Para mi estimado amigo Jorge Eduardo Hoyos
Los seres humanos tenemos memoria de
algunos acontecimientos casi siempre a partir de los cuatro o cinco años de
edad. Los más avezados tal vez digan que
tienen memoria de algunas cosas desde los tres años de edad, antes de esto nuestros
recuerdos se pierden en la niebla de la vida y tan solo las fotografías nos
muestran lo que éramos en esa edad temprana. Y así nuestra vida se desenvuelve
entre los recuerdos lejanos y el futuro incierto, pues el presente es un
instante y se difumina tan rápido que apenas tenemos tiempo para degustarlo.
La memoria está anclada en el pasado. Todo
lo que la humanidad ha hecho, lo construye para no olvidar. Las pinturas rupestres,
los grandes monumentos, la invención de la escritura, las artes, hasta la
contemporánea informática que no por azar designó su núcleo central como la
memoria y cuya principal misión es almacenar para no olvidar, como lo hace
nuestro cerebro.
Olvidar es lo que muestra la decadencia de
una persona cuando nos ponemos viejos. Así
como en la vida humana, la vida de las ciudades y de los pueblos, también
tienen una memoria y tienen un olvido. Obnubiladas por el presente fugaz y
etéreo, las ciudades grandes y pequeñas desean olvidar, dejar atrás lo que
consideran una molestia para su futuro, o un lastre antiguo que debe ser
olvidado y desaparecido. En los últimos días observo como en las redes sociales
aparecen fotos de la arquitectura tradicional de nuestro pueblo, fotos de las
artesanías arquitectónicas de las viejas viviendas, de los amplios ventanales,
colores alegres hoy desaparecidos, visiones de una vida pasada, memorias de
anteriores y lentos caminantes. Casas construidas con el cincel y el buril del
artesano, figuras y diseños elaborados para disfrutar, acompañando el paisaje
diluido de las montañas, de las brumas mañaneras y del cálido sol del mediodía.
Figuras en madera fabricadas para permanecer, que con mentalidad religiosa se
elevan hacia el cielo como glorificando los espíritus que creemos nos protegen
y nos esperan allá desde el azul de la atmosfera.
También nuestra cultura quiere olvidar lo
que hubo antes de nosotros en estas tierras. Enaltecemos el hacha, pero
olvidamos a los orfebres que habitaron estas montañas mucho antes de que el
español destrozara sus civilizaciones. Incluso olvidamos a los que llegaron
antes que Heraclio Uribe Uribe, pareciera que aquellos antiguos colonos no
merecen ni un recuerdo, un monumento, o una inspiración. Acosados por el
momento actual, por la grave crisis económica, por la política del instante, no
queremos reconocer nuestra memoria.
Seguro
que como una manera para contrarrestar el olvido y destacar la memoria,
Lisandro Duque Naranjo ha filmado varias películas en nuestra tierra y varios
de sus filmes tienen como antecedentes
las historias de nuestro pueblo. El paso de los ciclistas vistos desde nuestras
viviendas y paisajes, los anhelos y deseos de progreso de la juventud que los llevaron a salir hacia VISA USA. Las historias
de la niñez y el mundo simbólico de la vida infantil en medio de la violencia
que azotó a Sevilla, en la extraordinaria película “Los niños invisibles”, con
la escena del barbero afeitando al Alcalde municipal, una navaja en el cuello
del Alcalde bandolero y militar, que me recordó un pasaje de García Márquez en
su novela corta denominada “La Mala Hora”. La eterna impunidad de este país,
mientras los niños y el amor infantil que todos tuvimos, recorren la pantalla y
nuestro pueblo como un telón de fondo recrea símbolos y signos de una vida.
Sevilla como pocos pueblos colombianos
parió personajes controvertidos que hicieron de su vida un desafío, una
confrontación, con los que podíamos estar o no de acuerdo, pero que
construyeron una época y removieron las calles y las familias en este
territorio. Oscar Peláez De la Peña, un hombre largo, con un pielroja en su
boca, una nariz peculiar, conocedor profundo de la historia y del conflicto
árabe, introdujo a teilhard de chardin el jesuita antropólogo evolucionista, en
las charlas cotidianas de las caminatas en las tardes apacibles y perezosas de
Sevilla. Con Oscar aprendimos de Paleontología y supimos que el mundo puede
estar en un pequeño lugar. Oscar a quien era mejor tenerlo de amigo, lanzó mil
huelgas, sacó panfletos, persiguió quimeras, escribió poesía, organizó grupos
de cultura y murió en manos de la violencia de comienzos del Dos mil, violencia
cercana pero también olvidada.
Otro personaje, de voz ronca, ojos
brillantes y su mochila al hombro, fue Alberto Ceballos. Al “Topo” Ceballos, junto con Carlos Alberto Mora
“Macario”, le ayudamos en nuestros años juveniles a sacar el semanario “La
Ponzoña”, que el Topo imprimía en una
vieja máquina, a la que bautizó con el nombre de Esther. Cada viernes en la
tarde, los tres editamos este periódico que repartíamos el sábado en todo el pueblo. El Topo Ceballos,
dueño de una agradable prosa, dedicada a combatir a los gamonales políticos del
momento, recibía de algunos comerciantes una ayuda económica por este
periódico, que cuando terminábamos nuestra actividad, rápidamente la
consumíamos en cervezas en varias de las cantinas sevillanas. El Topo, junto
con su esposa Gloria, se convirtió en un excelente artesano del tapiz. Su
personalidad controversial, su amor por la política, los conocimientos poéticos
y la diversidad de anécdotas suyas, hicieron de el un representante de la
izquierda del pueblo y del arte comprometido con una causa política, así lo
consideremos bien o mal, que marcó una
época y un modo de ser y de pensar en nuestro terruño.
Las ciudades también deben realizar
ejercicios mentales para no olvidar, para no perder sus conocimientos. Pues le
puede ocurrir lo que al enfermo del mal de Alzheimer, que finalmente se queda
quieto y mustio, sin reconocer a nadie y con el olvido apoderado de su memoria.
Por| Edgar Álzate Díaz
Imagenes| Fabio Velásquez V.