Texto de Lisandro Duque Naranjo
Contaba Carlos Tévez, el futbolista argentino, que cuando su equipo de fútbol en Europa le asignó su carro, un Audi, y llegó feliz manejándolo al entrenamiento, sus compañeros se mofaron de él pues lo que conducía era una carraspanda en comparación con los Lamborghini que ellos tenían estacionados. Hace poco, Messi y Mbappé viajaron en un jet privado de París a un pueblo que queda a una hora en tren rápido. Se ganarían, si mucho, 30 minutos, pero “time is money”. Los franceses les recriminaron esa excentricidad, pues “se estima que por una hora de vuelo un avión expulsa a la atmósfera 435 kilos de dióxido de carbono”. ¿Con cuántos kilos de eso mismo polucionó la ex primera dama de Duque, cuando mandó un avión de la FAC a que le llevara un vestido? Nuestro star system de las redes sociales, futbolistas, influencers, cantantes de vallenatos y de despecho, toda esa neoglobalidad, ostenta sus aviones, mansiones con gimnasios, yates y cuatrimotos como la que lanzó al mercado Iván Duque en la semidestruida Providencia. Muy Miami la cosa.
La versión rústica del uso del tiempo libre también ha llegado acá a través del auge del turismo improvisado. Hay un crecimiento excesivo de instalaciones que, en las zonas costeras, están causando deforestación en los manglares y asfixiando ballenas y tortugas con sus bolsas de plástico. De Pereira y Armenia salen muchedumbres a tomarse un “descanso” durante un puente en Salento, y ya salidos de la carretera principal los espera un largo trancón en el minúsculo camino — ¿unos 10 kilómetros?— que “conduce” al pueblo, quemando aceite. Los que logran llegar a la plaza, luego de esa gesta, desvelan a los habitantes con sus botellas estrelladas, las peleas y sus reguetones a todo chorro durante tres noches completas. El resto es el basurero de ciudad devastada que les queda de recuerdo a los pobladores fijos los lunes de la evacuación. Para no hablar de que avivatos forasteros o lugareños han convertido las casas de la colonización en unos mamarrachos morados, rosados, amarillos, que es la “estética” típica para los turistas promedio. Y para allá va Filandia.
Moderar estos excesos también forma parte de lo que escandalizó cuando la ministra Irene Vélez habló de la urgencia del “decrecimiento”. Los desarrollistas se arrojaron al agua a mandarle sus tarascazos a la valiente figura del gabinete. Y eso que ella solo se refería a las energías fósiles, a las hiperindustrias contaminantes, al tren de vida suntuario, a lo que incita al cambio climático. Decrecer es simplemente contener el consumismo voraz, volver a lo frugal, sin llegar a místicos. Habrá que acompañarla en las alertas que emita sobre las derivaciones tóxicas que causa un mercado promotor de lo innecesario.
La joven ministra estudió Filosofía, lo que hace confiable su juicio. Pero además es doctora en Geología y Geografía Política, lo que la califica más aún para diagnosticar las enfermedades del planeta. No en vano las citaron al Congreso a ella y a su colega Susana Muhamad, ambientalista. Entre ambas tienen asustado al establecimiento tradicional, porque iniciaron sus gestiones con propuestas como la transición energética, reflexiones sobre el decrecimiento y decretos contra el glifosato y el fracking. Hace años, un señor Rajoy estigmatizó como los “subversivos del siglo XXI” a los ecologistas.