Ayer estuve en ti cara
ciudad mía, y hallé el placer que siente el niño en el regazo de su madre.
Porque tú guardas para el hijo algo dulce, algo delicado que extasía y cada día
tienes un nuevo embeleso, un nuevo canto. A Ti, que duermes como en un alcázar,
llega el incienso del Valle envuelto en los oros del crepúsculo.
Bebiendo la ambrosía de tus
campos he abierto las puertas del pasado, me he asomado instantáneamente a la
niñez dulce y apacible, a la niñez sin responsabilidades; he abierto y
penetrado en tus aulas, tiernos nidos que fecundaron tus polluelos, que
formaron tus ilustres hijos. Pero a ellos, niños mimados de la fortuna, les ha
sonreído Minerva y en el jardín de los anhelos han cogido las flores de la
fama.
De estos que jugaban
conmigo en los recreos, que se inclinaban sobre las mismas bancas que escucharon
las mismas clases, muchos han ido en pos de las musas, en pos de lo sublime, en
busca de la gloria. Han saboreado con delectación la miel del castellano, y parece
que a través de la distancia y del tiempo, como en una pantalla sus nombres
titilaran. Otros nos hemos rezagado, y en la soledad del campo, bajo el peso
del destino, abandonados de la suerte vivimos resignados, reteniendo, como en
una cárcel, un espíritu ávido de horizonte y de belleza.
Encerrado de nuevo en mi
corazón los días felices de mi niñez, torno a la realidad y envidio tus poetas, tus hombres intelectuales;
los admiro sin atreverme siquiera a brindarles la mano, porque mi memoria es
una mano humilde, una mano tosca y callosa, curtida por el trabajo.
Pero dejemos que ellos rumien
la gloria, que ellos traigan nuevas rosas para tu corona; y mientras tanto
déjame extasiar en tu belleza, en tu aire, en tu cielo, toda mi vida. Porque en
estos momentos te presentas más atractiva, más bella. Tendida al pie de “Los
Alpes”, te semejas a una amada divina que descansa a la luz de tu hermosura. No
sé por qué cada que llego a ti, ciudad cara, siento algo que no sé definir;
algo que rodea mi alma, tal vez una mezcla de dulzura y de nostalgia, la dulce
nostalgia que hace soñar a los poetas.
¡Sevilla, dulce Sevilla!, Paraíso
del cielo desprendido, tú eres canto, eres amor, eres poema. Eres la niña
mimada sobre cuyos hombros las erguidas cumbres
han colocado un manto blanco de novia. Para tus hijos no hay otro lugar acá en
la tierra más sublime, más atractivo, otro lugar como éste donde se dan cita
las auras perfumadas del Valle.
Ayer estuve en ti, y de
regreso a mi retiro sentí que algo me faltaba, algo como un deseo insatisfecho,
la nostalgia de tu ausencia caía sobre mi alma.
Sevilla, tierra de promisión,
tierra de bellezas tantas, deja que con toda emoción deshoje a tus plantas como
una rosa, mi corazón…
Por| Miguel Ángel Gallego Rivas
(1904-1990)
Investigación y recopilación
Pbro. Rodrigo Gallego Trujillo