Enrique

29 de octubre de 20140 COMENTARIOS AQUÍ

(Así relata mi tío abuelo Rubén Gutiérrez el comienzo de la época de vacas flacas en la casa de mis abuelos, mi mamá y mis tías. Hablamos del final de la década de los años sesenta, época en que aún quedaban muchos rezagos de la violencia bipartidista. A mi abuelo, conservador más de nombre que de verdadera convicción, lo atacaron unos bandoleros liberales en la tienda de la esquina de la casa donde vivía él con su familia. Es decir, mi familia. Allí se supone que lo habían llamado para negociar un viaje en taxi hasta Bogotá).

Enrique tiene su carrito y lo trabaja para el sustento de sus pequeños. Lo tiene en Siracusa. Una tarde, por los lados del hospital, lo atacan unos bandidos y lo hieren a machetazos en la cabeza y los brazos. Cuando me avisan ya lo están curando en el hospital, sale a los dos días y se recluye en su hogar de Siracusa. Le da el carrito a un chofer para que lo maneje a porcentaje, en los primeros días le pasa algo de dinero pero pasan los días y le entrega poco. Este chofer, para que Enrique no salga a trabajar y le quite el carro, le dice siempre: “Vea, don Enrique, no vaya ni intente salir a la calle, ya que a usted lo están preguntando y esperando para acabarlo de matar”.

Mi hermano le cree y, debido al pavor que lo acompaña por lo que le pasó, le deja el carro. Pero pasados dos meses, el chofer se revela a entregarle dinero del realizó aduciendo que ha hecho arreglar el carro. Cuando Enrique acuerda ya no hay nada de carro, está acabado. Realiza algunos pesos y queda varado sin con qué alimentar a su familia. Brega a hacer algo, pero no encuentra en qué; algunos familiares tienen que darle la comida. Entonces busca en qué pueda ganarse algunos pesos: va a la galería con panela, y no levanta nada.

Algún día llega a mi depósito y, dado que en esos días habían llegado al pueblo, como cupo, unos ocho automóviles Ford 61 bellos y poderosos, yo le pregunto: “Oiga, hermano, póngase a manejar algún carro, aunque sea al porcentaje”, y me replica diciendo: “¿No ve cómo me quedó esta mano? Mírela no más, toda gorobeta y torcida. Nooooo, noooo, yo no puedo”, y hacía muecas y torceduras del cuerpo.

Viendo yo a mi hermano en esa situación tan deprimente para mí, le digo de nuevo: “Hermano, y si yo comprara uno de esos poderosos Ford 61, ¿no serías capaz de manejarlo?” Ahí sí: se le destorció la mano, se enderezó y se alivió del totazo. Pues entonces nos fuimos a Cali y compramos uno en veintiséis mil pesos; lo matriculamos en la empresa y mi hermano puede seguir llevando el pan para sus hijitos. Cuidaba mucho de este vehículo y no lo trabajaba de noche.


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