Sevilla, jardín de heliconias, paisaje verde y de
concordia sobre el linóleo puesto en una montaña que vigila indecisa su
cobertor blanco, caído del cielo.
Linterna que
distrae la mirada de Dios, en alguna noche de canciones, de guitarras, de café.
Fino trazo que
interrumpe con cultura, el silencio azul de la cordillera central.
Sevilla, la de
Don Heraclio, la de Don Zenón, la de Emiliano. La que nuestro tenor mayor
Edvardo Gaviria llamaría: «son de
guitarra embrujada» «la vigorosa, pujante y audaz», como la encontraba Juan
Botero.
Sevilla
«tierra de maravilla» que bendice al Valle
y lo unge con perfume de agua y guadua.
Sevilla, caminos
de arcilla que conducen a los paraísos que inventaron los fundadores de tus
paredes blancas, como nube vacía. La que amaba con gentileza el padre Alfonso
Zawadzky y la que adornaran de
monumental belleza el padre Narciso de Jesús y Plinio Guillermo al construirle
un templo como alfil gigantesco que señala silente al sol.
Miller Silva López
Estudiante del Seminario Mayor de Buga