“El balón por el cielo / La parada del portero / Que volaba por los
altos / Para mantener su valla en cero”…Poema del
arquero chileno. Edgar Merino Vidangossy
“Alhucema” estudió en el Colegio General
Santander y se hizo bachiller en 1968, y desde muy temprano lo picó el “bicho”
del futbol. Jugaba en canchas de arena, en potreros y canchas llenas de pantano,
hasta que llegó a ser arquero titular de la Selección Sevilla, cuyo director
era el profesor Jaime Villa. Por aquella
época hubo grandes equipos de futbol como Aliados, Deportivo Juventud, San
Luis, El Municipal, Deportes Sevilla, Estudiantes de la Plata y muchos más.
Henry jugó como arquero en equipos de primera
división como Aliados, con el cual fueron campeones de la zona norte del Valle;
Deportivo Juventud, donde fue cogiendo fama como gran arquero, hasta el punto
de compararlo con Lev Yashin, “La araña negra”, de la Selección Rusa, aunque
muchos en Sevilla dijeron que no era por sus habilidades, sino por el uniforme
negro y una boina del mismo color que usaba como guardameta. Cuando Henry fue
bombero, Leonel Vásquez, “Macaco”, le dijo: “Mijo, mientras usted sea bombero,
no le puede tapar al Deportivo Juventud. O es arquero de “Bomberos”, o se va de
la institución”. Y Alhucema se fue. ¡Cómo no se iba a ir!, si Juvenal Muñoz, el
dueño del Deportivo Juventud, le ofreció ciento cincuenta mil pesos. Eso era
mucha plata, y más para un muchacho de escasos dieciséis años.
Cuentan los aficionados de aquella época, que
en una tarde dominical, en la cancha de futbol del Colegio Santander, se jugaba
un clásico entre Aliados y Deportivo Juventud.
Alhucema, quien era el arquero del Juventud,
se echó una “volada” tan fenomenal que fue a caer a la quebrada San José, y
tuvo que ir el cuerpo de bomberos a rescatarlo. En otro clásico que hubo entre
El San Luis y el Deportivo Juventud, doña Josefina González, quien vendía
empanadas, en la parte alta de la cancha, movió la cazuela de fritar para un
sitio bien alejado, y cuando un comprador le preguntó que por qué hacía eso,
dijo: “Mijo, esta tarde, tapa “Alhucema”, y qué tal que se eche una “volada”,
de esas que acostumbra, y caiga encima de la cazuela, pues se frita el pobre”.
No todos los domingos fueron de éxito, pues,
una tarde que el sol salió abrazado con la neblina, a un delantero de su equipo
le cometieron falta; Henry, pidió cobrar el penalti; tomó el impulso necesario,
y pateó con tal fuerza que la pelota pegó en un paral y rebotó hasta el arco de
“Alhucema”, anotándo un autogol.
Henry trabajó como mensajero en la farmacia
La Macarena, ubicada en la Calle Real, propiedad de don Luis Salazar, padre de
Oskar Salazar Henao, Alcalde sevillano. Un día don Luis envió a Henry a la
droguería “La Cruz”, que también era de su propiedad, a llevar una caja de
alhucema, que es una loción derivada de la planta Lavanda angustifolia, y
cuando iba llegando a la Plaza de la Concordia, Jaime González, uno de los
cremeros más vendedores de la Cafetería El Polo, de don Arístides Pineda, se
atravesó, y Henry en el desespero aplicó los frenos delanteros, con tal mala
suerte, que la bicicleta se paró en la llanta delantera y fue a caer encima del
cremero; la crema cayó encima de Henry y la loción de alhucema cayó encima de
Jaime, y luego se hizo un mazacote que los envolvió a los dos. Jaime,
chorreando esa revoltura se fue a la droguería La Macarena.
―Don Luis, su empleado venía violando vía, se
chocó conmigo y me regó la crema. Él tiene la culpa. Usted me tiene que pagar
el producto.
― ¿Cómo así mijo? ¿Usted conoce el dicho del
filósofo “Beethoven”, profesor de música del Colegio General Santander, “el que
la hace, la paga? Pues, ¡que le pague Henry!―y agregó― ¡Yo le descontaré esa
plata del sueldo!
“Y te cobraron la alhucema…Hueles a
alhucema”, le decían los amigos a Henry; y desde ese día en Sevilla y sus
alrededores, lo conocen con el apodo de “Alhucema”.
Eduardo Galeano en su libro “El fútbol a sol
y sombra”, rinde un homenaje al arquero: “También lo llaman portero,
guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado
mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa,
nunca más crece el césped. Es un solo. Está condenado a mirar el partido de
lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su
fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no
está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de
colores. Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta
del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las
deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en
pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo.
Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo
dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando
el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de
pelotazos, expiando los pecados ajenos. Los demás jugadores pueden equivocarse
feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un
pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero.
¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los
dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde
un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo
condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la
maldición”.
Por Gustavo Noreña Jiménez