Texto de Lisandro Duque Naranjo
“¿Y por qué está tan triste?”, le preguntó al aire el periodista futbolero Hernán Peláez, a las 6 a. m., a Yamid Amat, al encontrárselo amanecido frente al micrófono luego de pasar la noche del 26 de noviembre de 1983 transmitiendo los detalles trágicos del accidente del jumbo de Avianca, estrellado en Madrid el día anterior, donde perecieron 181 personas. Yamid, muy somnoliento, le contestó: “¿Le parece poco lo que ocurrió anoche?”. Peláez, quizá por relajar la atmósfera de pesar que agobiaba al país, le respondió con un chiste definitivamente malo y en todo caso escalofriante: “¡Ah, qué va! Yo diría que su tristeza es por la goleada que le pegaron ayer al Santa Fe en El Campín”.
Esa salida en falso debió haber remordido por un buen tiempo la conciencia del comentarista. Por entonces no había redes sociales que hicieran viral tan infeliz ocurrencia, pero es de suponer que el señor Peláez haya aprendido desde entonces a contener su espontaneidad, como lo ha demostrado hasta ahora, cuando anuncia un prometedor programa sobre tangos en W Radio. En cambio y con justicia, muchos años después, ya en la era de internet, sí se hizo escarmiento a la insidiosa pregunta que el periodista deportivo César Augusto Londoño le hizo a nuestra atleta Caterine Ibargüen: “¿Quién es el machucante oficial?”.
Las palabras dichas a través de un micrófono o una cámara no se las lleva el viento. Y la prueba es que esa frase pronunciada hace 40 años por Peláez se me quedó en la memoria. “El que ofende escribe en piedra y el ofendido en la arena, al que ofende se le olvida y el ofendido se acuerda”. De ahí que sea tan delicada la misión de los periodistas radiales y televisivos, y en general la de las celebridades de los medios. Porque lo que sale al aire no se devuelve. El micrófono y la cámara tienen la singularidad de revelar la intimidad de la ideología y la visión del mundo. Los medios son un confesionario, como si un cura les pusiera parlante a los pecadores.
No necesita uno ser muy severo para cogerles antipatía a quienes incurren en público en frases o conductas reprobables, que revelan un alma oscura y una ignorancia invencible. Le perdí el gusto como espectador a las películas con Sharon Stone cuando, a propósito de un terremoto en China que costó 67.000 vidas, esta señora dijo: “¿Es eso el karma, cuando no eres bueno y las cosas malas te sucedan a ti?”, por la tiranía que han tenido con el Tíbet. Y a Bruce Willis, desde cuando dijo hace 17 años: “Todo aquel que se preocupe por proteger la libertad de buena parte del mundo debe hacer lo que sea por acabar con el terrorismo y no sólo en el Medio Oriente. Estoy hablando también de ir a Colombia y hacer lo que toque para acabar con el negocio de la cocaína”. Marlon Brando y Bernardo Bertolucci se me salieron después de que se supo que habían concertado una escena de violación al personaje de María Schneider, sin consultarle a ella, en El último Tango en París. Y para colmo, Bertolucci agregó: “Me siento culpable, pero no me arrepiento”.
En estos días, en Blu Radio, la periodista Claudia Palacios se quejaba del límite de velocidad impuesto (50 km por hora) a los vehículos de todo tipo (desde camiones y buses hasta carros particulares) que se desplacen por la autopista Norte hasta la calle 200, pues las autoridades distritales consideran que hasta esa intersección aún hay flujo de peatones urbanos que pudieran correr riesgo. La señora Palacios, defendiendo el derecho a hundir más el acelerador a esas alturas de la ciudad, dijo: “Las únicas personas que se benefician de que uno baje la velocidad son las que se quieren colar en el Transmilenio”.