Texto de Lisandro Duque Naranjo
Ando irritado esta semana, desde que al avión
presidencial no le quisieron vender gasolina en Cabo Verde. Y cuando consiguió
tanquear, con artes de lobby, en otra escala —en el aeropuerto de Riyadh, en
Arabia Saudita, para continuar vuelo hacia El Cairo—, le volvieron a negar unos
galones de combustible. Obviamente, la expedición presidencial al Japón y a los
países árabes no va a necesitar hacer auto-stop para continuar su viaje. Eso
sería un camello. Pero estas no serán las primeras consecuencias de la inclusión
en la Lista Clinton del presidente, la señora Verónica, su hijo Nicolás y su
ministro Benedetti. Aunque, en todo caso, ni antes de que ocurrieran estos
tropiezos, ni si se repiten (yo diría que el viaje de regreso va a hacer
aparecer el avión presidencial como en un vuelo lechero), servirán para que los
colombianos que no quieren a Petro admitan que su presidente es el “líder de
una banda de narcotraficantes”. Hasta allá no llegan. Independientemente de
eso, que es muy positivo, es una indignidad que dos miembros depravados de la
“Lista Epstein” —Trump y Clinton— se permitan dañarle la vida al presidente y a
su familia que, de momento, solo han tenido dificultades en aeropuertos, pero
muy pronto las tendrán en otros lugares y gestiones, todas imprevisibles. Pero
que el avión presidencial llegará a Bogotá, llegará, aunque sea por entre las
tiendas.
Mi indignación no es por mi petrismo, pues eso se me
pasó a causa de su farolería. No le conocía ese ángulo, pues a mí me tocó el de
antes, el escueto, a lo máximo antipático, en lugar de este de ahora, Casanova,
que dice boberías como “a los heridos, en el M-19, los cuidábamos con las
guerrilleras más bonitas”, o eso de que “mis ministras son muy bellas”, como si
sus decisiones de gabinete, en la cuota de género, fueran sesiones de casting,
con lo que rebaja los méritos intelectuales de sus nombramientos femeninos y
resulta descortés con sus funcionarias menos glamurosas. Estoy de acuerdo con
lo que decía al respecto la celebridad del perfume, Coco Chanel: “no hay
mujeres feas, sino equivocadas de fragancia”. O con Armando Moreno, el
tanguero: “Si alguno me contradice, apostarle me permito: tráigame una mujer
fea, que, por muy fea que sea, yo le veré algo bonito”. Hay montones de
sentencias, todas extemporáneas, como esta de Oscar Wilde: “Hay dos clases de
mujeres: las feas y las que no se pintan”. Frases como para hacer reír,
antiguas e impronunciables, en todo caso, que la mujer contemporánea ha
clausurado en su búsqueda por resignificar su cuerpo contra el sexismo. El
hecho es que el cuestionamiento de Petro contra la versión de que el tricolor
de nuestra bandera se lo inspiró a Miranda el rubio del cabello, el azul de los
ojos y el rojo de los labios de Catalina de Rusia, la desbarató con el
argumento impresentable de que “Catalina era fea”. Qué lenguaje como de
estilista. Qué pena con Rusia.
¿Tenía sex appeal Policarpa Salavarrieta? ¿Rosa
Luxemburgo, la pasionaria Dolores Ibárruri, eran sex symbols? ¿Simón Bolívar o
Santander resisten hoy en día la calificación de machos alfa? Nunca olvidaré lo
que me dijo una amiga de la que no volví a saber: “El Ché no me gusta porque es
muy bajito”. A propósito: ¿Cristo iba al gimnasio? Me acuerdo de mi papá, quien
decía: “Eso no se dice porque es parte de mala educación”.



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