Me pasó lo que en el Colegio
Santander, que no me llamaban para empresas de tipo heroico o escaramuzas
físicas, porque decían: ‘Ese es un intelectual, dejémoslo que siga con
sus vainas’”, explica.
Duque cuenta
que entró a estudiar antropología en 1969 a la Universidad Nacional por la que
siente “un amor edípico”. Aparte de sus clases, cumplía con actividades
extracurriculares, como ir a conferencias, participar en mítines, en
discusiones políticas. “Me pedí dirigir el cineclub ‘8 y 1/2’, en
homenaje a Fellini y en 1969 entré a militar en la Juventud Comunista
Colombiana”. Siendo los años 60 muy impactados por la Revolución Cubana y
el Che Guevara y sus ideales, los universitarios se sentían
obligados a intervenir en las luchas sociales y movilizaciones
callejeras, él no fue la excepción. En 1965 hizo parte del grupo que llevó a
Camilo Torres a Sevilla.
Confiesa que nunca
pasó de las pedreas y de enfrentamientos con la policía. “Había
muchos compañeros que repentinamente desaparecían del salón. Los guevaristas y
procubanos se iban para el ELN, los maoístas para el EPL y
los comunistas, línea Moscú, para las Farc. Los que hoy en
día forman parte de la dirección de las Farc, que negocian en la Habana,
son miembros de esa generación”.
Eso sí, antes de
ser expulsado en 1973, en último semestre de antropología, ya había
sumado adeptos a su verdadera causa: el cine.
“Había una
asignatura de Antropología Visual y empezamos a experimentar en 16
milímetros, armé un combo con Yira Castro, la mamá de Iván
Cepeda, el senador, y con Norman Smith, músico a go go de Los Yetis,
hicimos una película documental. No nos alcanzó la plata sino para filmar
dos planos, pero así haya durado dos minutos, es una película. Trabajamos con
obreros de Eternit que llevaban en la huelga seis meses y
sus patrones no le paraban bolas a sus peticiones y filmamos la cuña:
‘Eternit es eterno’”.
Sin embargo, la
hermana menor de Lisandro, María Teresa Duque, cuenta que no advirtió
visos de rebeldía en su hermano y que lo de bohemio no es por la bebida,
pues no suele tomar. “Mi papá le decía: ‘Mijo, por acá pasó Emilio y me dijo
que te dejaba plata para que te cortaras el cabello’, refiriéndose a un tío,
que como otros de la familia creían que Lisandro era revoltoso porque tenía el
pelo largo. Pero ambos se reían y le restaban importancia”.
Los Duque Naranjo eran cuatro. “El mayor,
Rafael, terminó bachillerato y se fue a estudiar. Con Fernando y
Lisandro crecimos juntos y teníamos tertulias muy agradables”, dice
María Teresa, charlas que incluían a su papá Lisandro Duque Ossa, quien
falleció de 68 años y a su mamá, Inés Naranjo López, que murió tres
años después.
Lisandro, le
heredó a su padre, “la serenidad, lo amoroso y lo
tertuliador”. Pero tiene un defecto, su nerviosismo. “Mi mamá decía
que el que amaba el peligro en él perecía y él le respondía ‘yo no
mamá, yo no amo el peligro’”, cuenta María Teresa, a quien Lisandro
le enseñó a bailar rock and roll y twist, “él
osaba de ser empresario de artistas, en los años 60 llevó a Juan Nicolás
Estella y a dos de Los Yetis a Sevilla. Mamá escribía acrósticos y memorizaba
poemas, y le decía ‘mijo, por qué no escribe’, él respondía ‘Yo
escribo mamá, yo escribo”.
Ella dice que
Lisandro fue noviero, que le encantaba una compañera suya de
colegio, Alba Granada, hermana de Fulvio, el suicida en cuya historia se
inspiró su película ‘El soborno del cielo’: “Era muy linda, mucho menor
que él. Él es muy tierno, y eso les gusta a las peladas”.
Y él
advierte: “El tema de las mujeres en mi vida no me deja más que gratitud. Con
mi primera pareja, Marta Muñoz, paisana de Sevilla y socióloga con
quien tuve a mi hija mayor Lucía, que es historiadora. Con la
periodista María Isabel García tuve a Amalia, que le dio por estudiar
cine y ser mi colega y mi última pareja fue Anaís Domínguez, cineasta
venezolana y quien me produjo ‘Los niños invisibles’, ‘Los actores del
conflicto’ y ‘El soborno del cielo’. Para lo que tiene el cine de escandaloso,
mi hoja de vida sentimental ha sido discreta”.
El Soborno del Cielo
Germán Jaramillo,
actor (La Virgen de los Sicarios) que reside en Nueva York, no
dudó en aceptar el llamado de Lisandro Duque para protagonizar ‘El
soborno del cielo’ y encarnar al cura déspota. “Lo tenía como una
referencia muy elevada, porque pertenece a la primera generación de
directores de cine en Colombia, cuando empezó a hacer películas
con Gabriel García Márquez era una obra colosal hacer una
película, era difícil producir, costoso, parecía quimera”.
“Esa
generación se emparenta con la gran tradición del cine europeo, que
es más sesgado a contar historias y no al norteamericano,
ligado a costos altos de producción”, dice Jaramillo. Él, que
ha trabajado con directores como Barbet Schroeder, Jorge
Alí Triana, Ricardo Camacho, vio este papel como “un punto de
quiebre. Siendo educado en Manizales con un pasado católico y fundamentalista,
este rol fue un karma y sublimación de cantidad de temas por resolver.
Hubo cosas que decidí cambiar y él aceptó con generosidad. Con él uno
trabaja con gusto, creatividad y la certeza de que lo que uno hace
será imperecedero”.
Cuenta el actor
que se ocupó de que su personaje “no quedara como una caricatura de un cura de
pueblo ordinario, como pasa en general en las películas colombianas, las
telenovelas o el teatro, para decir que son los malos, los
tontos o radicales. Hacer de un cura con el tono de lo
místico y del poder como una misión de vida, para mí fue
importante, no caer en lo inmediato, en lo simple”.
Lisandro admite que procura que sus
personajes “se parezcan a los actores y no al revés. No me gusta que un actor
crea que se tiene que parecer al personaje y esté forzando mucho su
capacidad actoral. Me inspiro mucho en sus potencialidades”.
Es exigente hasta
consigo mismo. “Yo he pegado actuaditas corticas. En ‘Milagro en Roma’
hice un papel más consistente, no porque quisiera, sino que estábamos en
Roma y necesitábamos un colombiano para que hiciera de un miembro del cuerpo
diplomático. Hicimos cásting de 20 coterráneos, ninguno fue satisfactorio
y terminé haciendo de villano. Algunos directores han querido que yo actúe para
ellos, pero le tengo pánico a eso”.
Aunque vive
orgulloso del éxito de su película ‘Niños invisibles’,
premiada en Canadá, Grecia y Colombia, y que después de 15
años tiene grata recordación, aclara que “no es de ‘Gabo’, como dice
Wikipedia. Es mía. La prueba es que cuando le mandé una copia
para tener de él un concepto, me dijo: ‘Eres un cobarde, no fuiste capaz
de volver invisible a ese pelado’. Él no habría sido el socio ideal”.
De ‘Los actores
del conflicto’, dice lo que Hitchcock decía de ‘Marnie la ladrona’, “es
una película enferma, corrió una suerte adversa, cuando la
escribí era una historia contemporánea y provocadora sobre el
secuestro. La filmé en 2005 y la estrené en 2008 y en
esos años rescataron a Íngrid Betancourt, las Farc soltaron
cantidad de prisioneros, militares o civiles. Y la gente ya no se
acordaba de ese fenómeno”.
Autor: Isabel Peláez | Reportera de El País