La llegada de los trabajadores a casa, luego de la
competencia en los cafetales por el que más café recolectara, era mágica. Su arribo, era también como bajarse del escenario, porque
mientras desgajaban frutos, los labriegos entonaban alegres canciones, muchas
de ellas de su inspiración y era allí donde tendrían los que fueran sus únicos reconocimientos y
sus únicos fans. En la tarde, se veía una fila india de hombres con sus “jotos al
hombro” subiendo hacia la tolva. Sonaba la “lata”
(medidor de ¼ de arroba) cada vez que los granos se estrellaban contra su fondo
y los ojos del peón, atentos al resultado del esfuerzo del día. Después de
sacarse los zapatos para “refrescarse”, algunos tomaban un baño a “totumadas” y
otros solamente lavaban sus pies, y sus botas boca abajo, esperarían una nueva
jornada.
Luego de recibir la “bogadera” y con su sed apaciguada,
inmediatamente se ubicaban en la larga mesa de tablones, con bancas de ambos
lados de ella, para dar buena cuenta de los frisoles caldudos con manteca por
encima. Tras repetir la ración y ya con
la sombra de la noche cubriendo el paisaje, llega la oscuridad y con ella la
hora de escuchar en la radio las aventuras de Kalimán. Al terminar, iniciaban
los relatos fantásticos de mujeres
llorando por el río, de jinetes sin cabeza y pequeños sombrerones que señalan
el camino hacia tesoros inimaginables.
Al calor de una taza esmaltada, con tinto asentado con tizón en la aguapanela, al que había que escupirle
las pepitas, los hombres se interrumpían entre sí, agregando mas detalles fabulosos
a los innumerables cuentos nocturnos, escuchados en cosechas anteriores y en cafetales distintos.
La “revolcada” al imaginario campesino, terminaba cuando la vela quedaba sin pabilo
y solo los cocuyos señalaban el camino hacia el cuartel de trabajadores, donde
en la oscuridad, llega la nostalgia de hogar, el terror por el futuro incierto
y los sueños de triunfo con proyectos nunca emprendidos, hasta quedarse
dormidos.
Como no recordar aquellos cafetales que sirvieron de
cimento a generaciones enteras, aquellos que debía recorrer “garitiando”
después de la escuela para llevar el “algo”
a los trabajadores, no sin antes robarme las tajadas o lamer la mantequilla de
las arepas. Palos de café desde los que veíamos a las vecinas refrescar sus
cuerpos, con agua dulce traída por una canoa de guadua. Senderos con guamos y
naranjos donde columpiábamos nuestras alegrías. De noche, las estrellas bajaban
hasta nuestro patio y a los cafetales en forma de luciérnaga y los sonidos
envolventes de las plataneras, arrullaban nuestro azaroso sueño después del
concierto de brujas revoloteando en el tejado del secadero.
Al terminar la semana, recuerdo que para salir al pueblo,
alguien debía quedarse a cuidar la finca y los voluntarios sobraban,
principalmente aquellos que querían guardar la “caleta” hasta el final de la
cosecha. Los demás salían al pueblo y el sábado desde temprano “postiaban” a mi
madre frente a la Cooperativa de Caficultores para recibir su mesada. Unos, aterrizaban
al “Polo” a tomar kumis con mecato y luego hacia el parque de La Concordia a
cambalachar relojes tres tornillos Seiko y Orient, por radios Sanyo de tres bandas,
porque eso y las radiolas tres en uno,
eran los Iphone de la época. Los demás generosamente lo dejaban todo donde “La
Santandereana” o en “Luces de La Pampa” y tenían que fiar el pasaje para volver
a la finca. En cosecha, Sevilla se vestía de gala con putitas importadas de
Antioquia y otras latitudes. Se veían tumultos en torno a hombres con penachos
de plumas enredados en su cuello, que gritaban….quieta!!! Margarita, que antes de nacer voz nació el redentor del cielo!!!!
Y una tímida y mueca culebra se asomaba temerosa desde su hogar de cartón.
Así fue. Toda una rutina fantástica de una cultura en
torno al café. Cultura de épocas memorables donde existía la abundancia, la
vida tranquila y la confianza hacia el desconocido. Época del sobaco peludo, pelo
en pecho y remolino en el ombligo. Fue la era de la terlenka, el tricot
acanalado y los terribles zapatos de plataforma, pero también de los buenos
vecinos, de la natilla pa´ todos. Tiempos
en que “La Muñeca”, nuestra yegua, servía a varias fincas y la montaba un
inspector con ínfulas de Sheriff, porque todo era compartido. Parajes que
sirvieron de escenario a los mas bellos amores nacidos en el patio trasero de
la escuela o en el cerco espinoso, donde alcanzar del árbol el mango mas maduro
para esa niña ensoñadora, era una muestra irrefutable de un amor no manifiesto.
Las tierras cafeteras no estaban aun ocupadas por
siniestros personajes que con su dinero unieron los linderos y desarraigaron a
los campesinos. En aquellos tiempos, cada trabajador salía con su costal de
“revuelto” al hombro los sábados. Por ese entonces, apenas la Federación,
estaba iniciando su negocio de infectar tierras para vender agroquímicos y se
empezaba también el siniestro proceso de siembra agresiva de cafetos adictos,
para sacar por la puerta de atrás al aromático Arábigo y el robusto Borbón, lo
que al final llevaría a la quiebra y desplazamiento a cientos de campesinos que
tuvieran siempre la barriga llena y corazón el contento, hacia la indolente y desconocida
vida urbana.
Hoy, del Paisaje Cafetero solo nos queda el
reconocimiento de la UNESCO, el café no tiene como sombrío a los guamos y pomo
rosos. Los finqueros surten de drogas a los peones y les pagan con descuentos.
Ya no hay cuarteles de trabajadores ni plátano en las fincas. Ya no se escuchan
los cantares chapoleros. Las motos están haciendo desaparecer a los
emblemáticos Willys y estamos sitiados
por cultivos de caña, que nada tiene que ver con nuestra idiosincrasia.
La cultura cafetera esta acorralada por las cuatro
esquinas. Arriba, los cultivos de pino convierten en míseras lágrimas a las
torrentosas cañadas y sus convoyes de camiones con exceso de tonelaje, bajan y
revientan a su paso, calles, puentes y alcantarillas, bajo la mirada complaciente
de quienes deben defender por mandato lo nuestro. Abajo, trenes cañeros y
procesos mecanizados que no ofertan empleos. Tierras que se hacen áridas y
ácidas donde la ganadería y los cultivos transitorios, armonizaban con las
lomas cafeteras.
Entre Nestlé, Smurfit, los ingenios azucareros y la mano
negra del Estado, se diluye nuestra fantástica y añorada CULTURA CAFETERA y el
recuerdo del Brasil, nuestra finca en
El Venado, solo es indicador y soporte de esa identidad de la que jamás debemos desprendernos.
"En las veredas hay casas
rojas, blancas,
amarillas
con techos ocres
en tejas,
habitaciones
sencillas,
galerías con
materas
de vistosas
barandillas,
maquinas
despulpadoras
de las mejores
semillas,
bandejas en
secadoras
para orear
cascarilla,
fogones en las
cocinas
de ladrillo con
hornilla
para alimentar
labriegos
que trabajan sin
mancilla,
con frijoles,
con arepas,
con
chicharrones, tortilla
y con las carnes
saladas
que se asan en
la parrilla".
Fragmento de poesía “Tierra Cafetera”
Héctor José Corredor Cuervo
Por: Oscar Humberto
Aránzazu Rendón
Imagen: de Redes
Sociales.