¿Quién fue Carlos Alberto González, el
galerista que descubrió a una generación de artistas y se convirtió en el mayor
coleccionista colombiano de piezas Art Decó?
Por | Andrés Arias
Carlos Alberto González, quien murió hace tres
años en Pereira. Dejó una colección de miles de piezas.
Carlos Alberto González pasó buena parte de su
vida encerrado en azul, y aún hoy, lo que queda de él, sigue metido en ese
color.
Cuando, a finales de 1997, cerró la galería que
tuvo durante ocho años en el primer piso del Edificio Embajador, en la 26 con
séptima, una idea le empezó a nadar en la cabeza: convertir el apartamento en
el que vivía en un museo. Decidió ir con calma. Lo había comprado a comienzos
de los noventa, para vivir, sí, pero sobre todo para disponer la colección de
piezas art decó que venía acumulando desde que era un adolescente. Se trataba
de un espacio de trecientos metros cuadrados, en el segundo piso de un edificio
de 1940, obra de Pérez, Buitrago y Williamson, en la calle 21 con carrera
quinta.
Dejó libre algunas salas, y en ellas empezó a
organizar exposiciones de artistas contemporáneos que descubría o con los que
venía trabajando desde la galería de la 26. No era raro en él: algo semejante
había hecho en su anterior apartamento. La colección de art decó seguía
creciendo, pero aún los cuartos del lugar eran para dormir, en el comedor se
comía y en la sala se hacía visita. El espacio era una mezcla extraña: un poco
galería, un poco museo y, sí, un poco hogar. Así fue durante ocho años.
Hasta que en 2007 González decidió que se iría
a dormir atrás, al cuarto de la empleada. Aceptó que necesitaba espacio para
poner vitrinas, colgar cuadros y formar ambientes. Su cuarto, los cuartos de
invitados, los baños y los corredores del apartamento se convertirían ahora en
salas del nuevo museo. Quería generarle al visitante la idea de que se había
devuelto en el tiempo, a los años veinte o treinta. Él dormiría en aquel
cuartico. Su baño sería el de la empleada. Armaría una cocineta en la zona de
lavandería para su uso personal: un café, unos huevos y un poco más, y hasta la
inmensa y vieja cocina del apartamento se uniría también al nuevo proyecto.
Allí reposarían vajillas, platos, samovares y copas de todas las épocas, pero
sobre todo de entre guerras, con los que atendería cocteles y comidas
espléndidas. El apartamento sería ahora un Museo Art Decó. Y él dormiría
–viviría- atrás, escondido.
Sobre la cama de la pequeña habitación puso, a
manera de colcha, una pieza de terciopelo rojo obispo; en un muro recostó una
estantería que atiborró de libros y catálogos de exposiciones y subastas, y las
paredes del cuarto las pintó de un azul fortísimo, el mismo de la casa de Frida
Kahlo en Coyoacán.
“Además,
nunca abría las persianas y yo soy una persona de mucha luz –dice Cecilia, su
hermana mayor-. Él me decía: ‘Pero acuérdate que yo soy el hombre guatín’.
Claro, los guatines viven debajo de la tierra, sin luz. Todo lo de él era de
una oscuridad tremenda. No le gustaba ir a mi casa, en Armenia, porque decía:
‘En esta casa no se cierran las puertas, todos estos ventanales tan
gigantescos, me siento muy desnudo’. Decía que esa oscuridad y ese color tan
azul de su habitación en Bogotá le permitían meditar, concentrarse, crear. A mí
ese ambiente me oprimía mucho y me mortificaba que él durmiera en ese cuartico”.
Años después, Carlos Alberto, cuando compró una
casa en Sevilla (Valle), su tierra natal, que también convirtió en museo, hizo lo mismo: pintó las paredes de su cuarto,
esta vez no el del servicio, azulísimas.
Carlos Alberto González está muerto. El 22 de
marzo de 2016, tras una operación de cambio de válvula, falleció en Pereira.
Cecilia esparció una parte de las cenizas de su hermano sobre unos árboles de
gualanday que ella misma sembró en el Parque Uribe de Sevilla, otra porción fue
a dar al río San Marcos, donde él pescaba de niño, y otra parte se la envió por
Servientrega a la artista Erika Diettes, quien hoy la conserva en su estudio
del centro de Bogotá.
Y es azul, la urna de metal en la que Diettes
depositó aquella porción de cenizas es azul. Lo que queda de González sigue en
azul. Esta vez un poco más oscuro. Carlos Alberto González pasó buena parte de
su vida encerrado en azul, y aún hoy, lo que queda de él, sigue metido en ese
color.
-Te voy a dejar un rato en privado con él. Sé
que ustedes eran buenos amigos –dice Erika, tras poner la urna en mis manos, y
se va.
Las cenizas no deberían estar ni en este
estudio ni en mis manos, sino en el Museo Art Decó. Pero un lío legal tiene
congelado el testamento de González. Una colección de Art Decó, otra de arte
moderno y contemporáneo, dos museos y un buen número de propiedades raíces
están quietos, en poder de nadie. Las piezas guardadas, los lugares cerrados,
la voluntad de Carlos Alberto en pausa.
-¿Cómo te sentiste con las cenizas? –pregunta
Erika de vuelta.
-Pesan.
“Éramos cinco, incluyendo a Carlos. Yo soy la
mayor, después sigue Marina, después Álvaro, después seguía Carlos y después
María Eugenia. Yo le llevaba ocho años a Carlos –dice Cecilia, quien vivió
durante más de cuarenta años en Londres, allí diseñaba jardines; hace ocho se
radicó en Armenia (Quindío)-. La relación de él con los otros hermanos era…
Bueno, con las diferencias típicas. Pero nunca con las cosas en común que
nosotros vivimos. Yo creo que Carlos era el más rebelde de la familia y el más
independiente. ¡Absolutamente! De eso sí me acuerdo muchísimo. Era el que más
guerra dio en ese sentido. Decía algo y eso se hacía y punto. No le valían ni
correazos ni castigos. Ahí tuvimos muchísima afinidad hasta el día en que
murió. Yo también soy así: lo que yo diga se hace y punto. Los dos tenemos,
teníamos, una cosa peculiar: somos muy amantes de nuestra propia compañía, nos
encanta la soledad y vivir solos”.
Carlos Alberto González nació el 21 de mayo de
1952, en Sevilla (Valle). Pedro González de Greiff, su papá, veterinario,
trabajó durante años con la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca;
Susana Pérez Sanz, su mamá, era ama de casa. Aunque los apellidos parecen
indicar otra cosa, no eran gente rica. Años después, Carlos Alberto se obsesionaría
con su árbol genealógico. Encontró condes, intelectuales, cancilleres y
obispos, y decidió apellidarse González de Greiff, dejando a un lado el
sencillo Pérez que le correspondía por el lado materno.
En viejas entrevistas, González declaró que el
primer objeto que compró fue una vasija de cobre que pertenecía a un trabajador
de una finca familiar. Tenía doce años y no sabía que comenzaba una relación
adictiva con los objetos. Su hermana recuerda: “Cualquier pieza que encontraba
era motivo de colección. De las casas de las tías siempre se llevaba algo”. Sus
tías vivían en casonas de inspiración art decó, de los años treinta o cuarenta,
en las que los muebles y las piezas utilitarias también eran de esa época. En
los años sesenta el art decó aún no era considerado una antigüedad ni se
coleccionaba. No eran más que viejeras. Sin embargo, ese Carlos Alberto que
entraba a la adolescencia se obsesionó, más que con un estilo arquitectónico al
que todavía no le sabía ni el nombre, con los objetos: esa tetera, ese plato,
aquel reloj de mesa. Los tomaba, los llevaba a su casa y los ponía en una
vitrina en su habitación. Alguna vez dijo que le hacían pensar en los tiempos
dorados de sus abuelas y sus tías: historias de hombres guapísimos, estolas de
piel y largos collares de perlas.
Cuando a Cecilia se le pide que defina lo que
fueron aquellos días, siempre usa la misma palabra: rígido. Su familia era
rígida, las costumbres eran rígidas. Pedir un permiso: una tragedia. Tanto así,
que aún hoy, cuando va a Sevilla, sólo se queda unas horas, ni riesgos de pasar
la noche. Le daría angustia, la golpearían los recuerdos. “Quedamos con un
trauma, o al menos yo quedé con un trauma”. Habla de que ella y su hermano
querían libertad, poder ser. “Yo diría que sí fue difícil para él, en la
Sevilla de la época, ser gay, porque no era tan fácil salir del closet como lo
es hoy. Él era muy reservado en esos días. Yo sí sabía, pero es que él y yo no
teníamos secretos, ninguno de los dos hacía nada sin consultarle al otro.
Entiendo que mi mamá sabía también… Pero ella era una mujer muy diplomática”.
Cecilia viajó a Bogotá y, a los pocos meses, un
Carlos Alberto de 17 años -“que no aguantó más el régimen familiar”, dice ella-
llegó detrás. Él entró a estudiar (no había terminado el bachillerato) y
comenzó a trabajar. No pasaría mucho tiempo, cuestión de meses, para que
Cecilia se fuera a Inglaterra, entonces Carlos Alberto González quedó solo.
“En 1962
yo hice una fiesta en el Hotel Tequendama para suicidarme, porque mi papá me
dio una plata, no me acuerdo cuánta pero fue mucha, para que pusiera un almacén
de llantas con un amigo. Y yo me dediqué a brincar y a saltar. Todo Bogotá
estuvo en la puta fiesta. Me tomé, con champaña, veinte pastas de Fenobarbital
y veinte de Seconal. Mire el pulso cómo me quedó. Me llevaron a Marly y me
desperté en el batallón Codazzi, en Palmira. Mi mamá mandó mis maletas, y ahí
iba una bata china de seda roja con dragones dorados. Me dijeron que cuando
sonara la corneta tenía que levantarme a las cuatro de la mañana. Me levanté,
me puse el vestido de baño y la bata de dragones. Cuando iba para el baño todos
esos tipos venían ya empelotos y bañados, y yo apenas iba. Me bañé, volví al
dormitorio y no había ropa, no había maletas, no había uniformes. Me habían robado
íntegro todo. Y yo quedé en bata china. ‘¡Vuelta al palo de mango!’, ordenaban,
y yo corría con esa bata roja”.
Quien habla es Ernesto Matallana, dueño de un
extraño almacén, mitad anticuario, mitad venta de garaje, en la 73, entre
quince y Caracas. Dice que nunca hizo nada en la vida hasta que cumplió sesenta
años; entonces se dio cuenta de que había perdido la mansión y el dinero que
había heredado y no tenía que comer. Dice también que fue Carlos Alberto, su
amigo, el que lo animó y ayudó a poner este negocio, hace ya 18 años. “Cómo
jodió. Me dijo que yo no podía seguir aguantando hambre. Pero resulté buen
alumno. Hice las cosas muy bien hechas, tanto que a punta de este negocio
compré esta casa, el edificio del lado y el apartamento donde estoy viviendo.
Carlos Alberto decía: ‘¡Usted es la primera persona en el mundo que empieza a
trabajar a los sesenta años y hace fortuna! ¡Eso es un verdadero milagro!’”.
Pero Carlos Alberto estuvo lejísimos de caerle
bien recién lo conoció. Matallana era un muchacho rico de la Bogotá de inicios
de los setenta, mientras que en González se juntaban dos características que la
alta sociedad capitalina siempre ha mirado con desdén: pobre y de provincia.
“Yo era muy pretencioso, entonces me cayó mal –dice Matallana-. Carlos Alberto,
el muchacho de pueblo, dependiente de un almacén, para mis estructuras, y con
estas pretensiones tan inmundas que yo tenía, no me generaba mucho interés. Y
como yo tenía tantos amigos, y él era un muchachito de pueblo, realmente no
teníamos muchos puntos de contacto. Llegué a ser muy grosero con Carlos
Alberto. Él estaba hablando con una persona y yo me metía, le daba la espalda y
me ponía a hablar con la otra persona. Una vez llegué a una fiesta de
disfraces, abrió Carlos, que era un invitado, y di la vuelta y me fui. Yo tenía
amigos que lo detestaban; entonces, obviamente, yo estaba en el grupo de los
que lo odiaban”.
Por esos días González trabajaba como librero y
vivía en una habitación en el centro de la ciudad; allí tenía una vitrina en la
que exhibía las piezas que conseguía en las calles y en los pulgueros. Los
coleccionistas y anticuarios comenzaban a comprarle. Fue en esos tiempos cuando
trabajó, también, como modelo de vestuario de ballet, como asistente de Boris
Roth, actor, director y libretista argentino que hizo carrera en Colombia, y
como dependiente de la Galería Arte Moderno, del polaco Casimiro Eiger.
Tenía algo claro: con quién se metía y a dónde
quería llegar. Es fácil relacionar el art decó con palabras como lujo y
glamour. Él lo hacía.
El mismo González contaba que todo cambió
cuando recibió una herencia de alguna de esas tías que habían sido muchachas en
los años veinte. Entró, entonces, a estudiar periodismo en el Inpahu, y, acaso
más importante: se entregó de lleno al arte. No sólo al comercio, sino al
aprendizaje. Le interesaba el art decó, obviamente, pero iba más allá: quería
saber de art nouveau, arte moderno, arte contemporáneo, arquitectura,
fotografía, moda… Quería saber de todo.
La herencia tuvo que haber sido gorda y/o le
empezó a ir bien con los negocios, porque en la década de los ochenta compró un
apartamento grande en el último piso de un viejo edificio que aún existe, en la
19 arribita de la séptima, al lado de donde ahora hay un McDonalds. Iba a todos
los museos, no perdonaba exposiciones, era el primero en llegar los domingos a
las pulgas, se metía donde nadie se atrevía a hacerlo y desarrolló lo que el
profesor y crítico de arte Javier Gil, que lo conocería apenas unos años
después, llama “instinto salvaje y primario: una mirada muy entrenada desde muy
joven para identificar cosas, un ojo con buen gusto que podía reconocer obras
en seguida; una velocidad y una cualidad silvestre para saber qué era qué, y
casi siempre acertaba. Yo creo que él hizo mucho dinero así, recogiendo
herencias y cosas, ventas de segunda y tercera”.
Los grandes nombres del arte en Colombia
(galeristas, curadores, críticos, marchantes y artistas) lo conocieron por esos
días. Se hizo su amigo. Le encantaba atender. Los invitaba a tomar el té o a
cenas lujosas en su apartamento, que después aparecían en las páginas sociales
de algún periódico o de alguna revista. El despliegue: la vajilla del siglo
XIX, las copas Christofle, el centro de mesa de la dinastía Ming, todo comprado
a buen precio, a punta de buen ojo, y alrededor de la mesa y en las paredes y
por todos lados, su amada colección art decó. Fue en esos días cuando decidió
hacer de su apartamento algo más: inauguró entonces allí la Galería Arte 19. El
crítico Eduardo Serrano, uno de sus mejores amigos, dice: “No era realmente una
galería. Era su apartamento, y ahí vendía arte. Fue ahí donde lo conocí”.
“Yo lo molestaba. Le decía: ‘Tú eres Leo
Castelli a la colombiana, con la galería en el apartamento’. Ahí hacía pequeñas
muestras de artistas muy expresionistas, totalmente gestuales, todo ese arte
muy salvaje de los años ochenta”, dice María Elvira Ardila, quien fue durante
catorce años la curadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá (Mambo). Después
de que fueran amigos del alma, ella y Carlos Alberto tuvieron una pelea de la
que se habló muchísimo en el mundo del arte. No fue el único altercado en el
que González se vio envuelto. Algunos dicen que le gustaban las discusiones y
los escándalos, y que podía llevar aquello a niveles absurdos, otros aseguran
que simplemente se daba por completo a sus amigos y que a cambio les exigía
exactamente lo mismo.
A María Elvira y a Javier Gil los vino a
conocer al mismo tiempo, en 1986, cuando los tres comenzaron la especialización
en Teoría y Crítica del Arte, en la Universidad del Rosario. Quedaron
fascinados con él. Lo recuerdan como un personaje que siempre los hacía reír,
dueño de un humor más bien perverso, una mezcla de sátira y elogio. En las
clases era el que más participaba, el que más hablaba, el que más discutía
todo, pero a la hora de hacer trabajos, terminaba pagándoles para que se los
hicieran. “Una vez nos animó a robarnos las flores de un entierro y se las
llevamos de regalo a unas compañeras de estudio, que quedaron encantadas con el
galanteo porque pensaban que se las habíamos comprado en floristería –dice
Gil-. Y siempre tenía una historia que contar, una anécdota loquísima, una
situación perversa que narrar, y uno se preguntaba qué tanto era real todo
aquello. Para él, el mundo era lo vivido y lo soñado. Las dos cosas al tiempo”.
“Le encantaba invitarte a almorzar a sitios
raros, decadentes –dice María Elvira-. Tenía carta abierta, y era porque hacía
trueques: comida por objetos. Les había cambiado a los dueños del lugar objetos
decorativos u obras de arte por veinte o cincuenta almuerzos. Obviamente, los
sitios estaban decorados divino. Si había algo que le gustaba a Carlos Alberto
González era hacer trueques, todo lo quería negociar”.
Habrá hecho un negociazo, habrá pagado poco o
nada por quién sabe qué tesoro, y lo habrá vendido muy bien, porque entre 1989
y 1990 dio dos cambios radicales: inauguró la galería de la 26 con séptima, en
el primer piso del edificio Embajador, y se pasó al apartamento de la 21 con
quinta, donde años después abriría el Museo Art Decó.
“Esa galería de la 26 con séptima, que mantuvo
el nombre de Arte 19, fue muy buena. Uy, esa galería fue estupenda. Caramba,
era muy de avanzada. Ahí está, ahí estaba, Carlos Alberto pintado: los que
hubieran disfrutado de esas obras que él presentaba, performance y chicos no sé
cómo, hubieran sido los de la generación más joven, pero él invitaba a eso a
todas las viejitas de clase, que no entendían nada. Quizás esa fue la galería
más vanguardista en su momento”, dice Eduardo Serrano.
Nadín Ospina y Carlos Alberto ya se conocían.
Se encontraban en galerías y museos, y Ospina y su esposa siempre iban a los
cocteles y comidas en casa de González. Por esos días, Nadín era un artista
desconocido. “Él me dio la oportunidad de hacer mi primera exposición en una
galería comercial. Yo soy un artista de instalaciones, de intervención en el
espacio, y siempre hago cosas poniendo elementos en diversos lugares, abriendo
orificios, y él era un hombre impecable en todas sus cosas. Me sorprendió
muchísimo cuando le dije: ‘Carlos Alberto, tengo que hacer unas cositas aquí en
las paredes’. Sacó del bolsillo las llaves de la galería y me dijo: ‘Nadín, la
galería es tuya, haz lo que se te dé la gana’. Eso hice, cantidades de
intervenciones con mis taladros. Al otro día llegó y no se inmutó para nada,
todo lo contrario: estaba feliz. Me decían que por qué no me iba con otra
galería más famosa, que por qué con esa que quedaba por allá donde nadie iba.
Pero él y yo hicimos una simbiosis maravillosa”.
Allí exhibieron, entre otros, Carlos
Jacanamijoy, Wilson Díaz, Mario Opazo, Juan Mejía, Leonel Galeano, Nadin y
Germán Arrubla. La mayoría de ellos apenas comenzaba su carrera cuando
expusieron en Arte 19. Algunos jamás habían expuesto.
Habla Arrubla: “Yo venía de Medellín a visitar
a un amigo fotógrafo. Le ayudaba, y me ganaba una platica, porque les llevaba
las fotos a los clientes. En una de esas venidas, mi amigo me dijo: ‘Germán,
acabo de estar en la inauguración de una galería alucinante, yo fui el
fotógrafo. Se llama Arte 19. El galerista es súper volado, la gente es
voladísima, con unos motilados rarísimos. Mire las fotos. ¿Se las lleva mañana
al director?’. Al otro día decidí también llevar las diapositivas de mis obras.
Carlos Alberto miró las fotos de la inauguración, hizo toda la bulla feliz, y
le dije que yo también era artista. Vio mi trabajo y le encantó. Yo traté de no
mostrar emoción para no parecer montañero”.
Un año después, Arrubla exponía en Arte 19.
“Siempre me vio como a un gran artista. No me lo creía porque él me ponía muy
alto, y yo pensaba que era por quedar bien, pero fue así hasta el último
momento. ¿Cómo se dice cuando sabés que cuentas con esa persona, que sabés que
no te dice las cosas para quedar bien, que apuesta por vos y hace votos por
vos? Eso tiene un nombre, esperate: como una especie de fidelidad”.
Hermann de la Parra, reconocido hoy por sus
performances, salía de ver una película en la sala del Museo de Arte Moderno
una noche de 1991. Había estudiado actuación y danza pero no sabía a qué
dedicarse. Pasó por la galería Arte 19 y algo llamó su atención: al otro lado
del cristal había un hombre completamente quieto y vestido de novia. De la
Parra entró.
Después se enteraría de que aquel hombre se
llamaba Guillermo Marín y estaba haciendo un performance titulado precisamente
La novia. Y es que ahora algo, alguien, se robaba todo su cuidado y lo hacía
olvidarse de lo que lo motivó a entrar: Carlos Alberto González lo saludó, le
dio la bienvenida y se quedó mirándolo. De la Parra, apenas de 23 años, estaba
acostumbrado a que lo vieran. Se vestía con abrigos, chaquetas y chalecos a los
que les cosía objetos y diferentes telas. Pero esta era una mirada distinta,
sentía que lo veían como nunca jamás lo habían visto. “Me sentí extrañamente
observado. La extrañeza no era ni burla ni bullying ni era curiosidad, sino que
era una fascinación impresionante. Por primera vez en mi vida me sentí
comprendido. Como si dijera: aquí hay alguien que me entiende. Sólo con esa
mirada”.
González le elogió su vestimenta, hablaron dos
o tres cosas más, y lo invitó a la siguiente exposición, que sería dentro de
tres meses. Era precisamente la de Nadín Ospina.
De la Parra no lo sabía, pero en esa exposición
comenzaría su carrera como artista: él, su cuerpo, como obra. Aprovechó
aquellos tres meses para hacerse el más espectacular de los vestidos.
Llegó la noche de la inauguración de Ospina y,
muerto del susto, ataviadísimo, De La Parra entró a la galería. Carlos Alberto
lo recibió con estas palabras: “Las puertas del arte están abiertas para ti.
Cada vez que vengas a mi galería, te quiero ver vestido así”.
“Me lo tomé en serio. Entendí que tenía que
hacer eso siempre. En esa exposición me tomaban fotos y me invitaban a todas
las muestras de todos los artistas. Pues bien, durante cinco años no falté a
ninguna exposición. Iba con un camarógrafo y un fotógrafo que registraban todo,
desde cómo me maquillaba y me vestía. Los artistas empezaron a avisarme con
anticipación para que fuera vestido en concordancia con la obra e hiciera un
performance durante la inauguración. Ese fue mi trabajo durante esos cinco
años. Hasta que un día, Carlos Alberto me dijo: ‘Lo que haces es maravilloso,
pero siento que sigues apoyándote en la obra de otro, y estoy escuchando que te
dicen el destructor de obras y que hay artistas que sienten que les robas la
atención en sus exposiciones. Necesito que empieces a hacer tus propias cosas”.
De La Parra dejó atrás las intervenciones en las exposiciones y empezó,
entonces, lo que asegura ha sido una dolorosa exploración en sí mismo. El
último performance que presentó, hace cuatro años, fue su propio sepelio. Hoy
trabaja e investiga sobre el erotismo y el sexo.
Cuando, en 1997, cerró la galería, González
dijo que lo hacía porque tenía pensado viajar a Europa para posicionar a
algunos de sus artistas y comprar piezas para su colección art decó. La verdad
era otra, y mucho más simple: el dinero comenzaba a faltarle, no le era fácil
sostener una galería de arte contemporáneo, en la que las ventas no eran
muchas. Una galería en la que a veces se había interesado más por descubrir y
apoyar artistas jóvenes –aconsejarlos, ser casi paternal, prestarles plata,
conseguirles dónde vivir, regañarlos y mostrarles una ruta- que por hacer
dinero con ellos.
Siguió haciendo exposiciones muy puntuales de
arte contemporáneo, ahora en el apartamento de la 21 con quinta, y se concentró
en el negocio de la venta de antigüedades y grandes nombres del arte del siglo
veinte. Buena parte de lo que ganaba se le iba en la compra de nuevas piezas
-muchas de ellas para su colección, otras para vender-; la otra parte la fue
invirtiendo en propiedad raíz.
“Carlos Alberto era muy enamorado. Llegaba a
Vinacure, el bar del que yo era socio, y decía: ‘Dame un whisky, que por allí
tengo un arrocito en baja’. Lo acompañé muchas veces por San Victorino, por
donde venden ropa muy barata, a comprarles camisas y zapatos a los novios, que
nunca le conocí. Yo me imaginaba que eran para chicos muy humildes u obreros. Y
había un bar de tangos, por allá por la casa del presidente, y me decía: ‘Aquí
me levanto a mis novios’. Eran gente muy sencilla. Le gustaban el montañero y
los personajes raros, que tenían cierta locura”, dice Germán Arrubla.
Los novios de los que habla Arrubla aparecieron
después de que González empezara a gritar a los cuatro vientos que el amor no
existía. “Trabajen y no me hablen de esas pendejadas, eso del amor es un
invento culo”, decía. Entonces optó por los encuentros ocasionales, por esa
colección de novios a los que se refería orgulloso, atacado de la risa.
¿Y qué hubo antes de esos novios? Hubo amor, por
supuesto. Por los tiempos en que cerró la galería, Carlos Alberto vivía con un
joven que se preparaba para ser sacerdote y al que presentaba abiertamente como
su pareja. Cuando todo acabó, cuando el muchacho, después de más de tres años,
le puso fin a la relación, González, vuelto pedazos, le gritó entonces al mundo
que eso del amor era pura mentira y se fue de novios.
Y de compras. “Después de ese desencanto, él se
volvió más reservado y solitario. Se metió entonces en sus proyectos y volcaba
mucho de toda esa afectividad que tenía, porque era un hombre amoroso y lleno
de sensibilidad, histriónico en cómo lo abrazaba a uno, la volcó en su
colección; sí, en comprar piezas para su colección”, dice Nadín Ospina. Fue
como si se casara con los objetos.
No sólo compraba los domingos en las pulgas.
Dos veces por semana se iba de anticuarios; al menos una vez al mes visitaba
familias que lo estaban vendiendo todo (les hacía avalúos y algo les compraba);
cuando no tenía plan se iba a metederos que sólo él conocía, a ver qué había
llegado nuevo (casas de empeño, chatarrerías, ventas de usado, mercados de
agáchese); siempre llegaba cargado de los viajes; si veía en tu casa un objeto
que le gustaba de inmediato te proponía un negocio, y no era raro que a su
puerta tocaran personas que habían oído hablar de él y querían ofrecerle alguna
pieza. No sólo compraba art decó, compraba de todo (y vendía). Lo que sí es
cierto es que su pasión era el diseño colombiano de entre los años veinte y
cuarenta: lo que él llamaba el decó criollo. A diferencia de otros estilos y
corrientes, el art decó se esparció por todo el país y no fue caro ni difícil
de reproducir. Así que no es extraño encontrar en un barrio humilde o en la más
perdida de las veredas silletería, camas, armarios, vajillas, marcos o adornos
de esos días, que han sobrevivido al paso del tiempo. Entonces enloquecía.
Compraba la pieza a como diera lugar y, entre carcajadas y movimientos de
brazos, explicaba su importancia y el lugar que tendría en su colección. Le interesaba
establecer diálogos entre las piezas locales y las grandes joyas del art decó
internacional que seguía adquiriendo.
Estableció una relación muy íntima con los
objetos. No paraba de comprar, y cuando compraba le gustaba estar solo. Después
vivía el placer de todo coleccionista: desempacar en casa el objeto adquirido,
mirarlo detalladamente, buscar en libros y en catálogos información y precio, y
entonces encontrar un lugar dónde ponerlo. Para 2007 la colección era tan
grande que decidió al fin convertir el apartamento en un museo. Ese mismo año
curó una exposición de piezas art decó en el Museo de Arte Moderno de Bogotá
(Mambo).
“Erika Diettes me vio en un programa de
televisión, averiguó y me encontró –dice Olga Lucía Jordán, famosa por retratar
durante décadas a los grandes artistas colombianos-. Vino a mi casa y estuvimos
conversando. Me mostró las fotos que tomaba y me dijo que casi iba perdiendo la
materia porque a la profesora no le gustaban. Yo le dije: ‘No, a mí me parecen
muy buenas. Cursos particulares no doy porque no tengo tiempo. Si quiere, la
recibo en la universidad como asistente’. Por esos días organizó una exposición
muy sencilla en el Hotel Tequendama, entonces le dije: ‘Le voy a presentar a
una persona que quiero mucho y que sabe mucho de arte, y que sinceramente le
dice si sí o si no. No la embolata ni le dice que vuelva el año entrante ni que
cambie lo que hace. Él es un poquito cruel pero siempre dice la verdad’. Era
Carlos Alberto”.
Erika recuerda a ese hombre altivo que Olga
Lucía llevó a la exposición. Apenas si la saludó y, sin decir una sola palabra,
miró cada una de las fotos. Después, como quien daba una orden, le dijo: “La
espero el sábado en mi apartamento. Quiero que me retrate”. Erika tenía 19
años.
Fue mucho más que una artista representada por
él. Carlos Alberto, quien, tras su ruptura, se había acostumbrado a llegar solo
a todas partes, ahora siempre entraba orgullosísimo del brazo de Erika. Ella se
convirtió en su mejor amiga, en su hija, en la mujer imaginada, en el objeto de
celos de muchos pintores y escultores que veían cómo ahora el galerista y
representante tomaba la decisión, que mantuvo hasta el final, de trabajar sólo
con dos artistas: Germán Arrubla y Erika Diettes.
“Él fue el que me construyó el camino –dice
Erika, reconocida hoy por su trabajo fotográfico en torno a la memoria del
conflicto-. La relación era paternal por mi edad y porque él me cuidaba en el
mundo del arte. Empezamos a ir juntos a todos los cocteles y hasta hace poco
entendí que no me gustan; me gustaban cuando íbamos los dos. Yo me ponía
divina. Si había un hombre que apreciaba la belleza femenina, ese era Carlos
Alberto. Teníamos una relación basada en la risa. Conmigo su interés nunca fue
comercial: era como el asesor de tesis, entendiendo que mi trabajo fue una
tesis de veinte años. Una cosa maravillosa que tiene, que tuvo, es que jamás se
metió en la producción artística. No he conocido curador más respetuoso que él
en ese sentido. Él funcionaba más como un psicoanalista: uno iba y hablaba, y
él le devolvía tres preguntas con las que uno quedaba loco, rayado, el resto
del mes”.
Erika dice que, si no hubiera sido de la mano
de Carlos Alberto, ella difícilmente se hubiera arriesgado a concentrar su
trabajo en el registro de las víctimas: sus prendas, sus últimos objetos, sus
rostros de dolor mientras narran su tragedia. Fue él también quien estuvo
detrás de montajes como los que Erika hizo en el Teatro Faenza y la Iglesia de
las Nieves: inmensas fotografías que pendían del techo, a cuál de todas más
desgarradora.
Y cuando el artista Joseph Kaplan le propuso
matrimonio a Erika, fue también Carlos Alberto quien le ayudó en las pruebas
del vestido de novia y opinó sobre cada detalle del diseño, y fue también él
quien la tomó de un brazo y la acompañó al altar el día de la boda. De un lado
la llevaba su papá, del otro la llevaba González.
El Museo llegó a contar con casi dos mil
piezas, entre obras de arte, muebles y objetos utilitarios. Como no todo podía
ser exhibido y los armarios estaban a reventar -y detrás de los sofás y de las
puertas de los baños ya no cabían más pinturas, dibujos y fotografías-,
González tomó en arriendo una bodega cerca de allí. Aquello le permitía ordenar
un tanto la colección y asumir decisiones sobre cómo ir variando lo que exhibía
en cada sala.
En sus años de galerista se había conocido con
Celia de Birbragher, dueña y directora de la revista Art Nexus, y se habían
hecho amigos cuando él, al no tener cómo pagarle un aviso publicitario que
promocionaba su galería, le terminó dando un cuadro. Ahora, Celia tenía un
proyecto entre manos: hacer estudios para artistas en un viejo edificio frente
a la Iglesia de las Nieves.
“Mi papá había sido socio de ese edificio, pero
ahora llevaba más de cuarenta años abandonado –dice Celia-. En él habían
funcionado fábricas de confecciones y todo seguía ahí: las mesas de corte, las
planchas, la ropa… Yo lo recordaba porque abajo está la Pastelería Belalcázar,
allá las señoras iban a tomar té y mi mamá me mandaba hacer la torta de cumpleaños.
Cuando le mostré el edificio a Carlos Alberto y le conté la idea que tenía de
hacer talleres para artistas, me dijo que ese edificio tenía influencia art
decó, yo no me había dado cuenta, y se comprometió con el proyecto y me fue
asesorando. Carlos Alberto tomó en arriendo, entonces, una bodega en el sótano
de ese edificio y la llenó con piezas de su colección”.
Celia se convirtió en su amiga del alma. Si
Erika Diettes era su niña, su musa, Celia era su cómplice, algo así como una
nueva hermana. Tanto así que las fechas de los cocteles en el Museo Art Decó
empezaron a depender de si Birbragher estaba o no en Bogotá. Se veían los
sábados en la mañana, se iban de galerías y después almorzaban. “Hacíamos
muchos juegos de palabras. Por ejemplo, a él le encantaba un juego de té que
una prima mía había heredado de mi tía, él mismo decía que era más lindo que
todos los juegos de té que él tenía. Yo le contestaba: ‘Voy a comprarle un día
ese juego de té a mi prima y se lo voy a regalar a tu museo’, y él me respondía:
‘No, yo te voy a regalar a ti mi museo’. Yo pensaba que me hablaba jugando”.
Pero no, no jugaba.
“Desde niño él siempre estuvo enamorado de esa
casa, que había sido de una pariente lejana nuestra. Hasta que al fin la
compró. Quería que fuera museo y proyecto cultural, y en eso la convirtió. Dijo
que se iba a tomar un año sabático y se fue para allá. La alcanzó a disfrutar
durante unos dos años, hasta que se enfermó. Eso hizo”, dice Cecilia, su
hermana.
Construida en 1935, era (es) la gran mansión de
Sevilla. Tras restaurarla, en 2014 la decoró de una manera más ecléctica que el
museo que tenía en Bogotá: con piezas que abarcaban toda la primera mitad del
siglo XX; es decir, que no sólo pasaban por el Art Decó, sino también por la
Bauhaus, el Art Nouveau y las vanguardias de los años cincuenta. Además, puso a
dialogar el conjunto con algunas obras de arte contemporáneo. La abrió al
público y empezó a invitar a poetas y músicos para que dieran recitales y
conciertos. A Bogotá volvió poco. Le dio por decir que el frío le hacía daño.
“Lo dejé de ver por un buen tiempo y nos
encontramos muy al final –dice Javier Gil-. Nos invitó a unas amigas y a mí una
vez que vino a Bogotá de Sevilla. Esas cosas sólo se entienden a posteriori,
cuando uno recapitula, pero tenía un tono de despedida, de balance, de qué
chévere habernos conocido. Nos atendió muy bien. En ese momento parecía normal
porque él era muy buen anfitrión, pero también fue un poco excesivo, como si
supiera que… No sé”.
Dos semanas antes de que lo operaran, llamó a
Erika. “No me contó nada de la cirugía. Si uno escogiera unas últimas palabras
para hablar, eran esas. Él sabía que esa era nuestra última conversación, estoy
convencida. Me dijo: ‘Erikita, espérate, que me voy a sentar y me voy a servir un
juguito’. Y después me dijo que estaba orgulloso de mí, que los míos ya eran
pasos de animal grande, y me llamó maestra, algo que nunca me había dicho, y
que entonces por primera vez creí cierto”.
Le tenía tanto miedo a las cirugías, que tenía
la certeza de que si lo operaban se moría, y así fue. Cecilia asegura que antes
de que lo intervinieran empezó a lucir deteriorado y no quiso que nadie lo
viera, que nadie se enterara de que estaba enfermo. Sufría del corazón desde
niño, pero sólo hablaba del tema con su hermana. Decidió operarse en Pereira,
lejos de las galerías y las páginas sociales, lejos de cualquier rumor, y
mantener en secreto esa operación de cambio de válvula se le convirtió en una
obsesión, tanto que le pidió –le ordenó- a Cecilia que no le contara a nadie.
Ella sólo rompió la promesa cuando, después de
la operación, lo llevaron a cuidados intensivos por hemorragia interna.
Entonces buscó a Erika en Facebook y le mandó un mensaje. Cuatro días después,
Carlos Alberto murió.
“Fui al edificio Las Nieves, donde Carlos
Alberto tenía la bodega, y ahí estaba la familia vendiéndoles cosas a la gente
de los anticuarios. La hermana me dijo: ‘Germancito, es que yo no sé Carlos
Alberto para qué coleccionó tantos chécheres. ¿Para qué todo eso?’. Entonces
sentí un dolor y una frustración inmensos, porque sabía el amor y la
investigación que él puso en cada pieza”, dice Germán Arrubla.
González dejó un testamento escrito a mano. En
él le heredó la casa–museo de Sevilla a una fundación; algunas de sus
propiedades se las dejó a Rita Cecilia Hoyos, una de sus cómplices de infancia
y juventud; otras a alguno de sus amigos; a Cecilia, su hermana, le dejó un
apartamento. A su hermano nada; a sus otras dos hermanas tampoco: sólo un
vengativo mensaje de despedida. El Museo Art Decó fue para Celia de Birbragher.
El testamento terminó resultando incómodo para
muchos, sobre todo para la familia. Días después fue la misma abogada de
González la que dijo que había un error grave: varios de quienes fueron testigos
cuando él presentó el documento en la notaría, resultaron ser también
herederos, razón válida para impugnar, y así hizo. Desde ese momento, ninguno
de los beneficiados ha podido acceder a las propiedades ni a las obras de arte,
antigüedades y objetos que en ellas hay. Sin embargo, Celia asegura que los
familiares de González se han llevado piezas de la casa-museo de Sevilla, al
tiempo que reclama que hayan vendido objetos de la bodega de Las Nieves. “Lo
que había en esa bodega también hace parte del Museo Art Decó. Esa era la
bodega del Museo”, dice.
El segundo piso de la 21 con quinta lleva ya
tres años cerrado, a la espera de que el pleito se resuelva. Desde la calle se
pueden ver las persianas completamente abajo, como a Carlos Alberto le gustaba.
Adentro, en la oscuridad, los viejos pisos de madera deben traquear de vez en
cuando.