“bien puedes inspirar ese cariño
que uno le tiene a sus zapatos viejos”
Luis Carlos López
“A pie limpio”, fue la primera frase que le escuché a una tía cuando se refería a alguien que iba descalzo; que no tenía los zapatos puestos; que estaba expuesto al frío, a infecciones y accidentes.
Siempre vi a las personas de pies descalzos como a seres heroicos, intrépidos y desafiantes en todos los terrenos que debían pisar: calles a medio pavimentar, caminos de piedras afiladas, terrenos enmontados y surtidos de espinas, animales ponzoñosos, etc. Pero ahí estaba esa capa endurecida en los talones, en la planta, en la base de los dedos. Ahí estaba el reemplazo de la suela y los tacones, esa suma de tejido muerto haciendo de barrera entre el obstáculo y la parte sensible de los pies, aplastando todo a su paso como las orugas de un tanque de guerra. Sin necesidad de un par de incómodas prisiones donde estuvieran cercados los dedos, perdiendo su capacidad de agarre en los ascensos y descensos de terrenos arcillosos o en las arenas húmedas, donde se estampan las huellas y los contornos del pie, con lujo de detalles como en un molde de yeso; o la forma alargada de los pies al cruzar por las corrientes de los ríos o de las pequeñas quebradas, buscando acomodo en las sinuosidades caprichosas del fondo, para no sucumbir ante el embate de las aguas o de las superficies lisas de grandes piedras acolchadas por la baba verde-azulada de las algas de agua dulce.
A finales del siglo XIX y comienzos del XX, los solitarios caminos del piedemonte de la Cordillera Central, se llenaron de voces; eran familias enteras que, a lomo de mula o de buey, marchaban a la búsqueda de feraces tierras. Con los primeros asentamientos, llegó también el necesario aprovisionamiento de víveres y herramientas. Estas rudas faenas correspondían a los arrieros; ellos eran los héroes de las grandes travesías; hacían largas jornadas, viviendo con reciedumbre en medio de terrenos montañosos, sometidos a la tornadiza dinámica del tiempo; leyendo las señales de advertencia en los repliegues del viento, o en la forma, color y dirección de las nubes o en el vuelo y canto de las aves. Sus pies estaban revestidos de tejidos duros, iban descalzos o llevaban sus alpargatas de fique. Estas se adherían al pie como un componente natural del mismo, permitiendo plena libertad al hombre para su faena; estaban amarradas por tiras de cabuya, otras veces por cuero o por cordones de algodón, enrollados por encima del tobillo. Arrieros de alpargatas y mulera iban y venían por los caminos con sus recuas de mulas. Nuestro pueblo se llenaba de arrieros, mulas y productos que venían de la “tierra fría”.
En aquel tiempo era corriente ver a muchas personas adaptadas a las más duras faenas sin el uso de zapatos. Cuentan que durante los primeros años, cuando era reciente la fundación de nuestro pueblo, niños y jóvenes llevaban pantalones cortos e iban descalzos hasta la mayoría de edad, etapa en la que “alargaban pantalón” y se ponían los primeros zapatos.
Muchos de los jóvenes que venían desde el campo a estudiar en las nacientes escuelas, tenían por costumbre llevar los zapatos anudados por los cordones y colgados al hombro, junto al maletín que contenía los cuadernos y libros. Al llegar a las primeras calles del pueblo, limpiaban sus pies de la mejor forma y se ponían medias y zapatos para cumplir con las exigencias escolares. Una vez finalizada la jornada de ese día, al iniciar el camino de regreso a la finca, los zapatos se instalaban otra vez en el hombro para evitarles el acelerado desgaste, pero, ante todo, para recobrar la libertad de los pies, acostumbrados al campo traviesa, sin estar limitados por tan extraños estuches.
Mediante el uso permanente del calzado, terminamos por acostumbrarnos a el; es difícil encontrar personas que no lo usen. Pero también hay que recordar que deshacernos de los zapatos viejos es un poco triste, por lo cómodos que nos resultan al final, cuando hemos limado con el uso, todas las aristas, costuras e irregularidades. Podemos decir entonces que este accesorio con el que recubrimos nuestros pies, nos permite, al menos, hacer un poco más cómodo “nuestro paso por la Tierra”´.
Por Jacinto Lara, Sevilla. V., marzo de 2012