Las cabalgatas —exhibiciones de equinos hermosos (¿qué yegua o caballo no lo es?), desfilando con hombres y mujeres como jinetes— se tomaron hace rato las calles del Eje Cafetero, el Valle del Cauca, Antioquia, la Costa, etc. La expansión de este fenómeno permite augurar que para la Cabalgata de la Vallecaucanidad, en Cali, habrá 3.000 binomios (así se les dice a los caballos y las yeguas con sus respectivos jinetes). Esas ya son palabras mayores. En la memoria antigua las cabalgatas eran de hacendados y sus esposas, que exhibían unos pocos caballos de paso fino y se tomaban un tinto encima de ellos sin derramar una gota. Pero la cantidad de ejemplares de la que se habla ahora permite calcular que ese espectáculo se ha vuelto complejo y costoso. Ha perdido espontaneidad, y mejor.
Las cabalgatas se parecen a las carpas de la Fórmula Uno, que van por las capitales del mundo trasteando sus carros, mecánicos y herramientas, mientras que las marchas a caballo —me refiero apenas a las que ocurren en el occidente del país— visitan 42 municipios vallecaucanos, 10 quindianos, 14 risaraldenses y 27 caldenses, convirtiéndose en la atracción en fiestas aniversarias, patronales o días de la madre (información encontrada en YouTube), sin incluir los más de 100 municipios antioqueños.
Son 200 eventos anuales como mínimo —repito: sin incluir la Costa—, que exigen todo un trabajo de producción en transporte, forraje, vestuario, alojamiento, alimentación, etc. Ese ya no es un espectáculo como para que monten a caballo los traquetos, con las bestias echando espuma por la boca, sudando a mares, sacando chispas con sus herraduras, hasta resbalarse del cansancio, herirse y quedar muertas, algunas manando sangre por sus belfos, mientras al fondo se desgañitan con sus voces Vicente Fernández y Yeison Jiménez. Eso era antes.
Ahora son empresas, con jinetes asalariados, que saben manejar las riendas de las bestias amaestradas, porque si no empezarían a corcovear. El personal de jinetes hasta uniforme tiene, según observé en los videos de muchas ferias, cuyas mujeres jinetes —que son la mayoría— llevan pantalones de cuero y de la cintura para arriba desarrollan su creatividad ofreciendo unas blusas con escotes braveros. Obviamente, hay pregoneros de guaro, pero en realidad los escasos tragos se los beben los chalanes y las chalanas con discreción.
Nunca he visto una cabalgata in situ —las eludo si estoy en donde ocurren—, pero recuerdo que los animalistas, muy razonablemente, exigían delicadeza con las bestias, presencia de veterinarios, disminución de las distancias y que no sean sobre pavimento. Supongo que los criadores de caballos han disminuido la violencia de esos certámenes —para contar con el asentimiento público contra el maltrato—, pero en el desfile de Tuluá bajaron la guardia, seguramente por haber contratado a Faustino Asprilla como imagen oficial, y aquello fue un caos de violencia: dos caballos muertos, varios humanos y equinos heridos —no se sabe si jinetes o espectadores—, pero además estuvieron a punto de que se desplomara un puente, por intentar hacerlos caber a todos en aquella euforia de sangre y licor, donde uno de los caballos perdió la vida al caer cinco metros por las barandas. Con ese saldo criminal se cerró “la cabalgata más grande del mundo”. Un show dantesco.