Un texto de Edgar Alzate Díaz
Este artículo es parte de los recuerdos de
mi trabajo con los indígenas de las etnias Tucano, Desano, Barasano, Huitoto,
Tatuyo, Siriano y otros grupos ubicados en las cuencas de los ríos Paca y
Papurí, ríos de corta extensión y caudal que son hitos internacionales de
nuestra frontera con Brasil, en el departamento del Vaupés. Tal vez muchas
condiciones de las que expreso en este artículo pueden haber cambiado, pues en
las etnias indígenas los procesos de aculturación son rápidos y destructivos de
su cultura ancestral, pero en general esto es lo que conocí en el año 1.983.
El departamento del Vaupés se localiza al
suroriente de Colombia, en la Amazonía colombiana, en límites con el Brasil. A este lejano territorio me dirigí una fría mañana
bogotana, en compañía de dos profesionales de origen holandés, un médico y un
sociólogo. Abordamos un pequeño avión jet, rumbo a las selvas del Vaupés. El
avión despegó al amanecer, atravesando la cordillera Oriental, imponente y
rustica. Una vez la pasamos, se apareció ante nosotros, desde la altura, un
inmenso paisaje de sabanas atravesadas por bosques y ríos, que durante una hora
parecía no tener fin, eran los Llanos Orientales. Pero, después de esta mágica
visión, y en un corte que únicamente puede hacer la naturaleza, apareció la
selva amazónica del Vaupés. La sabana del Orinoco o Llanos Orientales, se corta
y surge la región del Amazonas, como si un cuchillo partiera en dos paisajes
este territorio. Va la sabana y de pronto, aparece la selva.
Durante dos horas, desde el avión, un mar de
árboles inunda la vista. Árboles y árboles que conforman un mar vegetal se
muestran sin final y un horizonte muy lejano se pierde de nuestra vista.
Tapados, por este mar de árboles, se esconden los ríos, las huellas humanas,
los caseríos. Sólo árboles se observan desde el avión. Después de este
recorrido aparece un río ancho y junto a él, en sus orillas, un pueblo, casas
de madera y un pequeño malecón, una plaza, era la capital de Vaupés, Mitú. En
aquella época el avión aterrizaba en una pista sin pavimentar, de barro rojo, y
una caseta que hacía las veces de terminal aéreo. Descendemos y se siente
entonces el calor sofocante de las diez de la mañana, en verano. Viene la
requisa de rigor, la policía pidiendo los nombres, la cédula y estamos entonces
en los comienzos del narcotráfico en las selvas colombianas. Pasamos la requisa y cada uno a lo suyo.
Mitú, la capital del Vaupés, se encuentra en la orilla del gran río Vaupés, un
rio de aguas color marrón, de buena pesca, origen de la etnia Cubeo.
Pero ese no es mi destino final. Voy más
adentro, hacia el río Papurí, hasta la frontera con Brasil. En Mitú me alojo
temporalmente en una casa en el barrio indígena, unas viviendas cómodas
construidas en madera, y todo en la casa huele a madera húmeda, a monte. Estaré
allí mientras logro conseguir una cita con Monseñor Belarmino Correa, el obispo
de los antiguos Territorios Nacionales, obispo del grupo Javeriano cuya sede
administrativa está en Yarumal, Antioquia. Por fin consigo la cita con
Belarmino, al que por ningún motivo le debo decir que soy antropólogo, pues
necesito su permiso para instalarme en el pueblo de Acaricuara, ubicado en las
vegas del río Paca, río afluente del Papurí. Monseñor Belarmino no gusta de los
antropólogos por las constantes críticas que recibe del gremio y del gobierno
por la educación que le dan los Javerianos a los indígenas que habitan en las
márgenes de los ríos Paca y del río Papurí en la frontera con Brasil. Le
informo a Belarmino que soy pedagogo y después de un animado almuerzo, accede a
dar su autorización para que viaje hasta Acaricuara y realice mi trabajo.
El viaje a Acaricuara no es fácil, pues se
encuentra a dos días de recorrido por entre la selva o una hora en avioneta
desde Mitú. Como la idea es aprovechar mi viaje para trasladar la lancha con la
que me movería por la región del río Papurí, emprendí el viaje de dos días en
compañía de dos expertos indígenas de la etnia Tucano que manejarán el motor y
muy conocedores de todos los vericuetos del viaje. Salimos navegando por el río
Vaupés, amplio de orilla a orilla, una corriente tranquila y rico en peces. El
gran río Vaupés, base de la mitología de los indios Cubeo, pues por el
descendió la gran serpiente Anaconda, madre de las tribus amazónicas. A la
media hora de recorrido por el Vaupés, entramos por un caño de aguas más
pequeñas, muy tupido de ramas, con las aguas de un color rojizo transparente,
es el caño Pompeya que durante una mañana recorremos en la voladora o lancha,
con una parada para almorzar sardinas con salsa de tomate, galletas de soda
para calmar el hambre y agua recogida en el mismo caño. El recorrido fue
tranquilo, descendimos para realizar un traslado a pie por una trocha que se
encontraba en medio de la selva. Fuimos poco a poco llevando la lancha y el
motor y las distintas vituallas que teníamos. Los grandes árboles de la selva,
las raíces de los árboles, la humedad que caía junto con las gotas de agua
desde los árboles, hacían difícil el camino, más para mí, que no estaba
acostumbrado a este trote. Ya al atardecer los indígenas decidieron que era
mejor pernoctar en la selva, pues llegaba la noche y no veríamos nada para
poder trasladarnos. Se improvisó un pequeño campamento, coloqué con la ayuda de
mis acompañantes la hamaca, el toldillo, y me dispuse a dormir por primera vez
en mi vida, en medio de la selva.
Al día siguiente atravesamos la trocha y
llegamos a una comunidad ubicada en las márgenes del caño Yi. En este lugar se encontraba una familia
indígena de la etnia Tucano, y como nosotros estábamos sin probar comida
preguntamos por la posibilidad de cenar algo. En ese período había cosecha del gusano llamado “Tapurú”, que se
extrae de las raíces de una palma, un gusano grasoso de color morado, utilizado
como complemento alimentario en esa época del año por los indígenas. Yo llevaba
arroz en mi morral, que la señora de la vivienda nos cocinó y junto con el
gusano pasado por agua, procedimos a comer con gran entusiasmo. El gusano me
pareció grasoso, pero sirvió para calmar el hambre y en esa temporada hube de
comerlo muchas veces acompañando un delicioso pescado moqueado (pescado asado a
la brasa con leña), con fariña (harina de yuca amarga) en otros recorridos por
estos caños y ríos. Continuamos nuestra ruta por el caño llamado Caño Yi. El
recorrido por este fue corto, pues más adelante ya nos ubicamos en el río Paca,
en cuyas orillas se localizan distintas comunidades indígenas, de diferentes
grupos étnicos como los Barasano, Tatuyo, Desano, Sirianos, en una gran
conglomeración de etnias y de idiomas, que hacen de esta región un área
multicultural y multilingüistica pues cada persona indígena habla desde tres
hasta cinco o seis idiomas indígenas diferentes, sin contar el español. Debido
a esta proliferación de lenguas, durante mucho tiempo años atrás, se usó en la
región un dialecto denominado el “Geral o Yeral” idioma general que fue una
mezcla de distintos idiomas indígenas con el idioma brasilero, de tal manera
que todos se entendieran en un único dialecto. En la actualidad solo quedan
algunas palabras como recuerdo de este dialecto.
El caño Paca, por el cual nos desplazamos en
este primer recorrido, es un río de aguas negras transparentes debido a que
contiene minerales que le dan este este color oscuro y a la vez transparente.
Río de pocos peces por su escaso oxígeno, de aguas calmadas en verano, pero
fuertes en invierno. Aguas nítidas que dejan ver su fondo lleno de algas y
pequeños peces, aguas que brillan con la luz del sol y que de vez en cuando las
recorren pequeñas serpientes acuáticas, aguas protegidas por los árboles que
dan sombra en medio del sofoco de la selva. Seguimos por el rio Paca, teniendo
que bajarnos en diferentes puntos ya que se encuentran muchas “Cachiveras” o
raudales, peligrosas pues son partes del río donde las aguas pasan entre rocas
con corrientes muy veloces y fuertes. Para pasarlas hay un camino o varadero
para obviar el raudal y pasar a pie, mientras la lancha la pasan el motorista y
su ayudante por la Cachivera. Más de una vez han naufragado en estas Cachiveras
las lanchas, perdiéndose la carga y algunas personas que se ahogan. Cuenta la
mitología de la región del Amazonas que los grandes espíritus cuando decidieron
crear a la humanidad, encargaron a la gran serpiente Anaconda, para que ella
fuera dejando a las diferentes tribus a lo largo de su desplazamiento. En cada
sitio donde ubicó a una tribu, se creó un raudal. Así fue como la Anaconda dejó
primero a los Tucano y fue dejando también una cueva como su casa en la que se
formaron las Cachiveras o raudales. Luego la Anaconda dejó a los Desano, y así
sucesivamente a cada tribu, hasta dejar por último al grupo de los Siriano.
Según el orden en que fueron ubicados en el gran río por la Anaconda celeste,
el linaje es superior según el orden de filiación genealógica mítica. Los
Tucano por ser los primeros, son los mayores y quienes conocen toda la
mitología, los Siriano, por ser los menores, solo conocen una parte de la
mitología y son inferiores clánicamente. “En ese lugar, generalmente un raudal, los
diferentes pueblos adquirieron sus lenguas propias y se dispersaron hacia los
territorios que les asignaron de acuerdo con la parte del cuerpo de la anaconda
ancestral de la que surgieron, y que corresponde al orden de nacimiento de los
clanes y de las especialidades sociales que se les atribuyeron” (Cayón, L, 2.008).
Ya en el caserío de Acaricuara, procedí a
organizarme para vivir un año en este lugar.
En aquella época, el caserío estaba dividido en dos sectores, pero unido
por un hermoso puente en madera que atravesaba el caño Paca. Un pueblo de
mayoría de población de la etnia Tucano, pero también estaban familias Desanos,
Barasanos, Sirianos y otros grupos. En ese momento los sacerdotes Javerianos
eran los administradores de la Educación Básica. Antes de estos, estuvieron en
el río Paca y el Papurí, los misioneros Monfortianos, un grupo de misioneros
holandeses que llegaron a esta región aproximadamente en 1.920, misioneros fundamentalistas
dispuestos a todo para convertir al catolicismo a las familias indígenas. En
este proceso iniciaron su labor acabando con la vivienda tradicional amazónica
la Maloca, pues estos misioneros holandeses consideraron, que todas estas
representaciones culturales de los indígenas, eran cosa del demonio. La Maloca
es una vivienda habitada por grupos familiares en la que se ubican varias familias
con los yernos y esposas y sus hijos, distribuidos en la estructura de la gran
vivienda. En la maloca se localiza, según la concepción mitológica de los
pueblos indígenas del Amazonas, el centro del mundo, sostenido por un tronco que
se encuentra en el centro de la edificación. En la maloca se elabora el yagé,
la bebida sagrada elaborada con el bejuco o capi (Banisteriopsis Capi SP) que
se pone a hervir con agua en una olla especial, hasta que está lista para su
toma en la que el chamán dirige el viaje que llevará a los participantes hasta
la Vía Láctea y al encuentro con los espíritus ancestrales. Con el Yagé, el
Chaman se trasforma en jaguar, otro animal mitológico desde la Orinoquia, hasta
el Amazonas dueño de los animales y de la vida y la muerte. La maloca como
centro espiritual de estas comunidades, es también un espacio donde se elabora
el polvo de la coca, otra planta sagrada, la cual se pulveriza con la madera mirapiranga una
madera preciosa del Amazonas de la que están hechos el pilón y el palo para
pilar la hoja quemada de la coca, y se revuelve con hoja de yarumo. Una vez está lista se introduce en la boca
diluyéndose paulatinamente y da fuerza para el trabajo, los recorridos, la
cacería y en las fiestas sagradas del grupo familiar que habita en la maloca.
La coca y el yagé, son plantas sagradas para los indígenas del Vaupés.

En el río Paca y el Papurí, a pesar de los
embates de la religión monoteísta, los indígenas logran sostener sus bailes y
danzas tradicionales, sus mitos y costumbres, y para sus ceremonias adaptaron
algunas viviendas para celebrar sus fiestas tradicionales como la fiesta del
Dabucurí, una gran fiesta de la cosecha de las frutas y de los peces. Con
hermosos diseños y bailes, los chamanes cantan a sus espíritus tradicionales y
al jaguar sagrado, convirtiendo estos espacios en flujos de liberación
cultural, en los que la chicha elaborada con más de treinta sabores diferentes,
con los frutos de la pupuña, yuca amarga, piña, chontaduro, seje y otras
variedades de frutos animan la fiesta ritual, en la que las mujeres son las
encargadas de distribuirles la chicha a los asistentes. Cada mujer mayor, lleva
una olla llena de chicha con su respectiva tasa elaborada de totumo. Uno debe
tomarse la tasa ofrecida por cada mujer, una tras otra, varias veces en la
noche. Luego un poco de manbe o polvo de la planta de coca, algo de tabaco, con
lo que usted llega a las seis de la mañana completamente despierto y borracho, luego
de pasar este ritual alegre y sagrado.
La frontera Colombo Brasilera, en aquel
entonces, era una región abandonada por los dos países. El lado izquierdo
bajando por el río, es de Colombia y el derecho, es de Brasil. En un viaje,
descendimos de la lancha en un pueblo brasilero de nombre Melofranco, un hito
internacional, según la plancha que mostraba las coordenadas de la ubicación.
Lo que me llamó la atención es que estos indígenas hablaban Tucano y brasilero,
y consideraban a los indígenas Tucano que se localizaban en el lado colombiano,
como gente que practicaba la brujería y que eran de temer. Cuando llegamos al
caserío colombiano, los indígenas Tucano del lado colombiano, también
consideraban a los indígenas Tucano brasileros, como brujos de gran poder y les
temían por esta razón. Ahí entendí que la humanidad siempre considera al otro,
al extranjero, como bárbaro y como persona de temer.
En otros desplazamientos llegamos a los
caseríos de Monfort y Santa Teresita, denominados así porque los misioneros
holandeses Monfortianos instalaron su centro de operaciones en este lugar. Un caserío de indígenas Tucano y Desanos que conserva
todavía las casas construidas con estilo holandés por los misioneros. Casas de
paredes en barro pisado, ventanas en madera, habitaciones estrechas y techo de
palma, todas de color blanco, Los Monfortianos expulsaron a las familias
indígenas de las malocas y los obligaron a vivir en viviendas unifamiliares
construidas al estilo de los “blancos”. Prohibieron su música, cantos y
medicina y persiguieron fuertemente a los chamanes prohibiéndoles el uso del
yagé y de la coca, pilares de la cultura Amazónica. En ese estilo de caserío se
hicieron todos los pueblos a lo largo del rio Papurí y del río Negro en la
frontera con Brasil. En los años 1.940 pasó por el río, la misionera Sofía
Müller, también holandesa, conocida como “la Diosa Blanca”, quien también
evangelizó a las tribus indígenas atacando su cultura tradicional. Años después
ingresó al rio Papurí, el Instituto Lingüístico de Verano o -ILV-, para
traducir la biblia a los idiomas indígenas autóctonos de esta región. Aunque ya
Sofía Müller lo había hecho en el año 1.940. En ese mismo año, de 1.940,
abandonan las misiones los Monfortianos y son reemplazados por los misioneros
Javerianos, que tuvieron una actitud más tranquila con los indígenas, pero ya
el devastador paso delos Monfortianos y de Sofía Müller habían hecho el
desastre cultural.
En Acaricuara pude observar cómo se iba
transformando y acabando poco a poco el bagaje cultural de las tribus
originarias. La producción de cocaína estaba llegando de la mano de jóvenes
indígenas que venían de trabajar en los cultivos de Miraflores Guaviare, que
era el epicentro mundial del cultivo y producción en el mundo de la sustancia
en aquella época. Estos jóvenes aliados con algunos denominados inversionistas,
ingresaban con aviones DC3 cargados con bultos de sal química, que en esa época
se utilizaba para exudar la hoja de coca y con gasolina, en la que se introducen
las hojas de coca para a las 24 horas, sacar el líquido de gasolina y pasarlo
en un cedazo al cual se le va echando permanganato de potasio y otro ácido,
para convertir así los residuos en la denominada base de coca como primer paso
para producir la cocaína como tal. El aeropuerto de Acaricuara era una planicie
deforestada, en la que pastaban algunas vacas llevadas por Monseñor Belarmino
Correa, para cambiar los hábitos alimenticios de los indígenas. Antes de
aterrizar, los aviones, o las avionetas, daban una vuelta sobre el caserío para
que la comunidad fuera al aeropuerto y espantara las vacas y los perros que
ponían en riesgo el aterrizaje y el decolaje de la nave. La llegada de un avión
era motivo de alegría, pues en mi caso, venían los periódicos de quince días y
las noticias familiares.
Este caserío fue mi primera experiencia de
convivencia de largo tiempo con un grupo indígena, donde estaban también los
misioneros católicos y los misioneros evangélicos del ILV. Habité en la
vivienda del Capitán Mayor indígena llamado Francisco Cordero, que me permitió
estar allí junto con su familia y mi compañero de trabajo, un indio de la etnia
Tatuyo de nombre Jaime Pereira. Jaime, un buen hombre, me enseñaba como moverme
en este medio y me daba sugerencias para mantener buenas relaciones con el
Capitán de la comunidad que era un poco complicado. En una ocasión, salí a
Bogotá por asuntos de la oficina del proyecto. Mi mamá, Melba Díaz de Alzate,
tenía por costumbre enviarme cartas contando como estaba la familia y dándome
sus bendiciones. En esa ocasión, Melba me había enviado una carta en la que al final,
a manera de chiste, me decía: “Mijo, cuidado se lo comen esos indios”, igual me
decía que ojalá me encontrara una guaca rica, para que dejara de trabajar tan
lejos de la casa. Yo dejé la carta dentro de mi morral y viajé tranquilamente.
Cuál no sería mi sorpresa, cuando al regresar, encontré a toda la gente de la
casa con cara de enojo, nadie me hablaba y me miraban mal. Le pregunté a mi
compañero Jaime que pasaba. Me dijo, “Edgar, es que Francisco esculcó su morral
y encontró la carta de su mamá y la leyó. Está bravo porque dice que como así,
que ellos no son caníbales y que qué era eso”. Pues me demoré varios días
tratando de demostrarle al Capitán de la comunidad, que mi madre no sabía nada
de indios y que no le hiciera caso a ese comentario. Aparte de que me había
esculcado mi morral, yo resulté culpable por esas palabras.
En esta hermosa selva, atravesada por los ríos
y caños de aguas negra, donde por las noches se escuchaba el grito gutural de
los micos Araguatos, solamente había una maloca en píe en un caserío denominado
Yapú, poblado por indígenas de la etnia Tatuyo. Para ir desde Acaricuara hasta
Yapú, hay que caminar por una trocha en la selva durante una hora. El camino
como todos los caminos de la selva estaba lleno de raíces que obstaculizan el
paso y en medio de grandes árboles. Pero no es una selva muy tupida, pues había
claros y espacios en medio de los árboles. Eso sí, estaba lleno de mariposas de
muchos colores que hacían de este recorrido un tiempo lleno de belleza. Tocaba
atravesar cerca de uno de los raudales más grandes de la región, pero los
indígenas construyeron un puente para pasar de un lado al otro sin peligro
alguno. Me llamó la atención la escasa presencia de felinos o mamíferos típicos
de la selva pues nunca supe de que se localizaran jaguares o dantas, u otro
animal en esta selva. Creo que el paso de la colonización y la cacería de los
mismos indígenas disminuyó la fauna local. Yapú tenía una maloca grande,
decorada en sus paredes con diseños propios de la cultura en colores vistosos y
en su techo estaba un ave Tucán, de plumas coloridas y alegres. Esta ave es la
guardiana de las malocas. Como comenté anteriormente, en la maloca se ubicaban
varias familias de un linaje común y precedidas por el abuelo mayor del grupo.
En una de las visitas a Yapú, viajamos con el
sociólogo holandés que realizaba su trabajo por algunos días en esta área. Por
la mañana fuimos a bañarnos a la orilla del río que pasa cerca del caserío, en
ese sitio se localiza una Cachivera pequeña, pero peligrosa pues es estrecha y
el río pasa muy veloz y fuerte. Nosotros nos teníamos que bañar muy cerca de la
orilla. Pero el sociólogo holandés se movió más al centro del río en una parte
no muy honda, pero la corriente del rio lo fue moviendo poco a poco hacia el raudal.
Traté de meterme al agua, pero sentí la corriente muy rápida. Yo veía
desesperado como a pesar de estar de píe el amigo sociólogo, la corriente lo
llevaba lentamente. En ese momento llegó un niño indígena y le dije que fuera
por una persona adulta para que socorriera a mi amigo. El niño me dijo que no
había tiempo y entonces, se mete en el río y el niño llega hasta donde estaba
el holandés y lo tomó de la mano y lo fue sacando de la corriente. Nunca
olvidaré la escena de este holandés grande y asustado tomado de la mano de un
pequeño niño Tatuyo que lo rescató de una posible muerte. Después asombrados,
nos reíamos y observamos que por eso han sobrevivido durante milenios las
etnias indígenas, por su conocimiento ancestral de su medio y de su hábitat.
Mi permanencia en esta geografía de Colombia,
me enseñó como las culturas indígenas a pesar de las acciones de todo tipo de
grupos religiosos, militares, guerrilleros, mafiosos, por destruir su cultura y
su hábitat, no han conseguido lograrlo y que tal vez es la fuerza y la
presencia de sus espíritus ancestrales, como la Anaconda sublime y el Jaguar
sagrado, así como los espíritus de sus animales
sagrados, los que los protegen y los animan a sobrevivir en un país
lleno de violencia e ignorancia por el otro.