Ha dirigido, entre otras cintas: ‘El escarabajo’, ‘Visa USA’ y ‘Los
actores del conflicto’.
El director de cine colombiano y actual director del Canal Capital
espera presentar en breve su sexta película, ‘El soborno del cielo’. En la
entrevista recuerda sus inicios y su amistad con García Márquez.
Lisandro Duque es hoy tan soñador como lo era
en su adolescencia. A sus 71 años sigue pregonando esperanzas que estima
posibles en una sociedad que, según él, cada vez discute menos sus problemas.
Es uno de los guionistas y directores de cine
latinoamericanos más coherentes por su manera de narrar y por la construcción
de atmósferas en la que los deseos humanos mueven la trama con originalidad.
Hacer cine es para él un ejercicio de reflexión sobre la vida que siempre está
dispuesto a contar.
Cuando Lisandro Duque tenía 11 años, llegó el
primer televisor a su natal Sevilla, en el nororiente del departamento del
Valle. Colombia estaba bajo la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla: «El
televisor, se convirtió en un privilegio —me dice— por eso la gente, orgullosa,
lo ponía en la sala. En mi casa no había de esos aparatos, eran cajas grandes
con patas de mesa, por eso me tocaba ir a ver televisión a la casa del vecino
rico. Era una televisión gris, espabilante, con punticos negros. ‘Lástima que
la televisión no sea en colores’, repetía la presentadora Gloria Valencia de
Castaño, y explicaba que el tigre tenía unas rayitas amarillas con negro, pero
la verdad a mí el aparato no me sedujo», dice, estirando sus piernas y
acercándose a un gran vaso de cerveza. Es lo primero que ha pedido a su arribo
a Cartagena. Enciende un cigarrillo, y acaricia con sus dedos un encendedor
transparente.
Sus referentes son más literarios que visuales.
Asegura que eso les falta a los directores colombianos de hoy: «Ellos son hijos
del cine y la televisión, no de la literatura. Por fortuna, hay algunos que
tienen una muy buena versación literaria. Son jóvenes que el cine no los cogió
a quemarropa, tenían un instrumental creativo fruto de sus lecturas».
Cuando tenía 17 años, ya había leído a
autores como Oscar Wilde, Shakespeare, Balzac, Flaubert y otros. Algo que
podría parecer una ostentación pero que para los años 50, 60, eran libros de
obligada lectura y discusión. Al llegar a la mayoría de edad Lisandro tenía un
bagaje de lecturas amplio. Piezas esenciales de la novelística europea del
siglo XVIII y XIX, luego obras de autores latinoamericanos como Cortázar,
Fuentes, Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.
Resulta paradójico que Lisando no haya
escogido la prosa como forma de expresión, sino los guiones, los que se piensan
en escenas que luego se encarga de hacer realidad con una cámara. «Meterme al
cine fue un atrevimiento —me cuenta—, un descaro producto de mi época, una
apuesta rebelde que no me agarró muy fuera de base. Era muy ignorante en
asuntos técnicos, porque no estudié cine, ni guiones, soy autodidacta, pero
tenía herramientas para relatar. Eso me fue abriendo el camino, me hizo fluido para
contar historias».
Al referirse a esa época en que entró a
estudiar Antropología en la Universidad Nacional de Bogotá, reconoce que las
discusiones sobre la estética, la narrativa y la importancia de que el artista
estuviera cerca de los problemas sociales le ayudó a crear relatos
cinematográficos marcados por el deseo de un hombre de conseguir un objetivo.
Un hombre enfrentado a seres o dogmas que atentan contra sus esperanzas,
siempre en un espacio rural, regido por códigos que él construye de manera
dramática. Desde su primer largometraje, El escarabajo, de 1981, hasta Los
actores del conflicto, de 2007, las similitudes afloran. En ambas, los
protagonistas cometen un delito para conseguir sus metas. El escarabajo es un
ciclista que hurta la taquilla de un cine para seguir con su anhelo de ser
corredor profesional; y en Los actores del conflicto, un grupo de mimos se
hacen pasar por guerrilleros que negocian con el Gobierno su entrega, a cambio
de que los exilien en España. «A veces creo, y esto es un poco cliché —se
excusa— que es cierto eso de que uno siempre hace la misma película con
historias distintas. Siempre hay dos o tres amigos, se cambian los contextos
pero las historias se parecen en sus elementos, pero también obedece a ese
momento que vivimos o la manera como el creador vive la realidad».
El guión de Los actores del conflicto se
escribió en 1999, época en que la presencia paramilitar transformó la “escena
bélica” nacional y el “teatro de los acontecimientos”, puso a los
“protagonistas” de la guerra a “representar” la historia que Lisandro concibió.
Él se ríe, aspira su cigarrillo y enfría su risa con un sorbo de cerveza: «Todo
eso ocurrió después de haber filmado la película, que fue la falsa
desmovilización de un grupo de guerrilleros y paramilitares a cargo del comisionado
de Paz Luis Carlos Restrepo. Tengo que decir que a mí me quedó mejor que la que
organizó el comisionado en la vida real, el comisionado fue muy ‘chambón». Un
guerrillero de boina, con un uniforme nuevecito, que se entregó supuestamente
con 70 guerrilleros, que entregó un avión. Luego los falsos paramilitares del
bloque Nutibara de Medellín, eso quedó mal hecho. No sé por qué no me pidieron
asesoría para que todo hubiera quedado bien hecho, como un buen guión.
Lamentable». Lisandro devela en su rostro otra de las características de su
filmografía. Un humor rasgado por la ironía, que aflora en medio de la
tragedia: «Y con un nivel de causticidad —agrega— que corroe. Se me dificulta
mucho no hacer reír. El humor es una forma de mirar la vida en oblicuo, una
mirada no tradicional, que se lo atribuyo a mi mamá. Era perversa en sus
observaciones, aguda… siempre detectaba componentes que producían hilaridad».
El recuerdo de su madre lo serena un
instante. Se recuesta al sofá. Vuelve a prender otro cigarrillo y culmina de un
solo el resto de su primera cerveza.
Lisandro conoció a Gabriel García Márquez en
1986, luego de haber estrenado en el Festival de Cine de Cartagena su película
Visa USA, que resultó ganadora ese año. Recuerda que Gabo la vio y luego le
propuso que trabajaran juntos. Aquella relación que nació hace 29 años,
Lisandro la define como una generosidad de la vida. «Agradezco el haber
disfrutado de su solidaridad, su relajamiento, su tranquilidad, su bonhomía
(que es una palabra que ya no se usa), su no imposición de su celebridad a un
interlocutor anónimo que trabajaba con él. La confianza que sentí después de
quince minutos, la primera vez que nos vimos, fue inmensa. De proponerme
cualquier despropósito y responderle que no me gustaba, me resultó fluido».
«Cuando comenzamos a soltar ideas para la
película Milagro en Roma, dijo que el hecho prodigioso, la incorruptibilidad
del cuerpo de esa niña, después de 12 años de haber sido sepultada, hecho que
precipitaba el drama debía mostrarse con mil gallinas cayendo del cielo.
Recuerdo que por la cara que yo puse, me dijo: ‘Ya vi que no te gustó, sigamos
adelante’. Entonces propuse que fuera un eclipse inesperado; las gallinas se
suben a dormir a los árboles, ahí estaban sus gallinas, y me mira y pregunta:
‘Y cómo puede haber un eclipse inesperado si eso sale en el almanaque Bristol’.
Le dije, por eso, porque no aparece». Fue cuando me dijo: ‘Me suena».
Este año, Lisandro Duque presentará su sexta
película, titulada El soborno del cielo, que se encuentra en ajustes finales de
posproducción. «Es sobre un pueblo de los años sesenta o setenta, que describe
la relación de su feligresía con el párroco, que es un déspota, ahí nace el
conflicto que deteriora la apacible vida de la comunidad».
Espera poder presentarla en mayo próximo,
mientras tanto, se empeña en la dirección del Canal Capital, de Bogotá, cargo
que asumió desde enero pasado. Su tono es ahora como el de un líder estudiantil
que explica acalorado sus propuestas: «El Canal Capital es un hecho cultural,
comunicacional, político, con una estética que no pretende ser mesiánica pero
sí una nueva forma de mirar el país. De estar atentos a procesos que la
televisión en Colombia lleva mucho tiempo silenciando, pasando de agache.
Tendremos un programa que se llamará Sin alfombra roja, va sin pasarela. Otro
que se llama La vida es cortometraje, que preguntará qué proponen los jóvenes
que hace cine. Vamos a reflexionar en torno a la realidad con nuestros
artistas. Creo que ese es el gran problema del cine colombiano. En los años 60
y 70 había más discusión que películas, ahora hay más películas que discusión,
hay que volcarse a la historia, a la realidad que no pasa por la gran
televisión y que nos hace un daño muy hondo».
Lisandro pide otra cerveza y saca por cuarta
vez un cigarrillo de un paquete rojo con blanco. Acciona el encendedor y la
flama vuelve a iluminar su rostro vivaz como el de un adolescente lleno de
esperanzas.
Por: David Lara. Periodista y abogado.
Docente de la Universidad de Cartagena.
Fuente: Revista Latitud (El Heraldo)